Un juicio de ficción: «Anatomía de una caída»
Anatomía de una caída (2023) es la historia de un juicio que no es sino un conjunto de ficciones cuidadosamente diseccionadas por el ojo clínico de Justine Triet. Con pulso firme, una sobria puesta en escena y una atención privilegiada al poder de la narrativa, así como a la nula fiabilidad del recuerdo, la directora francesa compone una historia que solo cobra sentido sobre la marcha, que se resignifica con cada giro de la trama y los efectos acumulativos de la culpa y la memoria. La película analiza cuidadosamente la caída en cuestión, la del título, motivo de total incerteza, pánico e ira. El juicio es un acto ritualístico, la cúspide de la moral pública y el escenario en el que el personaje de Sandra Huller afronta la evidente condena por haber elegido su autonomía. Es una cinta clásica en su formato, astuta en su ejecución, capaz de conciliar la relevancia del cine-arte con las exigencias del cine de masas, de tal forma que el misterio, en su núcleo más íntimo, es apenas una excusa inteligente para desmontar nuestras pretensiones sobre la maternidad, el acto creativo y el valor de la verdad.
En el inicio, Sandra, la protagonista, se queda impávida ante una incómoda interrogante de una estudiante en plena entrevista. Ella es una escritora exitosa, consagrada por sus novelas de autoficción y controversiales confesiones sobre su supuesta vida privada. La pregunta de la entrevistadora no da para menos: busca indagar en la relación entre realidad y ficción en sus novelas. Sarah no responde, perturbada por el ruido del ático, una creciente música hip hop a todo volumen. La música es de su esposo, Samuel (Samuel Theis), realizando uno de sus comunes actos de rebeldía. Poco tiempo después, él morirá y Sarah, destrozada, hace lo posible para que su vida y la de su hijo Daniel no se quiebre ante el inminente vendaval mediático que se avecina. Aun así, se desatará una intensa búsqueda por la verdad, una exigente indagación por el pasado de la pareja, así como las potenciales motivaciones para un crimen doméstico. De hecho, Sarah es acusada de asesinato, mientras la defensa, a cargo de un amigo cercano, y tras descartar la posibilidad de una caída accidental insiste en la versión del suicidio. Frente a los estragos del juicio está Daniel (Milo Machado Graner), niño ciego tras un accidente años atrás.
La película presupone una suerte de instigación; un acto provocador con un curioso subtexto feminista. Sandra se sienta en el banquillo de los acusados, pero el juicio es, en verdad, la interpelación a la ficción femenina, ese acto público (y político) de identificarse como un sujeto propio, capaz de distanciarse del yo privado y establecer un yo de ficción, publico y resistente a la moralización patriarcal y los códigos familiares. Prestemos atención al subtexto del interrogatorio, al mismo núcleo de su acusación: el acto moralizador y violento de censurar a una mujer por hacerse pública, por posicionarse desde el ego y la razón en lugar del cariño y del cuidado. Sarah es imaginada por Justine Triet como el anti-arquetipo, una especie de antítesis a la feminidad mártir y extasiada que tantas veces hemos visto en el cine. Es la oposición a la René Falconetti de La pasión de Juana del Arco (1928) o a la Bjork de Bailar en la oscuridad (2000). Huller lleva al personaje hasta al extremo de la frialdad y el misterio: conforme avanza al juicio, irá perdiendo la simpatía de la audiencia y se confirmará que, en el fondo, ha decidido subsistir sin sacrificarse porque Samuel subsista también, motivo principal de las desgracias que rodearon a la familia. ¿Es posible excusar toda elección de Sarah? Parece poco posible: Triet nunca lo intenta y el propio guion, que no escatima en presentar los diálogos de la defensa, tampoco sugiere que Sarah no pueda ser culpada, a menos un poco.
Si nos fijamos a detalle, notaremos que son muy pocas las escenas que se filman exclusivamente desde el punto de vista de la protagonista. En contraste, casi todos la ven, la analizan, la desmenuzan: cada gesto, cada movimiento, las palabras, el silencio. A Sarah y a su suplicio se le ve desde la óptica de Daniel, del abogado, de la entrevistadora, de la jueza, de la prensa, incluso los recuerdos de su marido fallecido. Esto solo refuerza la evidente distancia entre ella y la audiencia, que es la misma barrera que Sarah ha establecido con el resto. ¿Será que Triet la filma de tal forma en que alegoriza el constante silencio de las mujeres protagonistas, quienes solo son conocidas por las palabras de otros? No podemos estar seguros. Lo que es evidente es el constante intento de la cineasta de demarcar el aislamiento de Sarah y su incapacidad de encajar con el resto, con todo lo que ellos implica. Pensemos, si no, en el uso del inglés en el juicio: Sarah no puede respondes bien a las preguntas en francés; solo se acomoda en el un idioma neutro frente a las pesquisas de la fiscalía. Esto, por un lado, resalta la otredad de la protagonista frente a la sociedad francesa, pero luego se torna, gracias a su propias acciones, en una gesta política, en una forma de posicionarse: reclamar el lenguaje para sí mismo.
