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Josephine Baker y el Nuevo Mundo

En 1927, el extraordinario libro de Bill Bryson (como todos los suyos) (valga la contradicción para empezar), el autor que ya nos ha hablado de casi todo demostraba con gran convicción y una avalancha de datos que aquel año supuso el inicio de la modernidad tal y como la entendemos hoy en día. Por eso 1927 sería un lugar magnífico para empezar esta historia, una señal más de las múltiples que hacen de Josephine Baker el símbolo de una nueva era más libre, más diversa y más femenina. Pero, qué le vamos a hacer, el verdadero año culminante de la carrera de Baker se sitúa en 1926, lo que por otra parte tampoco viene mal: hasta en eso Josephine fue una adelantada a su tiempo.

Josephine Baker con firmaPero antes de llegar a esa fecha clave, con Baker ya convertida en la reina de París (es decir, del mundo), echemos un vistazo al camino recorrido. Porque hoy en día la imagen que se tiene de ella (si es que se tiene alguna) es la de una bailarina, digamos exótica, de los años 20, su falda de plátanos y todo eso. Pero Josephine fue mucho más, y desde luego no lo tuvo nada fácil para alcanzar la cumbre. Nacida en San Luis, Misuri, en 1906, vivió una infancia chaplinesca (no falta ni el episodio en el que va al colegio con unos zapatos varias tallas más grandes de lo apropiado), tuvo una parentela que parece en sí misma la definición de familia desestructurada (padre biológico desconocido, el legal desaparecido, y un padrastro que no hacía ningún daño, pero tampoco ningún bien), y padeció un entorno no especialmente seguro para una chica como ella (aunque no la presenció en primera persona, pese a lo que más tarde contaría en alguna de sus cinco autobiografías, la revuelta racial de 1917 en la que murieron entre 40 y 200 personas en su ciudad, tuvo que suponer para ella un impacto que ya nunca podría olvidar). Así las cosas, no es del todo sorprendente que antes de los 15 años Josephine ya se hubiera casado dos veces y hubiera vivido en sus propias carnes experiencias que la mayoría de la gente solo roza a través de los libros o las pantallas.

Lo que sí es casi increíble es que en pocos años Baker pudiera sobreponerse a los obstáculos de una vida tan canalla y acabara convirtiéndose en una de las mayores estrellas del mundo del espectáculo. Ganándose la vida desde antes de llegar a la adolescencia gracias a diversos trabajos domésticos y a su salero en las cosas del baile, Josephine le echaba tanto desparpajo a sus actuaciones (en realidad, no era nada del otro mundo como bailarina, por no hablar de sus escasas dotes para el canto o la interpretación) que en poco tiempo logró hacerse con un nombre en el mundillo e incluso llegó a participar en Shuffle Along, uno de los primeros espectáculos integrados exclusivamente por negros que llegó a representarse en Broadway (espectáculos para blancos en los que era habitual que los artistas negros actuaran con la cara pintada… de negro). Convertida en el centro de todas las miradas, como suele decirse, Josephine eclipsó a sus compañeros de reparto, por seguir con el cliché, y casi de la noche a la mañana llegó a ser la artista más reclamada del circuito de variedades.

Josephine Baker posando

La conquista del mundo

Con este éxito resonante, el siguiente paso estaba cantado (y ahora me deslizo peligrosamente del tópico a la parodia, pero es el tema, qué le vamos a hacer). En 1925, ya casi hemos llegado, Josephine recaló en París, donde la esperaban para ser la nueva estrella de La Revue Nègre (en la que también participaba uno de los fundadores del jazz, el gigantesco clarinetista Sidney Bechet). Se trataba de un montaje que, en pleno auge del arte africano (que ya no se veía como algo primitivo, sino revolucionario), no podía ser más oportuno, y que supuso el punto de partida para su conquista de Europa. Como dijo aquel, «First we take Manhattan, then we take Berlin», y tal cual, Baker ni se despeinó a la hora de encandilar a los alemanes, que antes de la época parda vivían una época de libertad (libertinaje, dirían los pesados de los moralistas) propicia para rendir pleitesía a la suma sacerdotisa negra. Años después, en una nueva gira europea, Josephine viviría en Viena una escena puramente wilderiana: intrigados por todo este revuelo, un grupo de psiconalistas decidió presenciar el espectáculo de la diva, a ver si podían desentrañar el sentido oculto de su éxito. Con Josephine desplegando todo su encanto y sentándose en sus regazos, quizá no alcanzaron a racionalizar el malestar de la cultura, pero se lo pasaron en grande.

