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1907 – Ecce mulier

La desaparición de los corsés femeninos suele considerarse, no sin razón, uno de los hitos felices en el largo y aún incompleto camino de la liberación de la mujer. Pocas de las cadenas que alguna vez han atenazado a la mitad del género humano han sido tan diabólicas como esta prenda delirante inventada en la Florencia de los Médicis y que embutía los vientres de las mujeres en una insalubre pesadilla de varas y alambres a fin de hacerlas entrar a la fuerza, como a martillazos, en los caprichosos troqueles de la belleza oficial, que hasta el siglo XIX prescribieron como culmen de la deseabilidad la silueta de los relojes de arena. Los efectos que el corsé tenía en la salud de sus sufridas usuarias eran verdaderamente pavorosos, y lo eran tanto más cuanto en un momento dado llegó a desatarse una carrera suicida por alcanzar la cintura más estrecha. En esa competición, el récord correspondió a la cantante francesa Émile Marie Bouchaud, conocida como Polaire, que fue capaz de abreviar su talle hasta los cuarenta centímetros de perímetro. El precio de semejante constreñimiento incluía deformaciones e incluso fracturas de las costillas, problemas gastrointestinales, una seria merma de la capacidad pulmonar, frecuentes desmayos e incluso abortos.

El cambio de siglo vio nacer una generación de mujeres menos dispuestas que sus madres y abuelas a la práctica de la auto-tortura y el uso del corsé entró en declive, algo en lo que también jugó cierto papel la preocupación casi obsesiva de los Estados por el crecimiento demográfico, que exigía liberar las barrigas femeninas en lugar de aprisionarlas. Napoleón llamaba a los corsés «el asesino de la raza humana» y fue uno de los primeros en promover su abandono, aunque con escaso éxito: ni siquiera sus dos mujeres, Josefina de Beauharnais y María Luisa de Austria, hicieron caso al emperador y ellas mismas utilizaron corsé durante toda su vida.

A que el corsé pasara a mejor vida también contribuyó, a finales del siglo XIX, la adopción de un nuevo canon de belleza en un contexto de renacida fascinación por el mundo clásico: el de las venus griegas y concretamente el de la de Venus de Milo, que había sido descubierta por un campesino en esa isla del Egeo en 1820 y vendida a un oficial francés durante la guerra de la Independencia griega. Dudley Allen Sargent, un profesor de educación física de la Universidad de Harvard, fascinado por la Afrodita melina, compendió así el canon basado en ella: «La verdadera belleza consiste en un desarrollo simétrico y proporcionado de las partes, con grasa adiposa suficiente para cubrir los ángulos y huecos del cuerpo». Corría ya la década de 1900, y Sargent se propuso localizar a la mujer estadounidense a quien mejor le cuadrara la definición. Para ello, lanzó un llamamiento que un siglo después lo habría metido con toda seguridad en un aprieto bastante serio: que cuantas mujeres jóvenes quisieran acudieran al gimnasio de Harvard a dejarse fotografiar y medir minuciosamente. Acudieron más de diez mil, a todas las cuales se les midió hasta las muñecas, y ninguna de ellas cumplió exactamente las medidas de la escultura helenística, pero hubo una que se acercó mucho (sus medidas eran 35,2 pulgadas de busto; 26,2 de cintura y 37,8 de cadera) y a la que un entusiasmado Sargent describió al Times, que había seguido el concurso con interés, como «la mujer perfecta». Se llamaba Annette Kellerman y era una nadadora y bailarina de vodevil de origen australiano.

Kellerman, que tenía a la sazón veinticuatro años, no era una desconocida en aquel momento: de hecho, el profesor Sargent le había propuesto ex profeso acudir a Harvard a medirse, sospechando ya que ella bien podría ser su ganadora. La habían hecho famosa haber cruzado a nado en sólo diez horas y media el Canal de la Mancha en 1905 y, sobre todo, el escándalo que había protagonizado en 1907 en la playa de Revere (Massachusetts), adonde había acudido a bañarse con un descocado bañador de una pieza ceñido al cuerpo que había diseñado ella misma y que para mayor descaro permitía acortar las perneras a voluntad, pudiendo reducirse su extensión hasta mucho más arriba de las rodillas. Kellerman había eliminado la falda y toda la aparatosa profusión de volantes de los trajes de baño victorianos aún obligatorios en aquel momento (irónicamente pensados, al contrario que el corsé, para camuflar todo lo posible las curvas femeninas) para hacerlo obrar el efecto opuesto: desvelar las voluptuosidades de su propietaria en todo su divino esplendor. Cuando apareció con él en Revere, la policía playera que por entonces patrullaba los arenales más concurridos, provista de metros de sastre para comprobar si los trajes de baño de las señoras se ajustaban a la férrea normativa indumentaria, no tardó en arrestarla. La nadadora acabó siendo llevada a juicio, aunque el tribunal fue clemente, atendió a sus argumentos de que necesitaba un bañador más ligero que el normativo para entrenar y dictó una sentencia salomónica: Kellerman podría ir a la playa con el bañador que quisiera con tal de que, mientras estuviera fuera del agua, se embozara en una capa.

