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1990 – Ecce mulier (2)

A, de avtomat, «automático». K, de Kaláshnikov. Y 47, por el año de invención de lo que su propio creador calificó como «un símbolo del genio creador del pueblo ruso». No era ninguna rimbombancia, no era un acto de soberbia: en efecto, probablemente no haya artefacto alguno que capture y condense tan satisfactoriamente lo esencial del Volksgeist ruso como el fusil de asalto inventado por el teniente general Mijaíl Kaláshnikov en 1947, que pasó a ser el fusil estándar del Ejército Rojo dos años después. El AK-47 acabó convirtiéndose en un emancipador de pueblos porque entre sus virtudes no solo cuenta la baratura y la sencillez de su montaje, sino una reciedumbre imposible que lo hace resistir lo mismo a tormentas de arena que a monzones. Durante la guerra de Vietnam, muchos soldados estadounidenses abandonaban el M16 norteamericano y pasaban a utilizar los Kaláshnikov que arrebataban a sus enemigos muertos porque eran más fiables; y todavía ahora los marines acuden a las guerras del Imperio provistos de cargadores de AK-47 debido a lo extendido que continúa estando el uso del arma: se calcula que siguen circulando por el mundo cien millones de Kaláshnikov. Y Rusia, sí, es un poco así, tal como sus sufridos habitantes han ido demostrando sobradamente a lo largo de la historia: gentes sencillas cuya capacidad para resistir (para resistir lo que sea, cuando sea, donde sea) no conoce obsolescencia programada y gentes imbuidas de una conciencia acusada de cierto deber mesiánico para con el mundo.

Rusia, que a diferencia de otros países carece de lema nacional, podría adoptar uno similar al que a Andalucía le acuñó Blas Infante: «Andalucía por sí, para España y la humanidad» (los nacionalistas andaluces reemplazan el «para España» por «para los pueblos»), pero tendría que invertir los términos, porque Rusia siempre ha existido, primero que nada, para la humanidad. Después, para el orbe ortodoxo, sobre el que ejerce desde hace siglos un padrinazgo al que no le es ajeno un interés egoísta, pero que también ha tenido mucho de desinteresado y hasta de contraproducente. Solo después existe Rusia para sí misma, y si el internacionalismo marxista prendió allí con más fuerza y precocidad que en ningún otro sitio, fue porque lo hizo en un humus que venía siendo fértil para ideas de ese tipo por lo menos desde Iván III el Grande, que casándose con Sofía Paleóloga, hija del último emperador bizantino, convirtió a Moscú en heredera de la Constantinopla recién tomada por los turcos; en una Tercera Roma elegida por Dios para redimir a la humanidad.

Dostoyevski y Tolstói consideraban al pueblo ruso la reencarnación colectiva de Jesucristo. Y el AK-47, esa Rusia mínima y portátil, acabó deviniendo en una suerte de cruz. El Kaláshnikov aparece hoy en la bandera de Mozambique y en los escudos de Zimbabue y Timor Oriental, formó parte del de Burkina Faso hasta 1997 y hace también parte del emblema de la organización libanesa Hezbolá. Kalash es un nombre de pila habitual en algunos Estados africanos, consecuencia del desmedido entusiasmo de algunos padres en los años dorados de la descolonización. Y existen incluso monumentos al AK-47: el más grande lo irguió Egipto en la península del Sinaí.

Pero existe toda una tradición de inventos y descubrimientos que acaban volviéndose contra sus creadores, y a Rusia, a la Rusia roja que la Unión Soviética nunca dejó de ser, terminó sucediéndole eso mismo con su AK-47. Cuando la URSS colapsó y la armonía ejemplar que había caracterizado la relación entre sus naciones constituyentes durante décadas estalló por los aires de la noche a la mañana, a vecinos, amigos y parientes no se les ocurrió otra manera de dispararse y asesinarse que con fusiles AK-47.

