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Stalin: anécdotas de un hombre de acero

Iósif Stalin fue un hombre entregado hasta las últimas consecuencias a su papel de estadista. Las contadas ocasiones en las que su propia personalidad asomaba entre los pliegues de su uniforme están irremisiblemente ligadas a las profundas implicaciones políticas de su vida.

Rodeada de millones de cadáveres propios y ajenos, su figura es y será foco de intensas polémicas. Su personalidad, mientras tanto, ha quedado enterrada bajo el peso de una historia que impide analizar el cinismo que transmiten, o quisieron transmitir, las anécdotas de su vida.

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Otros nombres para Vissariónovich Dzhugashvili

Iósif Stalin nació en Gori, una ciudad industrial georgiana, en diciembre de 1878. Fue el tercer hijo nacido de la unión entre un zapatero y una lavandera que habían visto morir a sus dos primeros vástagos; sin embargo, el pequeño Vissariónovich logró salir adelante a pesar de su frágil salud y del mal augurio que suponía la membrana que unía sus dedos de los pies.

Su infancia fue bastante ordinaria: su familia era pobre, su padre alcohólico y su madre víctima de la recurrente violencia doméstica del lugar y la época. La primera década de vida del pequeño Iósif culminó, en cualquier caso, con una importante novedad: su padre le abandonó a él y al resto de su familia, partiendo solo hacia la capital.

Stalin 1Cuatro años después, con catorce, Stalin se graduó con los mejores resultados en una clase llena de hijos de funcionarios zaristas y acaudalados comerciantes a la que pudo asistir, entre otras cosas, gracias a la generosidad de David Papismédov, un judío al que su madre lavaba la ropa y que animaba a Stalin a continuar con sus estudios. Para poder hacerlo, Iósif aceptó, ante la imposibilidad de acceder a la universidad por sus propios medios, una beca en el seminario de Tiflis; sin embargo, Stalin, como todos los niños, tenía un sueño: fantaseaba con convertirse en Koba, una suerte de Robin Hood georgiano popularizado en su país natal a raíz del éxito de El patricida, una novela de Alexander Kazbegi escrita en georgiano antiguo y elevada a la categoría de símbolo de la resistencia caucásica ante el zar. Stalin, por tanto, de pequeño quería ser un campeón de la lealtad, el honor y la amistad y, por eso, durante su educación como revolucionario, Koba fue, precisamente, el seudónimo que escogió para proteger su verdadera identidad.

Puede discutirse si en el marxismo soviético se atesoraban o no todos esos valores, pero es evidente que sus enemigos políticos representaban, a principios del siglo XX, todas las injusticias que un joven idealista podía imaginar. Por lo demás, un seminario ortodoxo de una zona marginada del Imperio Ruso era, seguramente, uno de los lugares más idóneos para entregarse a la revolución. A finales del siglo XIX Stalin conoció a diversos líderes comunistas, incluidos aquellos que el propio Lenin había enviado a Georgia para extender su movimiento. Fue una época trepidante y arriesgada en la vida de quien luego se regalaría a sí mismo el título de «padre de los pueblos»: entregado al ideal de la pluma y la espada, Stalin destacó por su energía política y, al mismo tiempo, por firmar con el apelativo cariñoso que le había dado su madre, Soselo, varios poemas que fueron incluidos cuando Iósif aún no era Stalin en diversas antologías de literatura georgiana.

A pesar de proteger su verdadera persona tras todos esos apelativos, la etapa más alocada de su vida terminó en Siberia, donde permaneció intermitentemente hasta 1917. En esos más de cinco mil días robó bancos, afianzó su formación política, escribió un libro sobre el marxismo y la cuestión nacional en el que ya era mucho menos Koba y más Stalin y, por supuesto, sufrió los rigores de un exilio en Siberia. Conoció bien, por tanto, la naturaleza del castigo que más tarde impondría masivamente. Quizá por eso comenzó una meteórica ascensión hacia la posición de poder en la que, definitivamente, soltó el lastre de la persona que había sido hasta entonces.

Subiendo al pedestal

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En un fugaz resumen del siguiente lustro de su vida y evitando las polémicas historiográficas sobre su papel, más o menos relevante, en la revolución de octubre de 1917, Stalin, ahora ya oficialmente «hecho de acero», fue acumulando cada vez más cargos en sus manos hasta que en abril de 1922 fue nombrado secretario del Comité Central del Partido Comunista de todas las Rusias. Desde este cargo fue instalando a sus fieles en posiciones de poder mientras soportaba las burlas de algunos de los graciosos con peor suerte de la historia, que tuvieron la feliz idea de llamarle «el camarada archivista».

