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Cinefórum CLXXVI: Encontré al diablo

Se atribuye a Stalin haber dicho que «una muerte es una tragedia y un millón de muertes una estadística». Quizá lo dijo porque los informes que llegaban a su despacho del Kremlin acumulaban montañas de datos que sustentaban tal afirmación; o quizá porque se dio cuenta de que los sucesos más trágicos y morbosos son los que nos hacen preguntarnos, mucho más que la peor de las guerras, qué es lo que lleva a los hombres a recorrer el sendero del mal. Sea como fuere, hay algo evidente: las razones profundas, sociales o psicológicas de la maldad nos fascinan. Por eso su búsqueda ha estado presente en todas las tradiciones artísticas de la historia y, ahora, sigue presente en el arte más popular de todos: el cine.

Encontramos reflexiones en torno a este interrogante en el muy hegemónico cine norteamericano; también en el europeo, más poseído, nos dicen, por el autor, y capaz de ejercicios de contención como El adversario, del que disfrutamos la semana pasada y en el que la directora francesa Nicole García parecía asumir que, cuando no es posible explicar la locura, el creador tiene el deber de mostrarla en toda su crudeza. Sin embargo, es el cine oriental y más concretamente el surcoreano el que en las últimas décadas está creando, en presente continuo, un cuerpo formado por cintas que más allá de las modas nos han enganchado a su cine. Y en buena medida lo han hecho recordándonos que el verdadero escalofrío consiste en reconocer que, simplemente, hay hombres que encuentran placer donde los demás solo vemos horror.

Encontré al diablo (Kim Jee-woon) replica esta fórmula cruzando los caminos de los dos grandes prototipos de psicópata que han formado parte de la sociedad humana desde que es merecedora de tal nombre: el que vive al otro lado de la ley, quebrantándola, y el que trabaja defendiéndola, seducido por un poder que le permite rendirse legalmente a su sed de sangre. Un enorme conflicto, pero demasiado trillado, al que la película presta escasa atención en beneficio de un interesante juego de metáforas religiosas que compone uno de los elementos más interesantes de la cinta: concluimos viéndola que no existen ángeles y demonios, no encontraremos jamás la bondad ni la maldad absoluta. Somos la mezcla de nuestros instintos y la humanidad que los contiene. Y la dificultad para mantener el control ante la seducción del caos es nuestra condena.

Pero eso no es lo mejor de Encontré al diablo. Su mayor fortaleza es la dirección de Kim Jee-woon; la realización que todo el cine de la península heredó de Park Chan-wook y su trilogía de la venganza; el mismo estilo que Bong Joon-ho llevó desde el thriller de Memories of Murder hasta la radiografía del mundo actual en Parásitos. Y es que esta generación (porque merecen tal nombre) de cineastas coreanos parece haberse especializado en envolver la dimensión más oscura de nuestra mente en esa proverbial pulcritud oriental que logra convertir cada golpe, cada puñalada, en un acto de violencia aislado, sordo y desasosegante. Y con ello han sabido arrojar luz sobre sus películas, hasta que por fin llega ese momento de brillante liberación… en el que sus personajes comienzan a matarse como animales.

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