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Divulgación

Mark Bray y las enseñanzas de la historia del antifascismo

La política occidental vive un momento singular. Por primera vez en décadas, la democracia liberal está dejando que el discurso público filtre hacia las instituciones ciertas ideas que sin duda seguían vivas, pero que permanecían latentes. Ideas que en otras latitudes nunca han dejado de ser de uso común, pero de las que los países más desarrollados, singularmente los europeos, procuraban distanciarse. En pleno debate sobre los motivos de su reaparición, Capitán Swing trae hasta España el último trabajo de Mark Bray. Antifa. El manual antifascista deja en segundo plano las discusiones semánticas con una propuesta clara: la extrema derecha es la antesala del fascismo; en la historia de la lucha contra el discurso del odio, encontraremos algunas claves políticas para el presente.

Desde luego, nadie podrá decir que Mark Bray ha especulado con su último libro. El pedagogo e historiador norteamericano, especializado en terrorismo, radicalismo político y derechos humanos, deja claro cuál es el enfoque de su trabajo desde el título de su cubierta: pretende trascender el mero análisis del fascismo y el antifascismo; tomar partido, «orgulloso de hacerlo», transmitiendo el bagaje de casi un siglo de lucha contra la sinrazón a las nuevas generaciones. Es una propuesta basada en el hecho de que, en su opinión, van a necesitarlo.

Su primera tarea, en cualquier caso, es delimitar la principal categoría con la que construye su texto. El antifascismo de su esquema teórico funciona como un sujeto que se puede predicar de distintas formas y en el que han existido, existen y existirán diferentes corrientes internas que, no obstante y sorteando la tendencia de otros movimientos de la izquierda, históricamente han sabido crear una síntesis. Bray establece un primer sustrato antifascista, quizá el más conocido, en el activismo que propone enfrentar el fascismo en todos los casos; en todos los terrenos, momentos y condiciones, incorporando a sus estrategias la acción directa. A su lado, y no tanto frente a él, se sitúa la corriente que mantiene la confrontación dentro del terreno de la legalidad. Entre ambas encontraríamos el consenso que durante décadas impidió el progreso y la reorganización de la extrema derecha; la construcción de un bloque popular transversal que debe funcionar como dique de contención frente al radicalismo.

Para ello, el antifascismo ha tratado de mantener en buenas condiciones el puente que le une a la época de la historia que legitimó para siempre su existencia, la comprendida entre el periodo de Entreguerras y el final de la Segunda Guerra Mundial. En el recuerdo constante de nuestro pasado, busca reconectarnos a una tradición antiautoritaria que señala al fascismo en general y el nazismo en particular como las peores expresiones de una pulsión contra la que merece la pena luchar. En la búsqueda de otras manifestaciones de la misma, el antifascismo y el propio Mark Bray bucean en el siglo XX para vigilar nuestro presente y reconocer lo que podría ser la antesala de un nuevo capítulo de nuestra historia que debe ser evitado.

Los cimientos del movimiento: el antifascismo clásico

Como el propio movimiento antifascista, Bray no escatima esfuerzos a la hora de contextualizar el surgimiento de la extrema derecha contemporánea, auténtico y único motor de su objeto de estudio. A grandes rasgos, persigue la estela de Hobsbawm al afirmar que el liberalismo se vio en la necesidad de crear un correlato conservador para enfrentarlo al nacionalismo republicano, durante mucho tiempo patrimonio exclusivo de la izquierda. Ya en tiempos de Napoleón III y Bismarck se esboza lo que más tarde serán los primeros elementos de un Estado del bienestar salpicado de leyes antisocialistas. Fue el primer paso de un proceso que, a través del sufragio universal y las primeras campañas electorales modernas, acercó al nacionalismo hasta el terreno de los conservadores para permitirles pescar en el caladero de las clases populares. Según esta tesis, las élites capitalistas accedieron a ellas a través de palancas como, por ejemplo, el antisemitismo.