Fue en una de aquellas guerras donde la fotoperiodista Armineh Johannes, de origen iraní pero afincada en Francia, capturó en 1990 una instantánea que mezclaba a partes iguales lo asombroso, lo sobrecogedor y lo divertido. Johannes se había trasladado a la URSS un año antes justamente para registrar con su cámara la caída del gigante soviético, que ya se oteaba en el horizonte. Y en 1990 se encontraba en Armenia, que había iniciado una guerra con Azerbaiyán por el control del Nagorno-Karabaj, una región asignada a la nueva república azerí pero de mayoría étnica y lingüística armenias y que aspiraba a unirse a la madre patria. Fue concretamente allí, en una pequeña aldea llamada Degh, no lejos de la ciudad de Goris, fronteriza con la república rebelde, donde Johannes se topó a la anciana armenia a la que retrataría defendiendo su casa con un soberbio y reluciente AK-47, y que la haría ser admitida al olimpo de los grandes fotógrafos del siglo XX.

La instantánea es una suerte de acumulación de oxímoros, el tropo lingüístico consistente en maridar dos conceptos aparentemente contradictorios, como silencio atronador, oscuridad luminosa o (según maliciaba Groucho Marx) inteligencia militar. La mujer transmite fragilidad y a la vez fortaleza. Transmite enajenación, y al tiempo una rabiosa cordura. Y transmite no haber agarrado un fusil en su vida, y a la vez llevar toda la vida con uno en las manos. Su gesto, sus manos, su postura, son al mismo tiempo los del niño que agarra una escopeta de juguete y los de un experimentado francotirador. Si alguien intentó finalmente penetrar en su casa, es casi seguro que no lo hizo sin temor.

106-year old Armenian woman guards her home with an AK-47, tituló Johannes la foto, y eso, y el año y el lugar, es todo lo que sabemos de ella. La fotógrafa no se preocupó de registrar ni el nombre de la protagonista ni ningún otro detalle biográfico. Y en la patria de los trabajadores del mundo (que lo era un poquito después de todo: quizás no la vanguardia de la clase obrera mundial, pero sí la retaguardia, como decía Manolo Vázquez Montalbán), las biografías no se contaban solas, como sí sucede en otros lugares en los que la jerarquización social hace más fácil predecir los trazos esenciales de una vida a partir de un puñado de indicadores básicos de clase, género o edad. Con sus horrores totalitarios, con su reverso tenebroso de traición a los ideales que habían animado la revolución de 1917, lo cierto es que, si algún Estado ha sido verdaderamente meritocrático a lo largo de la historia, si algún Estado ha ofrecido las mismas oportunidades a todos los hombres y las mismas a los hombres que a las mujeres, ese ha sido la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Así pues, de la anciana de la foto no hay manera de saber si fue una campesina analfabeta que jamás salió de Degh o una geóloga, una banquera, una jueza o una excombatiente de la Gran Guerra Patria laureada con la medalla de oro de Heroína de la Unión Soviética; aunque es cierto que la edad hace poco probable a priori ese segundo conjunto de posibilidades. La mujer de la foto tenía treinta y tres años en el momento de la revolución, y la gran generación de mujeres soviéticas liberadas fue la de los años diez y veinte, educadas ya desde pequeñas en la idea tristemente revolucionaria de que podían ser lo que quisieran. En la Segunda Guerra Mundial las llegó a haber pilotos de aviación y francotiradoras. De las aviadoras, un soldado nazi escribió en una carta enviada desde el frente que «pelean como gatos salvajes y son absolutamente infrahumanas». Francotiradoras, las hubo tan efectivas como Liudmila Pavlichenko, que abatió a trescientos nueve enemigos y entre ellos a treinta y seis francotiradores enemigos, o Nina Lobkóvskaya, cuyo desempeño comportó al menos ochenta y nueve bajas enemigas.

Sea como fuere, probablemente aquél no fuera el primer fusil que la anciana de la foto agarraba en su vida. De hecho, hay un je ne sais quoi palpitando en la imagen que revela que no lo era. Pero es divertido pensar que sí; que aquella venerable centenaria que tenía edad para haber vivido el holocausto armenio, la Primera Guerra Mundial, el colapso del imperio zarista; la proclamación, en 1918, de la efímera República de la Armenia Montañosa, que tuvo su capital en Goris; la conquista de la región por el Ejército Rojo en 1921; el infierno estalinista, la Segunda Guerra Mundial y toda la Guerra Fría, solo entonces dijera: «Oigan, esto ya es pasarse, hasta aquí hemos llegado».

