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Cine y TV

El lejano oeste: relaciones entre la memoria histórica y la ficción fílmica

El cine y la televisión son, junto con la literatura, los principales elementos sustentantes de la llamada memoria ficción, esa suerte de sustrato cultural que cristaliza bajo las sociedades tras los cientos, miles de relatos que proponen su propia visión de la historia. Y es que el pasado solo se puede inspeccionar sin ataduras a través de la especulación, desde una perspectiva que no es solamente útil, sino complementaria a la científica. De la libertad creativa de los autores que se han alimentado del pasado, han surgido infinidad de narraciones que se han convertido en hegemónicas. La ficción fílmica lleva actuando desde su aparición, no solamente sobre el presente, sino también sobre el pasado. Y en ningún sitio lo ha hecho tan intensamente como en la historia de la conquista del lejano oeste.

La ficción fílmica, un cincel que moldea la memoria

La ficción desarrolla una serie de funciones importantes en su relación con la memoria histórica: su condición de vanguardia concede a sus creadores una gran libertad de experimentación en lo referido a la interpretación del pasado; también, su búsqueda de memorias minoritarias o perdidas hace que en muchas ocasiones la literatura y el cine hayan recuperado, y posteriormente divulgado, relatos olvidados. El producto resultante rescata, en primera instancia, una memoria histórica previa; a partir de entonces, sin embargo, el relato inventado alumbra una nueva memoria que surge tras afrontar el pasado a través del tamiz de la ficción. Es muy habitual, además, que tras el éxito de una determinada narración histórica se publiquen diferentes estudios sobre la época que le sirve de contexto, lo que reactiva el debate público en torno a diversas cuestiones relativas al periodo.

Esta serie de efectos que la ficción proyecta sobre la memoria histórica, se apoya en un mismo elemento: su capacidad para deslizar tramas atractivas para los espectadores entre sus componentes históricos. Eso es lo que acaba convirtiendo una cuestión compleja, que a priori podría parecer poco interesante para el gran público, en un rotundo éxito. Desde 1995, la película dirigida por Mel Gibson, Braveheart, ha logrado que millones de espectadores en todo el mundo sepan de la existencia del noble que lideró la insurrección escocesa contra el rey Eduardo I de Inglaterra, a finales del siglo XIII. Sin embargo, dos décadas y miles de reposiciones televisivas después de su estreno, William Wallace se ha instalado en la cultura popular de un modo que solo puede propiciar el cine. Desde su estreno, el éxito de Braveheart ha condicionado la memoria existente sobre la rebelión escocesa transformándola definitivamente: para toda una generación de espectadores, Wallace fue un valeroso guerrero que sacrificó su vida para luchar por la libertad de su pueblo. No hay noticia de ningún otro relato que amenace la hegemonía del filmado por el director y actor australiano hace ya más de veinte años, y aunque en el futuro una versión diferente pretendiese amenazar su posición, tendría muy complicado desarraigar ciertas ideas del imaginario colectivo. Ni siquiera es necesario haber visto una sola película sobre las cruzadas o la Guerra de Vietnam: gran parte de lo que una persona de a pie sabe sobre el pasado, su pasado, está extraído de la memoria fílmica. Incluso, la memoria de ciertos procesos históricos concretos está dominada por una producción que destaca por encima del resto.

En cualquier caso, este proceso es en cierto modo inevitable. Como decíamos, cualquier ficción producida para el cine o la televisión recoge inicialmente una memoria previa, pero las necesidades derivadas de su realización impregnan el relato original de los rasgos particulares de lo fílmico: el casting; la inclusión de escenas que no son relevantes desde un punto de vista histórico, pero calan en la memoria (por ejemplo, una historia de amor en tiempos de guerra); la selección de los planos; el montaje, etc., crean esa memoria nueva que apellidamos fílmica. Los espectadores solo pueden acceder a ella una vez se ha alterado con respecto al relato previo, del que nace y al que pretendía representar.

Para el cine, ha sido extremadamente importante el hecho de que rápidamente varios autores se dieron cuenta de este fenómeno; fue identificado como un lugar de memoria, quizá el más importante de toda la historia contemporánea. Desde su aparición y gracias a lo atractivo y accesible de su formato, ha contribuido a imponer determinadas visiones sobre el pasado; ha creado unos vínculos muy concretos entre el presente y ciertos discursos provenientes del pasado; ha ensalzado unas algunas actitudes y penalizado otras, creando modelos y antimodelos que los espectadores tratamos reflejar o evitar. Por todo ello, se puede concluir que, tímidamente al principio y progresivamente con mayor descaro, el cine arrebató a la novela su tradicional supremacía como moldeadora de la memoria en el plano individual. La atractiva mezcla que surge tras la aplicar la técnica cinematográfica a nuestra fascinación por el pasado, tiene el potencial de lograr que sus contenidos sean asimilados por miles, millones de espectadores.