El poder que el nacionalismo demostró en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial fue para la izquierda un trauma histórico. El internacionalismo había fracasado y el divorcio del socialismo y el comunismo pareció inevitable. Ni siquiera el conocimiento público de las desgracias de la guerra frenó el proceso: en la Europa de Entreguerras, la burguesía industrial comenzó a financiar a los partidos de extrema derecha que, apoyados de nuevo en el nacionalismo, se propusieron frenar el marxismo: en Italia, Mussolini empleó expresiones como «sindicalismo nacionalista» con el objetivo de movilizar a las clases populares. La inversión de sus patrocinadores funcionó: había nacido el camino que llevaba el malestar de los trabajadores hacia el altar de la patria. Corría el año 1919 y, tras la aparición del fascismo, nacían inmediatamente los Arditi del Popolo antifascistas. Su símbolo era una calavera rodeada por una corona de laurel, con un puñal entre los dientes. Fueron inmediatamente al exilio y tuvieron que esperar para regresar a su país hasta la liberación de la península durante la Segunda Guerra Mundial, pero prendieron la llama antifascista.

El grupo antifascista Arditi del popolo

Mientras tanto, algo estaba sucediendo en Alemania. En la recién creada República de Weimar los partidos políticos competían por unir a sus filas a los miles de excombatientes frustrados por el final de la Gran Guerra. Para hacerse una idea del alcance del fenómeno, un tanto olvidado por la eclosión casi inmediata del nazismo, la asociación de soldados veteranos del Partido Socialdemócrata alemán rozaba el millón de inscritos. Sin embargo, la más importante fue la más reaccionaria de todas: la Sturmabteilung (SA) del todavía pequeño partido de Afolf Hitler, un austriaco que no aportó nada nuevo a la ultraderecha alemana, pero supo modernizar todos sus elementos copiando y mejorando las tentativas del fascismo italiano. Mientras se organizaba, socialistas y comunistas peleaban entre sí; desde la URSS llegaba la idea de que la socialdemocracia era la zanahoria y la extrema derecha el palo. Para el Kremlin, pactar con la una significaba, por tanto, blanquear a la otra.

Entre 1930 y 1932 murieron en diversos enfrentamientos ciento cuarenta y tres miembros del Partido Nazi y ciento setenta y uno del Comunista; pero, mientras los unos salían reforzados por la violencia, la división de la izquierda debilitaba a sus adversarios. Los socialistas más jóvenes quisieron implicar a su partido, pero fueron despreciados por unos dirigentes demasiado alejados de la realidad. Para 1933, cuando finalmente decidieron afrontar la situación, comenzaron a tratar a los nazis como una amenaza real y concurrieron a las elecciones con un lema que decía: «¡Aplasta a Hitler!». Poco después, Hindemburg le llamaba para formar gobierno y el dictador enviaba a toda la oposición a la clandestinidad. Es una historia tan desgraciada como conocida; por ello, en ocasiones  olvidamos que, casi al mismo tiempo, la izquierda británica aplastó a la Unión Británica de Fascistas (BUF).

Oswald Mosley sabía bien a qué se enfrentaba cuando se propuso plantar en las islas la semilla del discurso del odio: en los comienzos de su carrera política había tenido que ser rescatado de un mitin celebrado en Glasgow, tras acabar rodeado por varias decenas de comunistas y miembros del Partido Laborista que irrumpieron en el acto y amenazaban con lincharle. En 1934, mientras Hitler comenzaba sus purgas, ciento veinte mil personas entre comunistas, socialistas, anarquistas, laboristas, judíos e irlandeses sin mayor adscripción política aplastaron un acto que había reunido a unos dos mil camisas negras en Hyde Park. Estaba naciendo la estrategia del Frente Popular.

Batalla de Cable Street

Mosley hizo un último intento en el East End londinense en octubre del 36. Bajo el grito de «no pasarán», llegado desde España, de nuevo más de cien mil antifascistas se reunieron con horas de antelación en el lugar en el que debía celebrarse un mitin que, a la postre, supuso el definitivo entierro del fascismo en Inglaterra. Una lluvia de piedras y baldes llenos de orina recibió a los fascistas. Los manifestantes hicieron rodar canicas por el suelo, impidiendo las cargas policiales. Cuando las fuerzas del orden se reagruparon, varias explosiones convencieron a los organizadores de que no merecía la pena arriesgar su vida para conseguir una tribuna desde la que predicar su radicalismo. Fue la famosa Batalla de Cable Street, última y definitiva derrota del fascismo británico.

