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Sheldon Cooper y las extrañas parejas

Gracias a la magia de la ficción nos sentimos atraídos por personajes a los que jamás soportaríamos si los tuviéramos frente a frente en la vida real. El caso del doctor House es arquetípico: muchas personas se sintieron fascinadas por su indudable carisma, pero seguramente no habrían aguantado que su médico les tratara con esa, digamos, falta de delicadeza. Con Sheldon Cooper, el inefable protagonista de la serie The Big Bang Theory, sucede lo mismo: es un físico teórico más que brillante pero, emocionalmente, tiene la edad de un niño de ocho años. De un niño caprichoso, egocéntrico, vanidoso a más no poder. Suerte que tiene a su lado al buenazo de Leonard Hofstadter, un científico algo menos genial, sin esa seguridad de cemento armado en su propio intelecto pero más campechano, realista y, sobre todo, tratable. Esta extraña pareja viene a ser una versión de Sherlock Holmes y el doctor Watson. Por tanto, también un eco de Don Quijote y Sancho, porque el hombre de La Mancha y su fiel escudero, como señaló la novelista y crítica Margaret Atwood, no son completamente ajenos «allí donde haya un hombre delgado, místico e idealista, con un camarada más corpulento y menos intelectual pero devoto».

Leonard conoció a Sheldon cuando fue a su domicilio para alquilar una habitación. Al preguntar por él, uno de los vecinos del inmueble le advirtió de lo que se le venía encima con un imperativo lacónico: «¡Huye!» En esos momentos aún no acertaba imaginar que se iba a encontrar con una criatura estrafalaria, poseída de una manía reglamentista de tal calibre que hasta quiere imponer horas fijas para evacuar. El encuentro, nada prometedor, recuerda poderosamente al de Holmes y Watson en Estudio en escarlata. En este caso, es el doctor el que está interesado por una casa que es demasiado cara para que el detective la pague en solitario y, también aquí, una tercera persona anuncia la existencia de un excéntrico que puede resultar problemático en más de un sentido: «Tal vez no le guste tenerlo constantemente de compañero», dice Stamford de una manera eufemística.

A Watson le escandaliza el engreimiento de Holmes, una soberbia similar en proporciones a la de Sheldon, que exclama que debería perder sesenta puntos de coeficiente de inteligencia para ser solo «listo». Tanto uno como otro están poseídos de su incontestable superioridad. Por eso, tratan a sus respectivos «escuderos» con una condescendencia que supera lo insoportable. Veamos, sin ir más lejos, el pretendido elogio del inquilino de Baker Street hacía su fiel segundo: «Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios poseen un notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo, que estoy muy en deuda con usted».  Dicho de otra manera: el otro como un simple vehículo para que se manifieste el talento propio, la originalidad que nadie más posee.

A Sheldon le encanta hacer preguntas a sus amigos como quien juega al trivial, sin darse cuenta de que ellos, también científicos, comparten conocimientos. El solo hecho de formular esas cuestiones implica rebajar al que las escucha, porque nadie preguntaría a Geoffrey Parker quién es Felipe II ni a Stephen Hawking por el artífice de la teoría de la relatividad. Holmes, por su parte, se relaciona con Watson en términos idénticos de profesor-alumno. En cierta ocasión, le obliga a hacer un razonamiento sobre un bastón como quién hace un examen y colma de elogios su respuesta. El pobre Watson cree, ingenuo, que ha conseguido merecer el respeto intelectual de Holmes, pero este le arroja un jarro de agua fría cuando le anuncia que casi todas sus conclusiones son falsas. Pero eso, al detective, no le importa. Lo bueno es que los errores de su colega le permiten llegar a la verdad.

Holmes posee un carácter autoritario, que le empuja a dominar a quienes se hallan a su alrededor. En el final de El perro de los Baskerville decide que ya es hora de disfrutar de un momento lúdico después de semanas de dura investigación,  así que piensa en ir a la ópera y detenerse, por el camino, en un restaurante llamado Marcini’s. Al pobre Watson no le deja más opción que estar listo dentro de media hora. Sheldon hace lo mismo y, en consecuencia, su círculo tiene que bailar a su ritmo.

El sabueso de Baker Street, además, se distingue por un espíritu competitivo en grado patológico. Cuando un interlocutor le considera el «segundo experto europeo mejor cualificado», no puede evitar preguntar quién es el primero, sin disimular que se siente molesto. «Con alguna aspereza», anota Watson. En Estudio en escarlata, no resiste a despotricar contra otros detectives, seguro de que nadie en la historia ha realizado una aportación a la lucha contra el crimen comparable a la suya.  Sheldon, igualmente, ha de ser siempre el mejor, cueste lo que cueste. Por eso, cuando Howard Wolowitz tiene la deferencia de cederle la plaza de aparcamiento por la que ambos han disputado, él insiste en que sea su amigo quien se la quede, no sin obligarle antes a reconocer una superioridad que, ante sus egocéntricos ojos, excede lo intelectual. ¿Cómo va dejar que nadie le gane a generoso?

Las similitudes entre el personaje televisivo y el novelístico, cuanto más se profundiza, más evidentes son. Si el primero es la caricatura del espíritu científico, el segundo sería capaz de ofrecer una droga a un amigo sólo por analizar sus efectos. Si nos hallamos frente a un problema intelectual, estemos seguros de que ellos darán con la solución correcta, para su inmensa felicidad, porque no se cansan de tener razón. Ahora bien: si se trata de una cuestión emocional, su torpeza será igualmente infinita.

Sheldon, como Sherlock Holmes, como Don Quijote, es alguien con quien no es fácil vivir, porque vive en un mundo propio, ajeno a los convencionalismos de los simples mortales, a los que suele menospreciar desde el Olimpo de su inteligencia. En cierta ocasión, afirma que él llora por la muy poderosa razón de que los demás son estúpidos y eso le pone triste. Holmes, por su parte, apenas puede creer que los demás no sean capaces de hacer esas deducciones que le resultan tan simples. Alonso Quijano comparte esta sorpresa ante pedestres que le resultan sus prójimos, cansado de intentar que comprendan su error «en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería». Si donde nuestro hidalgo dice «caballería» ponemos «ciencia», el resultado no se aleja demasiado del doctor Cooper.

Leonard, como Watson, como Sancho, tiene que armarse de paciencia para no volverse loco con las excentricidades de su compañero. Parece, en principio, que una amistad así tenga que estar condenada al fracaso, pero lo emocionante es que el vínculo, pese a todo, es genuino. Los dos se conocen y se han perdonado como hacen, siempre, los amigos verdaderos. De hecho, por más que le trate a menudo como un comparsa inferior, Sheldon no podría vivir sin su amigo. Como si el genio, sea en Estados Unidos, en la España de los Austrias o en la Inglaterra Victoriana, no estuviera completo sin alguien que le sirviera de ancla a la realidad. Seguramente fuera esta la razón por la que Julio Verne, en La vuelta al mundo en ochenta días, apellidara al héroe Fogg (niebla) mientras describía a su criado, Passepartout, como un tipo con la cabeza «despejada».

Francisco Martínez Hoyos
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2 comentarios

  1. Es interesante ver como en muchas ocasiones algunos personajes de ficción se revelan como trasuntos de otros. Muy buen artículo.

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