Y es que todo grupo humano tiende a deformar su pasado para favorecer su cohesión interna, construyendo verdades irrefutables sobre las que asentarse como colectivo. Para lograrlo, nada mejor que una verdad visual, fácilmente evocable, que tiene la capacidad de alcanzar la categoría de inapelable y convertirse en leyenda. Sin duda alguna, el cine ha sido desde su aparición una fuerza legitimadora, que recoge la memoria histórica de los grupos humanos y es capaz de volcarla en una serie de relatos que definen claramente quiénes pertenecen a ella y quiénes no. Ha sido capaz, también, de recuperar relatos históricos olvidados, crear nuevas memorias e incluso suscitar debates historiográficos que en ocasiones han derrumbado los muros de la academia. Y, sin embargo, a pesar de todos los efectos que proyecta sobre la memoria, no importa en exceso que una película deforme más o menos gravemente un proceso histórico. Es su calidad artística, o más precisamente su atractivo para el espectador, lo que dictamina si su reconstrucción resulta verosímil. Eso es lo que permite que la ficción se imponga a la historia.

Si hay un género que ejemplifica el tremendo peso de la ficción fílmica en la memoria histórica, por haber creado un lenguaje propio hasta convertirse en un auténtico mito fundacional para la nación más poderosa del mundo, ese es el western. Entre los elementos asociados por cualquier ser humano a EEUU, reconoceremos en todos los casos varios de los que formaron la columna vertebral del género. En su construcción inicial participaron, no solo algunos de los directores y actores más importantes de la historia del cine, sino varias figuras míticas inseparables de todo lo que tiene que ver con el lejano oeste.

Centauros del Desierto

Cine y televisión: rumiando la conquista del oeste

Indudablemente, la conquista del oeste es una parte importante de la construcción de un Estado tan complejo como el norteamericano, pero resulta llamativo que, a lomos del cine, dicho proceso se impusiera con tanta claridad a otros igualmente decisivos en su configuración. Bien es cierto que, frente a una lucha fratricida como la de la Guerra de Secesión o incluso frente a la propia Guerra de Independencia (no digamos ya frente a la conquista de los derechos de las minorías étnicas), la domesticación del territorio propio ofrece un amplio catálogo de iconos que resulta muy sencillo conectar con el presente.

Varones blancos, maduros, con un profundo sentido de la justicia, pero al mismo tiempo audaces e impulsivos, representan el ansia de libertad y el avance de la civilización en la lucha por la conquista del oeste americano. Las adversidades ya las conocemos: desde la propia naturaleza, hasta las tribus indias que se resisten a abandonar sus tierras, pasando por la violencia generalizada de la frontera. A pesar de las múltiples variaciones que existen, en el relato imperante la lucha del estadounidense contra todos estos elementos queda legitimada y conforma una de las bases más sólidas de la mitología norteamericana. No hubo tanto espacio en la cartelera (y muchísimo menos aún en la memoria de los espectadores), para cuestiones como el genocidio del pueblo indio o la masiva destrucción de ecosistemas: la desaparición de los búfalos, queda eclipsada por la construcción de las vías del tren, ese prodigio de potencia y velocidad que transportó la civilización hasta la costa oeste; la firme voluntad del gobierno de Washington por favorecer el proceso de conquista, por la iniciativa personal de los pioneros. Lo prosaico queda enterrado bajo el poderoso arquetipo del vaquero y la búsqueda de su lugar en la posteridad.

El western ha moldeado la noción que los norteamericanos tienen de sí mismos hasta tal punto, que varias décadas después de su época dorada, las producciones que pueden encuadrarse dentro del género siguen sucediéndose. Aun así, solo si nos fijamos en aquellas que reproducen sus arquetipos y esquemas comenzaremos a entrever la importancia de la memoria fílmica sustentada en el cowboy. El del oeste es, sin lugar a dudas, uno de los relatos que más ha condicionado la construcción de nuevas memorias en las últimas décadas, especialmente en Occidente. Ficciones de todo tipo y condición siguen esforzándose aún hoy por encajar en el molde que la visión hegemónica de la conquista del oeste ha construido.