No obstante, como sabemos, la democracia inglesa demostró en aquel momento una estabilidad de la que no gozaban muchas otras. Una estabilidad que los británicos no contribuyeron a exportar al continente. Así, si en Alemania e Italia tuvieron que esperar a la guerra para superar el fascismo, en España el franquismo superaría la posguerra hasta lograr perpetuarse en el tiempo. Bray, no podía ser de otro modo, otorga a las Brigadas Internacionales la importancia que realmente merecen en la historia del antifascismo. Los más de treinta mil extranjeros que vinieron a la Península para luchar y morir por la República son en cierto modo los grandes mártires del movimiento. Pero su heroísmo no debería hacernos olvidar lo trágico de su desenlace: a las democracias europeas no les importó en absoluto que antifascistas de medio mundo quisieran venir a morir en España. Tampoco debemos olvidar que la ayuda soviética no fue tan desinteresada como cabría esperar. La República no resistió hasta que finalmente el viejo continente estuvo en juego y llegó el momento de armar un consenso antifascista que diera cobijo a todos los enemigos de la barbarie. Un consenso que se mantuvo vigilante a lo largo de buena parte de la segunda mitad del siglo XX, porque España había demostrado al mundo lo que estaba en juego con la división: la libertad.

La madurez antifascista

En opinión de Mark Bray, la unidad antifascista alcanzada tras la Segunda Guerra Mundial duró poco: el mito del proceso de desnazificación de Europa esconde que, incluso antes de la eclosión de la Guerra Fría, grupos de excombatientes británicos y judíos se organizaron para perseguir nazis dada la pasividad de las autoridades en la lucha contra el fascismo. Colectivos como el Grupo 43 contribuyeron a fijar el camino de la época dorada del antifascismo porque decidieron admitir a cualquiera que quisiera enfrentarse a quienes habían llevado a la civilización occidental al borde del colapso.

El Grupo 43

El fascismo pasó a la clandestinidad en toda Europa, dispuesto a mudar de piel para subsistir y mantener una esencia que siempre tuvo que ver más con los fines que con los medios. La extrema derecha nunca tiene reparos en renunciar a su nombre y sus consignas estrella cuando le conviene. En pleno 2019, con América pendiente de Trump y Europa del Brexit, no deja de ser interesante recordar el camino que tomaron los camisas negras de Mosley. Ante el derrumbe del concepto fascista enarbolaron la lucha contra la inmigración masiva y crearon un nuevo lema: «Keep Britain White».

Sin embargo, tras dos décadas de trabajo soterrado, algunos de sus mensajes reaparecieron entre la clase trabajadora inglesa. Fue poco después de que Martin Luther King pagara con la vida su lucha por los derechos civiles e inmediatamente antes de que una parte de los jóvenes británicos empezara a raparse la cabeza. Tras Inglaterra, como tantas otras veces, Francia y el resto del continente. En ese orden. El Frente Nacional francés que eclosionará en los ochenta hunde sus raíces en varios partidos que recogieron los restos del fascismo francés durante los años 50 para integrarlos en el movimiento antiinmigración galo a lo largo de la década de los 70.

No obstante, la primera aparición de la ultraderecha tras la guerra provocó una reacción sin paliativos del antifascismo europeo: decenas de locales de la extrema derecha empezaron a saltar por los aires en media Europa, mientras las organizaciones antifascistas se llenaban de feministas, ocupas y activistas contra la proliferación nuclear. Entre todos empezaron a tejer una red informal que los puso a todos en contacto, transmitiendo por todo el continente sus estrategias. Publicaciones y fanzines decorados con banderas rojinegras comenzaron a recorrer Europa. El rojo simbolizaba el comunismo; el negro, el anarquismo y la autonomía personal. Los distintos símbolos que los acompañaban, colocados de derecha a izquierda, indicando el camino a seguir por su movimiento, significaban algo más que la suma de todas las partes: había nacido la bandera antifascista.