Es curioso cómo de distintamente se vive la historia dependiendo del país que uno habite. Hay una comparación posible entre la historia y el aire, que puede ser, dependiendo del lugar y el momento, agradable y acondicionado, una ventolera a ratos molesta y a ratos placentera o un huracán tan poderoso e irresistible capaz de volver del revés los relatos biográficos. En esos países que, como decía Churchill de los Balcanes, producen más historia de la que pueden consumir, la gente construye su identidad y el relato de su vida no a partir de hitos individuales sino solo de los colectivos; de la historia grande compartida y no de la de su pequeño mundo familiar y local. Explíquese con un ejemplo: el de Polonia, que pasa por ser el país del mundo en que más fácil es robarle el wifi al vecino, porque es abrumadoramente habitual que la gente utilice como contraseña la fecha «13 de diciembre de 1981» en que las crecientes protestas del sindicato Solidaridad obligaron al gobierno comunista del país a declarar la ley marcial, iniciando un ciclo de movilización que culminaría con la caída del régimen a finales de la década. Si se pide a un polaco que haga un breve resumen de su vida, podrá no contar a qué se dedicaban sus padres, pero nunca dejará de referir dónde estaba y qué hacía cuando Wojciech Jaruzelski apareció por la tele y comenzó a declamar: «Hoy me dirijo a vosotros como soldado y como cabeza del gobierno polaco. Me dirijo a vosotros con respecto a muy importantes cuestiones. Nuestra patria está al filo del abismo…».

Nada se sabe, tampoco, de cuándo y cómo terminaron los días de la anciana de la foto. El final del cuento que siempre es una imagen es en este caso un final abierto. Y lo interesante, lo que da rabia no conocer, no es tanto el cuándo, que al fin y al cabo tuvo que producirse poco después de la foto, porque ciento seis años son muchos años y más en Armenia, donde la esperanza de vida en 1990 era de solo sesenta y siete. Lo que es frustrante no saber es el cómo: ¿falleció la señora de muerte natural, o violenta? ¿La mataron los azeríes o la mató un resfriado? ¿Sobrevivió aquella mujer a todas las grandes guerras y horrores del siglo XX, e incluso al devastador terremoto que destruyó el ochenta por ciento de los pueblos de la región de Syunik en 1931, para morir al final en una absurda guerra casi comarcal? Sea como fuere, hay algo del absurdo de la condición humana en ambas opciones: el absurdo de la guerra constante e irresoluble que la humanidad libra contra sí misma desde el Paleolítico Superior y otro absurdo que también se deja ilustrar bien con una historia que contaron hace tiempo a quien esto está escribiendo. Hubo un marinero de Gijón que había sobrevivido a tres naufragios en alta mar, pero falleció una noche que paseaba a su perro por el puerto de El Musel y se asomó demasiado imprudentemente al borde de un pantalán. El hombre resbaló, cayó al agua y se ahogó, porque no sabía nadar.

La foto de Johannes se convirtió rápidamente en un ícono patriótico en la joven República de Armenia, cuyo himno, Mer Hayrenik («Nuestra nación»), termina con un verso que proclama: «Bendito aquél que muere por la libertad de su nación»; aunque es probable que la anciana no agarrara aquel fusil movida por ningún fervor patriótico, sino resuelta a defender las alubias que estaba desgranando y que aparecen amontonadas detrás de ella: si algo nos enseñó Guillermo de Occam es que todo es siempre mucho más prosaico de lo que parece. Tampoco sabemos, es cierto, si la anciana estaba desgranando sus alubias cuando la sorprendió la enésima guerra de su vida o si se puso a desgranarlas despreocupadamente ya después de su estallido y en medio de su fragor, convertida en uno de esos ruiseñores miguelhernandianos capaces de cantar encima de los fusiles y en medio de las batallas o en la columna oscilante de Gavazan: un pilar exento que, erecto en el atrio del monasterio de Tatev, sito también en la región de Syunik, fue construido en el siglo IX de tal manera que se moviese perceptiblemente con los terremotos e incluso movimientos cercanos de tropas, avisando así a los frailes del peligro, pero nunca se cayese.