Josephine BakerLa Revue Nègre supuso tal suceso que Baker no tardaría mucho en consagrarse en el Folies Bergère, el más importante cabaret del mundo. Como detalla Ean Wood en su biografía, allí Baker llamaría la atención de lo más granado de la intelectualidad de la época, y ojo que estamos hablando de París en los años 20, es decir, una de las mayores acumulaciones de talento de la historia. Max Reinhardt, el más reputado director de escena del momento, se puso a sus pies para lo que quisiera; Jean Cocteau, poeta, agitador y árbitro de la elegancia, no se cansaba de ir a ver su revista y de recomendársela a amigos, conocidos y paseantes; Picasso (al que Baker llamaba Penaszo, no por mala fe, sino por ignorancia) le dedicó un retrato, al igual que otros numerosos artistas menos señalados; Francis Scott Fitzgerald, Eric Maria Remarque y Paul Morand la convirtieron en personaje de sus obras; Alice B. Toklas le dio su nombre a un pastel y Hemingway fantaseó con ella todo lo que quiso. Y si esto quizá a Josephine le agradaba, pero vamos, son cosas de artistas, lo que realmente llenaba su vanidad (y su bolsillo, siempre necesitado debido a sus excéntricos gastos) era que en ese 1926 ya era la persona más fotografiada del mundo y se vendían artículos de todo tipo, desde muñecas hasta productos de belleza, que usaban su imagen como reclamo.

Y todo esto sin que, como he apuntado, Baker tuviera unas habilidades escénicas demasiado desarrolladas, y ni tan siquiera poseyera un gran atractivo físico. Pero lo que no le faltaba, además de su talento innato para hacerse querer y su magnetismo, eran las ganas de mejorar. Así, en lugar de acomodarse en su posición de estrella rutilante, Josephine inició un proceso de refinamiento que la llevó a una nueva dimensión. Aconsejada por su falso marido, el falso conde Pepito, se rodeó de lo más granado de la profesión (incluido el gran coreógrafo Georges Balanchine) y con la aparente facilidad con la que las grandes artistas saben hacer pasar el enorme esfuerzo, Baker se transformó de la salvaje medio desnuda que arrasaba allá por donde pasaba, a la estilizada cantante y bailarina a quien los más exigentes gustos no podían encontrar ningún reparo.

Josephine Baker

Un corazón francés

Los más refinados gustos quizá no, pero los americanos sí. Estrella del music-hall, del cabaret, de la opereta, del cine (fue la primera actriz negra en protagonizar una gran producción), en 1935 Baker sentía que ya estaba preparada para regresar a su país de origen y demostrar que no era una atracción de feria, sino una de las más grandes artistas del momento. En el Ziegfeld Follies lo tenían todo preparado para su apoteosis, reuniendo a un equipo artístico impresionante: Vincente Minnelli como escenógrafo, David Freedman y Moss Hart como dialoguistas, Ira Gershwin y Vernon Duke como letristas y de nuevo Balanchine como coreógrafo. Pero resulta que ahora a los señoritos les parecía que Josephine se había vuelto demasiado fina, demasiado europea o, lo que es todavía peor, francesa. Además, cómo se atrevía esa negra a hacer arte en serio, como si fuera blanca, y encima mejor que la mayoría de ellos.  Así que no es de extrañar que el espectáculo fuera un fracaso total.