El reloj de la historia, sin embargo, había comenzado a darse poco a poco la vuelta. La URSS había sido un enemigo formidable, pero ante su crisis y próxima desaparición, los neoconservadores preparaban un contraataque con tremendas implicaciones sociales y económicas. Entre otras consecuencias, la violencia de la ultraderecha pronto volvería a aparecer como simple vandalismo, desprovisto de cualquier intencionalidad política; la acción directa impulsada contra ella desde posiciones antagónicas empezaría a ser percibida como un radicalismo equiparable al de la extrema derecha. Poco después ya se había convertido en una persecución política de grupos que los medios presentaban como simples gamberros. Primero fueron unos cuantos locales; después, los estadios de fútbol de media Europa. Cuando despertamos, el dinosaurio estaba de nuevo aquí, entre nosotros. Solo era cuestión de tiempo que la extrema derecha se reorganizara. El comienzo del nuevo siglo le brindó la ocasión perfecta para emplear los medios de comunicación de masas y las redes sociales para inflamar una sociedad en crisis.

Fascistas de corbata y antifascismo en el siglo XXI

15 de septiembre de 2008. El mundo observa con preocupación cómo los trabajadores de Lehman Brothers abandonan la sede de su empresa. Uno de los mayores bancos de inversión del mundo acaba de quebrar, dando inicio a la crisis económica más importante desde la de 1929. La que dio alas al fascismo. Desde entonces, varios conflictos han provocado el desplazamiento de millones de refugiados provenientes de Oriente Medio. Se unieron a una migración estructural creciente, en el contexto de la globalización económica que deslocaliza desde hace décadas empresas occidentales hacia países de mano de obra barata. De algunos de ellos provenían los terroristas que han cometido atentados en Europa durante las dos primeras décadas del siglo XXI. Terreno abonado para la extrema derecha.

UKIP, Lega Nord, Amanecer Dorado, Frente Nacional, Doland Trump, Alternativa por Alemania, Vox… En realidad, son viejos conocidos que comparten fobias e incluso algunas filias: todos ellos aspiran a reanimar una nación que sienten histórica, importante; una nación cuya grandeza garantizan recuperar. Incluso resulta sencillo comprender el efecto de arrastre que están generando en el panorama político actual, radicalizando a partidos moderados que aceptan jugar dentro de sus coordenadas por diversos motivos. Inexplicablemente, olvidamos el trasfondo que tan obvio aparece al estudiar el periodo de Entreguerras: ante la necesidad de una reacción frente a la crisis, la extrema derecha propone medidas paliativas de tipo populista, pero preserva el modelo socioeconómico. Quienes se sitúen fuera de los límites de su discurso se arriesgan a terminar en la trituradora de la opinión pública.

Frente a esta deriva, el antifascismo trata de librarse de la censura mediática que le impide enfrentarse al ascenso de ciertas ideas que, hasta hace no mucho, habrían sido absolutamente inaceptables. Además, la progresiva legitimación de estos movimientos a través de las urnas, desarticula la estrategia antifascista de oposición frontal a la celebración de actos que sirvan de altavoz a la extrema derecha. Llegados a este punto, Mark Bray desempolva el estudio del antifascismo cotidiano, una actitud de resistencia diaria frente al discurso del odio que los países de Occidente parecen haber olvidado.

El presente continuo antifascista: las estrategias de la lucha

Resulta significativo que la Alt-right, la autodenominada Derecha alternativa estadounidense, alcanzase su masa crítica durante la presidencia de Barack Obama. En pleno auge de una retórica progresista vacía de contenido, el movimiento de la extrema derecha norteamericana presentó una importante novedad: su nuevo fuerte quedó establecido en Internet, principalmente en canales de Reddit y 4chan, el foro más importante de la red de redes. El fenómeno se globalizó: en España ForoCoches jugó un papel similar. Los ideólogos del movimiento eran creativos e ingeniosos, pero también expertos en el uso de las nuevas tecnologías. Con ellas cincelaron a conciencia un discurso que les convertía en víctimas para justificar el empleo de consignas propias de verdugos; se propusieron usarlas para alcanzar el poder y acabar desde él con lo que consideran la dictadura de la diversidad y lo políticamente correcto. Ahí fue donde encontraron un depósito de gasolina dispuesto a estallar con la cerilla del extremismo. Una gran parte del electorado compartía sus quejas, de modo que la mitad del trabajo estaba hecho. Solo les hacía falta convencer a los votantes de dar una oportunidad a sus posibles soluciones. Entre ellas, por supuesto, la indisimulada pulsión autoritaria de la extrema derecha.