El resto es historia: aunque la maquinaria política soviética funcionaba con parsimonia, con poco más de cuarenta años Stalin controlaba el destino de la recién nacida Unión de Repúblicas Soviéticas y, poco después, con cincuenta, se convirtió en el dirigente supremo de la federación. Para entonces el culto a Lenin, mito soviético por excelencia, había comenzado a entroncar con el del propio Stalin, al que le sobraba entereza para soportar su endiosamiento. En 1937, con motivo del centenario de la muerte de Alexander Pushkin, la URSS se llenó de estatuas del escritor moscovita. La ciudad ucraniana de Mykolaiv convocó un concurso y solicitó, prudentemente, la orientación del Ministerio de Cultura: albergaban dudas sobre cómo representar una figura insigne en la historia de la literatura rusa que era, al fin y al cabo, de origen burgués. Stalin, cansado del laicismo revolucionario de los monumentos que iban proliferando aquí y allá, metió mano en el asunto y le dio un toque marxista a la estatua de Mykolaiv, que finalmente representó al propio Stalin leyendo un libro del homenajeado. ¿Pura y simple megalomanía? ¿Ganas de reírse del mundo y de sí mismo o simple peloteo de los miembros del partido, en un asunto que en realidad ni siquiera llegó a sus manos?

El revolucionario que soñaba con expulsar del poder a los zares y al que se le levantaron algunas de las estatuas más gigantescas jamás creadas conoció la devoción de su pueblo y tuvo éxito en una de las tareas políticas más hercúleas que nadie hubiese podido imaginar: su reto consistió en desarrollar un comunismo de gran escala en un territorio enorme, desarticulado y desigual, en el que todo estaba por hacer. La tarea derivó, inicialmente, en dos vertientes que arrojaron resultados confluyentes: millones de personas murieron de hambre por el desvío de recursos hacia las industrias de las ciudades y millones de personas murieron como consecuencia de las persecuciones políticas. Las cifras son terreno abonado para la polémica. Baste señalar que los diferentes cálculos varían en decenas de millones de muertos.

Redefiniendo fronteras

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Nadie parecía estar demasiado seguro de lo que estaba ocurriendo en la URSS. Lo único que estaba claro para Occidente es que un proceso en el que se socializaba la propiedad privada y las mujeres tenían exactamente los mismos derechos (y sueldos) que los hombres era un proceso del que había que desconfiar. En cualquier caso, el resto de las potencias aliadas dejó ese enfrentamiento ideológico en su lista de tareas pendientes porque antes había que lidiar con Adolf Hitler y, de este modo, a medida que se acercaba la Segunda Guerra Mundial, Stalin se convirtió en un personaje tremendamente popular a nivel mundial. Iósif debió pensar que aquel era un momento ideal para pactar con el diablo porque quizá no tenía un alma que perder. Así pues, Stalin firmó un acuerdo con los nazis y se apresuró a aprovechar las cláusulas que más le beneficiaban, invadiendo intempestivamente Polonia y Finlandia y dando comienzo, en este último caso, a una guerra que se complicó más de lo previsto. En cualquier caso, la aplastante superioridad numérica del Ejército Rojo le permitió controlar la negociación del tratado de paz con el estado nórdico, sorprendiendo a sus interlocutores al aceptar una propuesta que el sentido común imponía rechazar de plano. El Zar Rojo, satisfecho con lo que oía, señaló el punto del mapa en el que los finlandeses querían fijar la frontera y llamó al cartógrafo para que la trazara en aquel mismo instante. Rápidamente, los finlandeses accedieron y su experto empezó a separar diligentemente su país del comunismo hasta que, súbitamente, se topó con el dedo de Stalin que permanecía incrustado encima de Esso como Excálibur en la roca. Tras unos segundos de tensión, el cartógrafo decidió, sabiamente, rodear el dedo de Stalin por donde debía, tras lo cual Iósif estalló en una sucesión de carcajadas que se fueron contagiando al resto de los presentes. El hombre de acero estaba contento y Esso acababa de convertirse en una ciudad soviética que, aun hoy en día, sigue siendo rusa.

Poco después, hace siete décadas, el Ejército Rojo que Stalin había modernizado y equipado con un coste tremendo en millones de rublos y de vidas estaba salvando el mundo. Los soldados soviéticos detuvieron a los nazis por sí mismos y por sus familias, pero también por su padre, que les disparaba si daban media vuelta. La estrategia, resumida en la famosa orden de no dar «ni un paso atrás», impulsó a sus soldados hasta los campos de concentración, hasta el Mar Negro, hasta los Balcanes y, finalmente, hasta Berlín. Cuando la victoria estaba por fin cerca, Stalin se presentó en Yalta con más muertos que nadie encima de la mesa, para decidir junto a Winston Churchill y un debilitado Roosevelt cómo sería el mundo tras el conflicto. Las víctimas de sus interlocutores se contaban en cientos de miles y las soviéticas, de nuevo, en decenas de millones. Además, Stalin había escogido el campo donde se disputaría aquel encuentro y, como local, gozó de ciertas ventajas: entre otros particulares, escogió la bebida oficial de la reunión, el vodka, al que él estaba sobradamente acostumbrado y sumió a sus interlocutores anglosajones en una negociación que no podían controlar, plagada de brindis y fuertes discusiones en las que Stalin hizo honor a su apelativo de hombre de acero: sus objetivos eran irrenunciables y traía consigo una montaña de héroes muertos que las reglas no escritas de la historia ordenaban respetar. Consiguió prácticamente todo lo que quería a cambio de hacer promesas que no pensaba cumplir y se despidió de sus homólogos, sorprendidos de encontrarse ebrios tras sentar las bases de la Guerra Fría.