Pablo Batalla Cueto
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2 comentarios

  1. El genocidio Armenio fue la matanza de más de un millón de cristianos promovida por una élite de judíos étnicos (no religiosos). Fue continuada en Rusia por la revolución Bolchevique, en la que también judíos étnicos (no religiosos) instigaron la masacre de cristianos y judíos. De ahí pasó a Europa del Este, donde los judíos soviéticos llevaron a cabo uno de los mayores genocidios conocidos, el Holodomor; y llegando posteriormente hasta Alemania, donde los soviets judíos se infiltraron en el poder y llevaron a cabo asesinatos sistemáticos de políticos opositores, tal y como ya habían hecho antes en Polonia y Ucrania como antesala de sus matanzas generalizadas de la población.

    Estos asesinatos planificados, junto con su abultado historial de genocidios, son los que precipitan la llamada «noche de los cristales rotos», y la aupada de Hitler al poder. No se puede entender la II Guerra Mundial sin esta información, porque entonces no se entiende contra qué luchaba el eje. Es cuando se acaba la guerra cuando Patton se da cuenta del engaño y célebremente anuncia que «combatimos al enemigo equivocado».

    En sus cartas a su esposa Beatrice narra lo siguiente:

    «21 July 1945
    Berlin gave me the blues. We have destroyed what could have been a good race and we about to replace them with Mongolian savages. And all Europe will be communist.
    It’s said that for the first week after they took it, all women who ran were shot and those who did not were raped. I could have taken it had I been allowed.
    31 August 1945
    The stuff in the papers about fraternization is all wet… All that sort of writing is done by Jews to get revenge. Actually the Germans are the only decent people left in Europe. It’s a choice between them and the Russians. I prefer the Germans.»

    Europa del Este cayó y fue esclavizada, masacrada y explotada vilmente por la Unión Soviética, que llevó a cabo estrategias de terror y colonización, usando el reemplazo poblacional para subyugarlas. Cuando la Unión Soviética se desintegra por la inviabilidad del Comunismo, estas poblaciones esclavizadas y oprimidas se levantan en armas y llevan a cabo su particular reconquista, expulsando a los esclavistas rusos judíos y prohibiendo su ideología comunista a perpetuidad.

    Por eso esta anciana va armada con un Kaláshnikov, porque en Armenia el pueblo se ha levantado en armas contra sus opresores, los judíos comunistas soviéticos.

    La periodista, iraní de nacimiento (concretamente de Teherán), tuvo que afincarse en Francia. ¿Qué le llevó a ello? Pues la revolución Iraní de 1979.

    La biblioteca virtual judía comenta que:
    «the country was secularized and oriented toward the West. This greatly benefited the Jews, who were emancipated and played an important role in the economy and in cultural life. On the eve of the Islamic Revolution in 1979, 80,000 Jews lived in Iran.»

    Esto es lo que dice la wikipedia sobre la Historia de los Judíos en Iran:

    «In order to fight the growing racial antisemitism among the Iranian population, many Jews joined the Tudeh party and advocated for communism. Even though Jews comprised less than 2 percent of Iranian population, almost fifty percent of the members of the Tudeh party were Jewish. Tudeh party was the only party among the Iranian political parties that accepted Jews with open arms. Most writers for publications of the Tudeh party were Jewish. Furthermore, many Iranian Jews viewed communism as a Jewish movement since many leading members of the communist revolution in Russia were Jewish and were looked upon favorably by Persian Jews.»
    […]
    «During the Islamic Revolution, many of the Iranian Jews, especially wealthy Jewish leaders in Tehran and many Jewish villages surrounding Esfahan and Kerman, left the country. In late 1979s, the people who left was estimated at 50,000–90,000.»

    ¿De dónde vino esta minoría judía? Pues de la llamada invasión Inglesa-Soviética de Irán en 1941-1945, para apoderarse de sus pozos de petróleo y forrarse como sólo puede forrarse un dirigente comunista. Esta minoría judía invasora se convirtió en la élite política, y oprimió y exprimió al pueblo iraní hasta que estos se alzaron contra ellos y los echaron A TODOS.

    ¿Qué motivación impele a esta periodista iraní a viajar precisamente a Armenia y fotografiar estas personas? Pues el nexo en común en ambos casos es la expulsión de la élite comunista judía que esclavizaba a la población, hecho significativo que conllevó el exilio de esta periodista a Francia, trastocando profundamente su vida acomodada, traumatizándola, y llevándola a plasmarla en fotografía al verla repetirse otra vez.

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