Josephine Baker«Pues que en Nueva York actúe San Isidro», dijo Josephine a lo torero. Rompió su pasaporte americano, declaró que su corazón era francés y se volvió a París. Y así damos paso a uno de los momentos más apasionantes de la vida de Baker, que como se ve no estuvo exenta de ellos. Pese a que no era una persona muy comprometida políticamente, y entre sus escasas declaraciones al respecto había alguna memorable metedura de pata, como cuando defendió a Mussolini durante la invasión de Etiopía, las circunstancias personales de Josephine y su defensa de la libertad por delante de cualquier otra consideración hacían inevitable su alineamiento con el frente antifascista en unos momentos en los que era obligatorio tomar partido. Declarada artista decadente por Goebbels (otro honor del que vanagloriarse), casada por aquel entonces con un judío y, por si hace falta recordarlo, perteneciente a una raza inferior ella misma, cuando el Deuxième Bureau, el servicio de inteligencia francés, se puso en contacto con ella para ver si podía echar una mano, Josephine no dudó ni un segundo. Gracias a sus relaciones con la alta sociedad y los extranjeros residentes en París, Baker podía ser una fuente de información de un valor inmenso; lástima que su buena voluntad y su sociabilidad se vieran contrapesados por su nula habilidad para el contraespionaje: cuando le pidieron que identificara a posibles agentes alemanes infiltrados, solo fue capaz de señalar a unos refugiados belgas, que, eso sí, eran altos y rubios.

Pero, como en todo lo que se propuso, Baker consiguió también mejorar en este nuevo aspecto de su carrera y convertirse en una agente cuyo valor siempre sería recordado por los franceses. Si cuando los alemanes llegaron a París supo dar un toque de clase a su evasión escondiendo gasolina en botellas de champán (y llevarse en su coche a unos belgas, que no sé si serían los mismos que había acusado recientemente en falso), tampoco vaciló a la hora de poner en riesgo su propia vida para ayudar a salvar las de otros, como la de Jacques Abtey, su antiguo reclutador para el espionaje galo y más tarde autor de La Guerre secrète de Josephine Baker, donde relataría el heroísmo de nuestra heroína. Josephine usó su fama y su habilidad para las relaciones públicas para facilitar la huida de Abtey, quien gracias a su apoyo pudo ponerse a salvo en Lisboa. Sin duda agradecido, y también consciente por experiencia propia de su valor, puso a Baker en contacto con la Francia Libre del general de Gaulle. Cuando casi todo el mundo miraba para otro lado, nuestra audaz agente se convirtió en una de las primeras integrantes de la Resistencia. Si Arlety, una de las grandes actrices de la época, al ser acusada de colaboracionismo, dejó para la historia su memorable frase «mi corazón es francés, pero mi culo es internacional», Josephine había demostrado tener un corazón más francés (y más valeroso, lo cual no siempre es contradictorio) que muchos de los nacidos en el Hexágono, como sus compañeros de la farándula Maurice Chevalier o Edith Piaf.

Josephine Baker con sus hijos

Hogar y familia

Teniente de las Fuerzas Aéreas francesas y merecedora de la Croix de Guerre por su contribución al esfuerzo de guerra (años más tarde incluso llegaría a ser nombrada Caballero de la Legión de Honor), Baker ya había alcanzado el estado de idolatría en Francia, pero todavía le quedaba la espinita clavada de ser reconocida también en su país de nacimiento. Así que en 1951, mucho más segura de sí misma y confiando en que tras la guerra las cosas habían cambiado, regresó a Estados Unidos. En efecto, al principio la gira parecía ir sobre ruedas: el público ya estaba preparado para aceptar a Josephine y lo que en su estancia anterior habían sido insultos y desprecio, ahora se había convertido en halagos y devoción. Pero no todo había cambiado en la sociedad norteamericana, y Josephine siguió viviendo en su propia piel la discriminación que seguía afectando a su raza.

Su reivindicación constante de la igualdad y su lucha contra el racismo la hacían aparecer como un personaje incómodo, incluso entre muchos de los propios negros, que veían en ella a una arribista para quien era muy cómodo incordiar desde su situación privilegiada. Pero lo cierto es que su actitud también conllevaba graves peligros, tanto personales como profesionales. El punto más dramático llegó cuando se enfrentó al todopoderoso Walter Winchell, el famoso cronista de sociedad, que primero le había prestado su apoyo, pero que cuando Josephine reclamó que se posicionara contra el segregacionismo la tomó con ella acusándola de su insulto favorito: Baker era una comunista llegada de Francia para destruir la democracia americana. A la larga esto supondría el final de Winchell, al que ya era imposible tomarse en serio, pero la consecuencia inmediata fue que Baker tuvo que regresar a París, de nuevo sintiéndose una marginada en su país natal.