Mientras más avanza la película, queda claro que el resultado del juicio es lo de menos. El proceso, más bien, arroja conclusiones interesantes. El diálogo intertextual de la cinta resulta muy provocador. No sabemos en qué momento sucede, pero cuando sucede es bastante evidente el trasfondo: el filme termina interpelándose a sí mismo. El fiscal exige analizar la obra de Sarah, sus novelas autobiográficas, para discernir potenciales motivaciones en el asesinato de su esposo. ¿Acaso el autor se resume exclusivamente en sus obras?, dice la defensa. ¿Acaso el yo creador debe ser castigado por lo que expresa el yo de ficción? Claro que el argumento de la fiscalía se ve bastante enrevesado y poco convincente. Aun así, el debate parece todavía relevante. Inspeccionar e indagar las motivaciones y presunciones del autor parece una pieza clave de las batallas culturales de hoy, evidentemente reflejados en el «lo personal es político». La muerte del autor se hace cada vez más plausible, y aun así, dado el enfoque posmoderno de la cinta, daremos con que matar al autor (en sí mismo una entidad de ficción) resulta imposible.
La Sandra escritora se difumina con la Sandra real y con la de las novelas, a tal punto que los criterios para distinguir a una de otra empiezan a parecer arbitrarios. El propio Daniel, quien debe construir una narrativa a partir de recuerdos que no tiene, versiones incompletas y la ausencia de la percepción visual, debe establecer algún tipo de criterio para identificar a su madre, separarla (o no) del personaje que se ha construido para investigarla. La inclusión de niño en el film funciona como un efecto paradójico: es el único que puede atestiguar a la Sandra real, pero su propia visión de ella ya ha sido ficcionalizada por su propio bien y por insistencia de la propia Sarah. Constantemente la película vuelve al accidente de Daniel, motor creativo de la madre, debacle creativa del padre, punto medular en la identidad, maleable y hasta contradictoria, que ejerce el niño en el film. A su manera, Anatomía de una caída sugiere que la crianza es un acto de creación en toda la regla, una compleja red de ficciones, irrumpida violentamente por la tragedia. La mayor herida de Sandra no está sino en su incapacidad de proteger a Daniel de las distintas versiones sobre su propia vida y su entorno. La incorruptibilidad de Daniel como testigo, motivo de otra batalla legal por sí misma, solo refuerza su posición de desventaja, que es la misma de cualquier niño con sus padres: uno no puede elegir las ficciones con las que se cría.
Este misma pesquisa en torno a la mejor ficción es, finalmente, lo que motiva a la fiscalía a presentar la versión de un asesinato a sangre fría y una calculada puesta en escena para que la asesina se salga con la suya; mientras que la defensa plantea un drama doméstico con un protagonista autodestructivo, condenado a la muerte por su propia mano. Cada detalle se retoma, resignifica, replantea, altera, alegoriza, etc. Cada palabra dicha es una vez más interpelada, por el jurado, los abogados, Sarah, su hijo y la audiencia. Daniel realiza sus propias investigaciones para corroborar piezas y versiones. Sus intentos son frustrados por la triste condena de la memoria: la memoria, como ficción, debe ser elegida y aceptada. Daniel, como la audiencia, debe decidir qué ficción elegir. ¿Será que la revelación de su padre funciona como una suerte de confesión alegórica? ¿O solo se trata de una forma de releer los hechos a conveniencia? ¿Tiene sentido tener un sistema de justicia de adversarios y confrontaciones, en el que cada quien pinta la versión más conveniente, la historia que salga mejor?
Las preguntas en el film se van acumulando, pero la realizadora tiene un estilo suficientemente amigable con el espectador para que este pueda filtrar el dilema que más le interese. De hecho, Triet no pasa desapercibida en su selección de escenas, tomas y planos; planos largos, como de una cámara flotante, casi fantasmagórica, para narrar la secuela de la caída en la misma escena del crimen; incómodos planos medios y close-ups en las escenas del juicio; ángulos atrevidos en los pocos flashbacks que se utilizan para explicar la crisis entre Sarah y su mujer… Su cámara, bastante firma y confidente, deja que los personajes sean observados a medias, desde planos discretos, percibidos a partir de sonidos fuera de imagen, una presencia a veces imperceptible. Triet, en la climática revelación de Daniel ante el jurado, saca evidentemente lo mejor del cine de Hollywood, pero sabe manejarlo a partir de la contención y pulcritud del cine francés contemporáneo, cada vez más dominado por mujeres con una mirada muy aguda y empática sobre la crisis.
Puede parecer que Anatomía de una caída peque de ser demasiado cómoda para su propio bien, y también que Triet y Arhtur Harari (coguionista) decidieron calcar los dramones jurídicos de los cincuenta, con esos colores intensos en el fondo y las largas escenas de juicio y deliberación. En tal caso, so se si esto reduciría el poder emocional de un film, que, a diferencia de sus películas modelo, jamás se pone demasiado didáctico o condescendiente con sus personajes, no pide perdón por las sugestivas insinuaciones que realiza y el astuto subtexto que maneja. A través de la desesperación de Sandra Huller y de su propia puesta en escena, la directora reclama la ficción para sí misma, una ficción más democrática, contradictoria y, por tanto, valiosa. La caída, por más que no lo parezca, parece ser un muy buen punto de partida. Todo depende de lo que escribamos (o no) sobre ella.
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