A lo largo de la última década han extendido sus tentáculos a través de comunidades culturales norteamericanas predominantemente blancas, desde las que fueron penetrando de forma natural en el resto del mundo civilizado. Fueron, son y serán las llamadas Guerras Culturales, los conflictos que han propiciado episodios aparentemente dispares como el gamergate o el Brexit. Nos jugamos mucho en que los libros de texto del futuro relacionen estos eventos y cuenten cómo se libraron las batallas en los frentes de Netflix, Facebook, YouTube y Hollywood.

Sin embargo, mientras los Aliados que algún día se situarán frente al supremacismo siguen discutiendo qué hacer para luchar contra la postverdad, Trump lleva un par de años en la Casa Blanca y quien fuera su principal asesor, el infame Steve Bannon, ha cruzado el charco con una muesca en su revólver para vender sus consejos al primer ministro húngaro, Viktor Orbán. Juntos están tratando de implementar una alianza de partidos de extrema derecha en toda Europa; en muchos países tienen varios candidatos entre los que elegir.

Steve Bannon junto a Marine Le Pen

Llegados a este punto, deberíamos hacer una reflexión sobre la mofa general con la que todos despachamos el éxito del populismo de Silvio Berlusconi hace más de una década. Políticos como Il cavaliere o Jean-Marie Le Pen aparecen ahora como precursoras del proceso que ha encumbrado a figuras como Salvini, capaz de canibalizar todo un gobierno desde su ministerio, y partidos como el nuevo Frente Nacional francés, cada vez más cerca del Elíseo. No obstante, el mundo anglosajón en general y EEUU en particular siguen siendo los grandes faros de Occidente, y por ello los grandes catalizadores del proceso han sido el referéndum del Brexit y la victoria de Donald Trump.

Mientras el mundo consumía la toma de posesión del nuevo presidente norteamericano, que pronto engrasó su mandato probando sus juguetes nuevos con un bombardo sobre Siria, los hospitales norteamericanos registraban un aumento de los ingresos por incidentes relacionados con la violencia política. La mayoría de los altercados fueron provocados por radicales que salían por primera vez en mucho tiempo de su cueva; a pesar de ello, el suceso que llamó la atención de los medios estuvo protagonizado por un joven antifascista que vestido completamente de negro atacó a Richard Spencer, popular portavoz del supremacismo blanco norteamericano, en plena comparecencia frente a los medios. La red reaccionó como suele, bautizando la escena como el derechazo alternativo y los medios progresistas abrieron el debate sobre la impunidad del nuevo discurso del odio y la legitimidad de la acción directa para intentar detenerlo.

La evolución política del siglo XXI y la cobertura mediática de episodios como este revelan que ciertos métodos del antifascismo, antes comúnmente aceptados, se han vuelto incómodos para nuestra sociedad. Continuamente se nos plantea el siguiente dilema: ¿es legítimo apoyar un movimiento que emplea la acción directa para frenar el discurso del odio? Sucede, como tantas otras veces, que la premisa de la pregunta es excesivamente simplista. La historia del antifascismo demuestra que existe un activismo para cada persona enfrentada al radicalismo: desde los voluntarios que acudieron a Oriente Medio para luchar contra el fundamentalismo islámico hasta el propio Mark Bray, divulgador de la historia antifascista; desde las iniciativas institucionales que han tratado de rescatar los fondos de los estadios de fútbol de la dictadura de los ultras, hasta quienes denuncian bulos en las redes sociales, todos estamos en condiciones de adquirir y difundir comportamientos que harán las veces de cortafuegos frente al radicalismo. El hecho de manejar unas coordenadas ideológicas distintas no debería impedir que encontremos cobijo en un antifascismo amplio.