Como no podía ser de otro modo, el escándalo fue cumplidamente registrado por los periódicos, y ello, en aquella época que ya era la de la fotografía, dio lugar al que seguramente sea uno de los primeros efectos Streisand de la historia. Se llama así, efecto Streisand, a aquellos intentos de censura u ocultación de información que acaban siendo contraproducentes para quienes los perpetran, porque atraen sobre tal información una atención que no habría concitado si no se la hubiese pretendido acallar. El nombre se tomó del de la actriz Barbara Streisand, cuya denuncia en 2002 a una pequeña página web que había publicado unas fotos aéreas de su casa sin su permiso acabó dando lugar a que las instantáneas se volvieran virales en Internet. En el caso de Kellerman, su efecto Streisand consistió en que miles de mujeres desearan hacerse con uno de sus polémicos bañadores y en que la nadadora hiciera el agosto comercializándolos con el nombre kellermans. Una de las fotografías promocionales tomadas entonces la mostraba a ella misma ataviada con uno: en ella, la mujer perfecta mira a cámara con gesto desafiante, el mentón levemente levantado, el pie derecho sobre una de las piedras dispuestas por el fotógrafo para recrear una playa como pisando siglos de represión y de oscurantismo, la mano izquierda cerrada en un puño que descansa sobre la cadera y parece ventear un mudo pero provocativo j’y suis et j’y reste femenino; un «Aquí estoy y aquí me quedo» como el del general Mac Mahon tras la batalla de Malakoff; o más bien un contrabíblico ecce mulier: «¡He aquí una mujer!».

Los bañadores victorianos no tardaron en ser devorados por el sumidero de la historia, y Kellerman, envalentonada, fue añadiendo otros hitos a su currículum de pionera de la liberación sexual: suyo fue el primer desnudo integral de la historia del cine en la película fantástica Hija de los dioses, de 1916; eso sí, con una larga melena tapándole los pechos y el sexo, como a los adanes y evas de los cuadros renacentistas, sendas ramas convenientes de un árbol cercano o un tallo absurdamente largo de la manzana prohibida. También era vegetariana.

La nadadora vivió para asistir al advenimiento del bikini, inventado en 1946 por un ingeniero automovilístico francés, Louis Reard, y que recibió ese nombre después de que la stripper francesa Micheline Bernardini, la única modelo que aceptó posar con el nuevo bañador, advirtiera a Reard de que aquello iba a ser una bomba más potente que la detonada pocos días antes por Estados Unidos en el atolón de Bikini. Lo fue efectivamente, pero a Kellerman, recién cumplidos los sesenta años (viviría hasta los ochenta y ocho y seguiría nadando hasta muy poco antes de fallecer), aquello no acabó de convencerla. Los periodistas que le preguntaron, esperando una declaración de entusiasmo por aquella nueva pica en el Flandes de la libertad femenina, se encontraron en cambio con que a la Kellerman el bikini le parecía, aunque no se lo pareciera por un puritanismo religioso que era imposible que profesase, «un error». Sólo dos mujeres entre un millón (dijo) pueden llevarlo. El bikini enseña demasiado; hace a las mujeres parecer feas incluso con la mejor de las figuras». Entre su kellerman y el nuevo invento había la misma diferencia, decía, y en realidad no le faltaba razón, que entre lo erótico y lo pornográfico. Su bañador era un embellecedor selectivo que resaltaba lo que había que resaltar y disimulaba lo que había que disimular; el dos piezas del señor Reard nada disimulaba y volcaba el mismo obsceno tsunami de luz sobre las porciones feas y hermosas del cuerpo femenino.

En realidad, todo el mundo ha acabado opinando más o menos lo mismo que Kellerman, aunque ello no ha llevado ni a que las mujeres descarten el bikini y recuperen el kellerman ni a una opción aún mejor y que Kellerman seguramente no contemplaba: la adopción de un canon feminista de belleza que no exija una imposible perfección a todas las mujeres sino que acepte e incluso celebre la celulitis, los michelines y las estrías que adornan la mayor parte de cuerpos femeninos, y que en otros tiempos con otros cánones humedecían los sueños de Rubens. A lo que ha dado lugar esa convicción de que un cuerpo feo no puede enfundarse en un bikini es al descerebrado autopurgatorio de las operaciones bikini; a que esas 999.998 mujeres que según Kellerman no podrían vestir el dos piezas con dignidad se lancen año a año a una carrera, no menos absurda que la que perseguía la cintura más temerariamente estrecha, por superar la repesca de la belleza y atravesar la estrechísima puerta del edén patriarcal. Se quemaron los corsés físicos, pero no los cánones que explicaban su fabricación y su uso, de los que sólo se limaron sus excesos más intolerables. Desapareció el significante pero no el significado, que buscó un nuevo caparazón en el que guarecerse, y hoy los corsés son mentales, pero mucho más efectivos. Orwell no predijo que las cámaras las compraríamos nosotros y las feministas del siglo XIX no entrevieron que desencorsetar los cuerpos era relativamente fácil, pero que la historia está llena de liberaciones que, negligidas tras los triunfos iniciales, acaban dando lugar a nuevas esclavitudes que rescatan, camuflándola bajo nuevos y más sofisticados ropajes, la esencia de las viejas.

Pablo Batalla Cueto
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