Un encanto siniestro

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Stalin no fue propiamente una persona, sino el lugar en el que el carácter y las ideas de Iósif Vissariónovich confluyeron con la historia del siglo XX. El resultado fue la fusión entre un hombre y una confederación de estados que se protegían y sostenían mutuamente. Stalin se convirtió, de este modo, en una paradoja en vida: una espada de Damocles que pendía sobre un pueblo joven que le temía, le adoraba y había prosperado bajo su mando.

Los límites de la megalomanía, o incluso la locura, son difusos: cuando un mandatario une de tal modo toda su vida a un Estado, sabe que su único legado posible es el éxito del mismo, por encima incluso del suyo propio que es necesariamente relativo y efímero. Stalin, como hicieron también algunos emperadores romanos, gustaba de comprobar disimuladamente cómo marchaban los progresos de su tarea: de vez en cuando sorprendía a la legión de asesores que le acompañaban manifestando su intención de acudir al cine, al que debía entrar una vez había comenzado la proyección. Antes de los créditos, un retrato suyo presidía la película y todos los presentes se ponían en pie rápidamente. En más de una ocasión, Stalin comprobó satisfecho que el encargado de la sala le recomendaba hacer lo propio o asumir las consecuencias de su desobediencia.

Stalin era críptico y ambivalente, pero en su favor hay que decir que lo era con cualquier interlocutor, independientemente de su condición. Nadie se libraba de su cinismo: en una recepción en el Kremlin con Charles de Gaulle, Stalin fue presentando al estadista francés a sus ministros, explicándole, en presencia de los mismos, cuáles eran los objetivos anuales de cada uno de ellos y las correspondientes penas en caso de que no los alcanzaran. El ambiente se estaba volviendo cada vez más irrespirable, hasta que el líder soviético rompió el protocolo proponiendo un brindis por todos los occidentales que creían que era un monstruo y de los que, según él, se había estado riendo toda la noche. De Gaulle declararía un tiempo después que Stalin poseía «un cierto encanto siniestro» y lo cierto es que quizá no exista un modo más atinado de definirle.

Stalin fallecióMargaret Bourke-White 02 en marzo de 1953. Su muerte se relacionó rápidamente con las infinitas intrigas que Occidente imaginaba que componían la política soviética y que la realidad del bloque comunista no parecía capaz de desmentir. Oficialmente, la causa de su defunción fue una apoplejía que sobrevino al georgiano el 28 de febrero, tras una larga noche en compañía de diversos políticos del partido. Al día siguiente, nadie se atrevía a entrar en su habitación, así que pasaron casi veinte horas hasta que recibió algún tipo de asistencia médica. Como suele ocurrir en estos casos, su agonía se alargó varios días. Como tantos otros mandatarios, se le mantuvo con vida (o se dijo que seguía vivo) todo el tiempo que fue necesario para que la relación de fuerzas políticas soviéticas se reorganizara. Fue, por tanto, una muerte pública, acorde con la única faceta de su vida.

Desde entonces, su legado ha perseguido todo el este de Europa y especialmente a Rusia, hasta el punto de que su figura ha abandonado la primera mitad del siglo XX para ser juzgada desde las bondades del mundo que contribuyó a construir. Son muchas las preguntas que hay que hacerse a la hora de valorar su papel en la historia, pero casi todas ellas podrían resumirse del siguiente modo: ¿existían otros medios para alcanzar sus fines?

Hoy en día millones de muertos, muchos soviéticos, apuntalan la idea de que el fin no justifica los medios. La memoria y el legado de Stalin comenzaron a desplomarse meses después de su fallecimiento, cuando, además de sus procedimientos, incluso sus ideales perdieron la Guerra Fría. Sin embargo, cuando lleguen peores tiempos para la paz, la memoria de su figura se redefinirá. Entre el odio irracional y la loa provocativa de sus métodos (y sin caer en el simplismo de afirmar que el término medio representa el equilibrio, ni en modo alguno lo justo) se encuentran estas pequeñas anécdotas de su vida, algunas difícilmente verificables. Todas ellas transmiten el cinismo de un hombre que desapareció bajo su uniforme y se encontró a sí mismo en la misma historia que Hitler y un presidente electo, demócrata, que le lanzó dos bombas atómicas a los japoneses para asustar a su pueblo.

Eran tiempos de estadistas a cuyas mesas llegaban diariamente informes terribles, que administraron tensiones políticas desbordantes y repartían guerra y muerte de forma rápida e inmediata. Tiempos que hoy, afortunadamente, quedan lejos, en esta época de desgracias y venenos diluidos en un sistema y una retórica presuntamente infalibles.

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