En este sentido, resulta enormemente interesante acudir al origen, al relato inicial construido en torno a los más famosos integrantes del reparto del mítico oeste norteamericano. Recientemente, la cadena privada AMC ha estrenado en EEUU una serie que rastrea la trayectoria de los grandes iconos del periodo, llevando a la televisión la biografía de los personajes que han protagonizado multitud de libros y, cómo no, películas. Sin embargo, The American West no es estrictamente una ficción, ya que emplea sistemáticamente ciertas estrategias con las que trata de emparentarse con otro género importante en cuanto a su relación con la memoria histórica, el documental, en un maridaje excepcionalmente interesante.

Una filmación documental aspira a ofrecer un relato fiel a la realidad, apoyándose en testimonios directos, imágenes de archivo y cualquier tipo de fuente que resulte relevante. A pesar de que en teoría tiende a evitar ciertas deformaciones, de nuevo la organización de las imágenes y los sonidos, el texto de la narración o las preguntas planteadas en las entrevistas, determinan el discurso de cualquier documental e introducen en él, de forma inevitable, determinados sesgos. Ningún relato construido por el hombre podrá jamás ser totalmente objetivo, pero debemos considerar que, a lo largo de la historia del cine y la televisión, muchos documentales han renunciado abiertamente a esta pretensión. Esto se debe, en buena medida, a que muchos se adentran en el terreno de la política (o colisionan más o menos directamente con ella), algo que siempre dificulta de formas muy diversas el desarrollo de un trabajo imparcial. Pero, aun así, la ficción de objetividad de la que logran rodearse los documentales bien producidos supone un recurso demasiado valioso como para que las luchas en torno a la memoria histórica no se trasladen a este género. Como vemos, en un intento por exprimir las ventajas del atractivo de la ficción y la rigurosidad de la producción documental, surge un género híbrido que se construye desde una estructura cercana al lenguaje histórico, pero dramatiza libremente escenas, personajes y tramas que captan la atención de los espectadores. Probablemente, dicha mezcla es en realidad una antítesis y la incorporación de la ficción desvirtúa dramáticamente el intento de cualquier representación fiel de la realidad. Pero eso no es algo que parezca preocupar en exceso a la serie documental The American West, la última muesca en el revólver del lejano oeste, que ha vuelto a desempolvar su dominio sobre la memoria histórica de una nación.

The American West Main Titles

The American West: sopa de barras y estrellas

El apoyo de Robert Redford al cine independiente es sobradamente conocido. Su labor en este sentido merece todo el respeto: tras la fundación del Instituto y el festival de cine de Sundance, el mítico actor californiano participó en 1996 en la puesta en marcha de un canal de televisión homónimo, integrado en el grupo mediático del que también formaban parte Showtime y NBC. Sin embargo, diversos avatares derivaron en la inclusión del Sundance Channel en el gigante mediático AMC Networks, especializado en la creación de algunas de las series más populares del siglo XXI. Más de dos décadas de trepidante historia mediática en Norteamérica dan para mucho: en 2016, el ya octogenario Robert Redford ejerce como mascarón de proa de la que sigue siendo su propia empresa en The American West, un éxito apoyado en un impactante elenco de estrellas del género western, que recupera la historia de la conquista de la frontera entre 1865 y 1890.

Recupera, más que revisa, porque The American West abraza sin ambages la memoria hegemónica de esa importante parte de la historia de Estados Unidos; incluso, podría decirse, asume reconstruirla directamente desde el relato que proviene del cine. Porque lo cierto es que a estas alturas, millones de espectadores de todo el mundo son incapaces de imaginar la vida de los pioneros sin sus aventuras, sus duelos al sol y sus dramas. Por ello, el relato que nos plantea The American West va haciendo paradas en las biografías de los nombres de leyenda que dieron forma al mito de la frontera y en ningún momento se contraviene el discurso imperante que se ha estructurado en torno a sus populares figuras:

Jesse James encarna el papel del buen bandolero, incapaz de aceptar la victoria del norte en la Guerra de Secesión y asumir el regreso a la vida de civil. Así, ante la asfixiante presencia de tropas federales, opta por atracar bancos y trenes para continuar luchando contra sus enemigos. Solo pretende causarles daño a ellos; las demás víctimas van al cajón de los daños colaterales. Solo una desgraciada sucesión de acontecimientos, en la que no faltan las agresiones desproporcionadas de sus enemigos, le lleva a adentrarse en una oscura senda que desemboca en los asesinatos y el robo más vulgar.