En este sentido, resulta clave recordar que la equidistancia entre el fascismo y el movimiento que se enfrenta a él es una falacia, puesto que no configuran extremos opuestos. Este es un pleito clave en la erosión del consenso antifascista, porque extiende su influencia hacia el debate en torno a la libertad de expresión, uno de los últimos baluartes del liderazgo occidental en el mundo. La polémica esconde una realidad compleja porque, en realidad, la mayoría de los Estados occidentales prohíben expresar numerosas ideas que consideran contrarias al interés común. Hasta hace poco tiempo, de hecho, el catálogo de lo innombrable incluía sin ningún género de dudas muchas consignas de la extrema derecha que diariamente están siendo progresivamente legitimadas ante nuestros ojos, con luz y taquígrafos. Quedaban fuera del ámbito de la libertad de expresión precisamente para preservarla, porque la sociedad aún recordaba que la extrema derecha pretende instrumentalizarla para ganar cuota mediática y, más tarde, acaba con ella.

Cabe recordar, también, que históricamente el antifascismo no propone tanto erradicar la existencia de la extrema derecha como organizarse frente a su presencia pública. Es lo que en el seno del movimiento se conoce como la estrategia de negación de tribunas públicas. El antifascismo, que no es una corriente precisamente hipócrita, no niega que ello suponga la suspensión de la libertad de expresión de alguno de los miembros de la sociedad; a pesar de ello, asume una renuncia en un intento por frenar el avance del odio, del mismo modo que en otros ámbitos el mercado, el nacionalismo o el tradicionalismo se movilizan para hacer lo propio en base a sus propios intereses. El objetivo último es evitar que el radicalismo se abra un hueco en el discurso hegemónico, porque el siguiente paso de su plan es decidir unilateralmente quién puede expresarse, quién conserva sus derechos y quién acumula todavía más privilegios; se pretende evitar, en definitiva, que la extrema derecha alcance uno de sus objetivos históricos: la suplantación del Estado a través de imposiciones morales y exclusiones identitarias.

Aunque dentro del movimiento antifascista pervive el debate sobre la idoneidad de la negación de tribunas a la extrema derecha, comúnmente se sobreentiende que la posible oleada de solidaridad que se desate ante esta violación de la libertad de expresión queda amortizada en el largo plazo. Eso fue lo que sucedió en la Inglaterra de Entreguerras, una vez se normalizó que, frente a cada manifestación fascista, se convocaba un acto de resistencia. Para el antifascismo eso siempre será mejor que permitir olvidar a la sociedad que las ideas de la extrema derecha conducen a la barbarie. No obstante, y ante la creciente complejidad de la situación política actual, el antifascismo se muestra consciente de que el nivel de violencia (directa o indirecta) que resulta tolerable por parte de las sociedades varía rápidamente. Y eso influye de forma clara sobre su capacidad para ganar y perder simpatías.

Esa conciencia está haciendo que ciertas estrategias tradicionales estén adaptándose, como la propia extrema derecha, a los tiempos que corren. En el pasado era muy habitual cantar La internacional junto a los mítines fascistas; hoy en día, son más comunes los conciertos como el que tuvo lugar el pasado mes de noviembre en Alsasua, o el bombardeo masivo con mensajes que sepulten los bulos de la extrema derecha en las redes sociales. En paralelo, subsisten otras estrategias tradicionales como la peligrosísima infiltración en el seno de los grupos neonazis y las colectas para la financiación de programas de desintoxicación de jóvenes fascistas. Lo cierto es que, aunque las noticias solo hablen del crimen organizado o las mafias sudamericanas, prácticamente todas las grandes ciudades europeas tienen centros de rehabilitación que ayudan a antiguos miembros de colectivos ultras a salir del clima de violencia en el que se ven inmersos.