Castillo de MilandesAllí le esperaba su castillo de los Milandes, el palacio de fantasía que siempre había soñado y que representaba una especie de parque temático de sí misma. Y es que Josephine también fue pionera en muchos aspectos que han conformado el famoseo actual. Si no es difícil encontrar paralelismos entre los Milandes y el Neverland de Michael Jackson, la otra pasión que ocupó a Baker durante estos años, su familia multicultural, la emparenta con celebridades tipo JoliePitt. Josephine, que había sufrido varios abortos a lo largo de su vida y que tras pasar por una grave enfermedad durante su estancia en el norte de África en el transcurso de la guerra no podía tener hijos propios, decidió demostrar que se podía educar a los niños en la tolerancia y la igualdad, que todos los problemas que convertían al mundo en un sitio lleno de odio y crueldad se debían a una mala crianza. Así nació la tribu arcoíris, formada por doce hijos adoptivos de diferentes razas (y según Josephine, diversas religiones, como si los niños las trajeran incorporadas desde su nacimiento).

Su docena de hijos y sus problemas económicos, que veremos dentro de un momento, no impidieron que Baker siguiera implicada de lleno en su lucha contra el racismo, y en los años 60 volvería a Estados Unidos para involucrarse en la lucha por los derechos civiles. Por supuesto, no se perdió la Marcha sobre Washington, y aunque no actuó, fue la única mujer que dio un discurso (y eso en los prolegómenos, la igualdad de género todavía no era ni considerada). Aquí vemos a Josephine convertida de nuevo en un símbolo, en una de las personas que mejor encarnan el mejor espíritu del siglo, una insumisa dispuesta a darlo todo por las mejores causas. Y también un personaje enormemente simpático: después de escuchar el famoso discurso de Martin Luther King de «yo tengo un sueño», Baker aseguró a sus acompañantes que ella lo habría hecho mejor.

Josephine Baker 01

El presente será pasado

Adorada por todos, recibida por el papa Pio XII, Fidel Castro o Tito, leyenda viva de la música y de la lucha por la igualdad, a finales de los años 60 Josephine estaba en bancarrota. Y eso que tenía multitud de amigos dispuestos a ayudarla, o que cuando recibió varias solicitudes de la Hacienda francesa reclamando que cumpliera con sus deberes tributarios, llamó al por entonces ministro del ramo Giscard d’Estaing para decirle que dejaran de molestarla, que tenía muchos hijos y que no pensaba pagar (y al parecer tuvo éxito). Pero es que, efectivamente, tenía muchos gastos, y sus acreedores no eran tan complacientes como el Tesoro francés. Así que finalmente Josephine fue desahuciada de los Milandes.

Pero esta no es una historia que termine mal, con Josephine descalza, en la calle, mientras llueve sobre la ciudad. Para empezar, allí estaba Grace Kelly para echar una mano. Le sobraba una casa en París, y qué mejor uso que darle que acoger a su amiga Josephine. Tampoco hay espacio para contemplar a una Baker decadente y apartada del mundo. No, Josephine tenía que seguir actuando hasta el final, y así lo hizo. Merece la pena ver los vídeos de esta época, en los que se contempla a una Baker casi septuagenaria moviéndose en el escenario con una fuerza que a muchos en la supuesta plenitud de sus vidas les parecerá inalcanzable. Y sin resultar patética, que casi es más complicado (por cierto, no sé por qué me ha venido a la mente, Mick Jagger estaba presente en una de sus últimas funciones). Con 68 años, Josephine inició el que sería su último espectáculo, un repaso a su carrera en el que ejecutaba doce cambios de vestidos y parecía casi tan fresca como cincuenta años atrás. Pero eso era parte del show: cuatro días después del estreno, Baker entraba en un coma del que ya no saldría. Veinte mil personas acudirían a su funeral. Muchas más siguen sin saber lo que Baker hizo por ellas.

Antonio Rodríguez Vela
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