Complementa la visión sobre el forajido sin paliativos la triste historia de Billy el Niño, un ser desposeído que huye al oeste al no encontrar su sitio en la Norteamérica civilizada. The American West hace la semblanza de una persona dura, pero buena, que encuentra su lugar en un rancho y en su propietario a un padre adoptivo. Es el asesinato de su mentor lo que hace que brote la peor parte de Billy, que se entrega con frenesí a un ajuste de cuentas que le devuelve al otro lado de la ley, al que inevitablemente pertenece. Regresa así al robo de ganado y el asesinato de cualquiera que se interponga en su camino, pero, como Jesse James, queda redimido por la maldad de sus adversarios, que no debieron tener una vida tan dura como la de los míticos forajidos del far west porque para ellos nunca hay una excusa. Biógrafos, historiadores y actores que interpretaron a estos dos personajes que se convirtieron en mito en el mismo momento de su muerte, desfilan por la pantalla repitiendo clichés sobradamente conocidos: los forajidos tuvieron la valentía de no resignarse ante su destino; lucharon con las únicas herramientas de las que disponían, su revólver, la violencia, para cambiarlo; se enfrentaron a la injusticia convirtiéndose en jueces, jurados y verdugos. Se enfrentaron, en definitiva, a las peores manifestaciones de su sociedad para preservar la libertad.

En ese relato de continua tensión entre el orden que busca imponer el gobierno federal y la libertad de la vida en la frontera, también encaja, en este siglo XXI, la lucha de los pueblos indios. Ya no representan una verdadera amenaza para la memoria hegemónica, ni para el relato indiscutido de la civilización triunfadora. Por eso ya es posible contar la honorable resistencia encarnada por Caballo Loco y Toro Sentado, asesinados a sangre fría por el hombre blanco cuando ya se habían rendido entrando en las reservas federales. Su derrota fue tan absoluta que resulta posible e incluso necesario dar voz, devolver la palabra, a sus descendientes, que por su propia iniciativa o debido de nuevo al sesgo de la serie, no dudan en destacar (otra vez) la lucha de sus antepasados contra el destino y su honorable resistencia frente a lo inevitable. Así se llega a definir, por cierto, su genocidio, apoyado en la eliminación absoluta del búfalo: «inevitable». Eso es algo con lo que The American West puede trabajar. No hay mención, en cambio, de su sistema económico sostenible o sus costumbres. Aun así, el pequeño resto de la ecuación que le queda a los indios es mucho más que lo que le corresponde a la población negra: medio minuto concedido a regañadientes, dedicado a admitir que, efectivamente, una vez se retiraron las tropas de la Unión de los Estados del sur, la abolición de la esclavitud dejó prácticamente de tener efecto. Siempre es difícil encontrar metraje para cuestiones sin resolver que puedan remover los cimientos del sueño americano.

La incomodidad existente en Norteamérica con respecto a las figuras que no encajan en sus propios mitos, queda especialmente patente con aquellos que deberían ser sus iconos más propios: los miembros más destacados del gobierno y el ejército de los EEUU. El único personaje de todos ellos al que la producción otorga protagonismo es el teniente coronel Custer. Presentado como un militar arrogante, ambicioso y excéntrico, Custer se convierte a lo largo de los primeros capítulos en una figura un tanto incómoda para el gobierno, al gozar de un estatus de héroe de la guerra civil que podría llegar a permitirle rivalizar con las grandes figuras de Washington. The American West acompaña a Custer hasta la famosa batalla de Little Bighorn, donde su impaciencia le costó la vida a él y a doscientos diez hombres del mítico Séptimo de Caballería. Su derrota se representa como un éxito de los indios (que según la serie se encontraban después de años de penurias en la cúspide de su poder), pero sobre todo como un error individual de una persona llena de defectos. Pero recordemos que el arrogante y precipitado general, había sabido manejar su proyección mediática en la prensa hasta el punto de que su desaparición supuso cierto alivio entre determinados sectores políticos. No está mal para alguien a cuyas virtudes The American West da la vuelta constantemente como a un calcetín.

Y es que el cine, y ahora también la televisión, traslada a las pantallas un problema inherente a las democracias occidentales: los votantes (algunos realizadores y todos espectadores) tenemos problemas para asumir la parte de responsabilidad que nos corresponde en todo aquello que sucede a nuestro alrededor. A pesar del mito de la democracia norteamericana, pareciera que ningún elector tuvo nada que ver en la fama de Custer o la ascensión política del gran héroe de la Guerra de Secesión, Ulysses S. Grant. Desde luego, en The American West el presidente de los EEUU tiene poco de prohombre y mucho de mueble bar situado en el despacho oval: Grant pronuncia apenas una decena de palabras a lo largo de los ocho capítulos de la serie y absolutamente todas sus decisiones le vienen sobrevenidas. Tal y como enseña la lógica capitalista actual, la política no puede ser mostrada como el arte de lo posible, sino como la técnica de lo inevitable. Así, Ulysses S. Grant se limita a lamentarse todas y cada una de las veces que no puede hacer el bien; suspira resignado incluso cuando finalmente tiene que romper su palabra y desalojar a los indios de los territorios repletos de oro que él mismo les había entregado. Como los narradores de The American West se encargan de recordar, si no lo hubiera hecho él, habría tenido que hacerlo otro. Es lo que habría ocurrido en un mundo en el que los forajidos y bandoleros del oeste cometían crímenes para mantener un sueño de libertad con todo en contra (y eso es bueno), y en el que el gobierno federal y los empresarios de la costa este, con sus ingentes recursos, se rindieron a la lógica de un sistema que les superaba, pero brindaba prosperidad (y eso también es bueno). Todos ellos, al fin y al cabo, se desenvuelven en una fantasía poblada por buenos y malos que ya no es real, sino que se rige por la imagen que la memoria ha creado de ella. Y quizá quien traspasó esa línea inexistente con más agilidad fue (y es) Wyatt Earp, el marshal que cayó en desgracia y al mismo tiempo conquistó la eternidad en el duelo al sol del O.K. Corral.

Para glosar cómo Wyatt Berry Stapp Earp se hartó de la corrupción de la justicia y optó por matar a una serie de criminales, no alcanzan las estrategias habituales de la serie (utilizar primero prensa, luego fotografías de la época y finalmente envejecer un plano fijo con el que dar inicio a sus dramatizaciones). El tiroteo en el que el justiciero del lejano oeste se pasa al otro lado de la ley está tan incrustado en el ADN estadounidense, que el narrador y varios entrevistados se sienten legitimados para afirmar que aquella mañana, en Tombstone, «podía sentirse que algo iba a suceder». Así funciona la memoria histórica: aunque uno sabe que en los instantes previos a la balacera alguien estaría vaciando su orinal detrás de su cabaña, pensando cualquier cosa menos que aquel día algo especial iba a ocurrir, solo es posible recordar a Wyatt Earp, last man standing, rodeado de cuerpos y con la gabardina llena de agujeros de bala.

La mítica figura de este personaje nacido en Illinois resulta especialmente interesante desde el punto de vista de la memoria histórica; Wyatt Earp no solo está en el fondo del mito del lejano oeste, sino también en su forma: en la última etapa de su vida, después de haber vivido lo que significaba ser un representante de la ley y un forajido, trabajó como asesor técnico en alguna de las primeras películas de vaqueros. En sus últimas escenas, The American West reflexiona sobre la influencia que pudo tener en un joven actor que luego construyó una de las carreras más importantes del western tratando de asemejarse al mito del justiciero de Tombstone: un tal John Wayne.

Resulta evidente que el cine primero, y la televisión después, se han convertido en una enorme máquina que produce y extiende una determinada memoria histórica; la capacidad de los medios audiovisuales para representar imágenes del pasado y dotar a los grupos humanos de elementos comunes con los que identificarse es inigualable. Actualmente, las nuevas plataformas online, con una capacidad asombrosa de generar contenidos, entregan continuamente a los espectadores productos como The american west que influyen en su consideración del pasado. Esto provoca que los efectos sobre la memoria sean no solo cualitativos sino, también, cuantitativos: la avalancha de contenidos multimedia acaba superponiéndose a otras memorias y creando un relato imperante que inconscientemente cala en el espectador. Así, la idea que una sociedad tiene sobre ciertos procesos históricos está totalmente condicionada por las películas (y ahora también series de televisión) que los representan. No sucede solo con el lejano oeste: también con el holocausto, la historia del Imperio romano o incluso periodos históricos completos como la Edad Media. La memoria fílmica es parte de la columna vertebral de la memoria histórica de cualquier sociedad, porque los medios que la producen tienen más fuerza que cualquier otro para transmitir sus relatos. Y ante esta evidencia, tal y como afirma el historiador Marc Ferro, solo cabe tener siempre presente que memoria no equivale a historia:

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