Como vemos, aunque su nombre haya ido quedando proscrito, existen multitud de espacios públicos defendidos por el antifascismo. Quizá el caso reciente más paradigmático ha sido el de los Campos Elíseos durante las recientes manifestaciones de los Chalecos amarillos en París. Después de que Marine LePen apoyara su convocatoria a través de las redes sociales, decenas de cabezas rapadas acudieron al centro de la capital francesa dispuestos a capitalizar en favor del Frente Nacional un descontento popular y transversal que, hasta entonces, no había tenido más color político que el amarillo. Las imágenes del grupo de antifascistas que impidió el secuestro de la manifestación al grito de «¡París antifa!» están aquí para quien quiera verlas. Sin duda, el propio movimiento antifascista es consciente de que una buena parte de su sociedad está muy lejos de apoyar este tipo de acciones; pero, desde su óptica, no lograr dar la vuelta a esta situación podría equivaler a que las democracias continúen precipitándose hacia el precipicio. Si hay algo que teme el antifascismo es tener razón y que la sociedad se la dé demasiado tarde.

Las lecciones del antifascismo

Establecer las líneas que separan a la derecha de la extrema derecha, y a esta del fascismo, está provocando encendidos debates en el seno de nuestra sociedad. Parece evidente que una buena parte de la ciudadanía occidental vuelve a estar en condiciones de conectar a través del nacionalismo y su hartazgo con un programa político reaccionario peligroso para las minorías. Muchos votantes afirman no sentirse representados por la extrema derecha, pero forman sus cimientos electorales: apoyando el regreso al debate público de ideas y opiniones que hasta hace poco tiempo tenían un altísimo coste electoral, el programa de la extrema derecha reaparece como posible, realizable e incluso legítimo. Ante este panorama, el antifascismo cotidiano debe seguir señalando las contradicciones internas de un movimiento que siempre esconde el corazón de su pensamiento repleto de odio entre un entramado de consignas populistas.

Pero, ¿qué ocurre cuando la trinchera del discurso público es tomada por el adversario? Cuando la extrema derecha conquista un espacio institucional en el que puede mostrarse orgullosa de sus ideas. Para empezar, sería de agradecer que la izquierda en general y el antifascismo en particular realizasen una profunda autocrítica para tomar conciencia de cuál ha sido su papel en esta deriva. Acto seguido, debemos recordar las valiosas lecciones que ofrece una historia antifascista como la de Mark Bray.

La primera nos enseña que la extrema derecha siempre intenta servirse de la palanca democrática para obtener el poder y acto seguido comienza a vaciar de contenido las instituciones. No titubea en emplear estrategias que, por supuesto, deslegitima cuando se vuelven en su contra: manifestaciones, protestas, propaganda… No es extraño dado que, comúnmente, la derecha se lanza en brazos de este tipo de movimientos precisamente cuando la contestación social amenaza con una posible ruptura política y social por la izquierda. Desde su nacimiento, el sistema liberal siempre ha considerado el autoritarismo como un último baluarte defensivo porque preserva el sistema económico vigente. Es una de las soluciones liberales al descontento popular.

La segunda lección ahonda en las consecuencias que se extraen de la primera: a lo largo de la historia, quienes han pactado con la extrema derecha no han sido conscientes de estar dando un paso decisivo hacia la configuración del fascismo. No fueron conscientes del alcance de su decisión porque no se tomaron en serio a sus aliados hasta que fue demasiado tarde. En el periodo de Entreguerras, las élites políticas y mediáticas, por su propia posición dentro de un sistema que confiaban en preservar, fueron reacias a identificar la extrema derecha con el peligro fascista. El antifascismo resta valor al debate terminológico que parece obligar a escoger entre uno de los dos vocablos: la extrema derecha es, como mínimo, la antesala del fascismo, y por lo tanto enfrentarse a ella a través de diversas estrategias queda plenamente justificado.

No obstante, Bray nos recuerda que, a la hora de optar por una de las dos acepciones, las organizaciones políticas más burocratizadas presentan una tendencia más acusada que sus propios militantes a no identificar el progreso de la extrema derecha como una amenaza fascista. Es por ello que tardan más en organizar una estrategia de resistencia frente a la misma. Fue el caso de muchos partidos liberales del siglo XX, pero también el de varias organizaciones socialistas del occidente europeo de la época.

Es algo que tiene que ver con el esfuerzo que realizan muchos partidos por detener la sangría electoral que sufren con la irrupción de la extrema derecha. En la etapa clásica del fascismo, este alcanzó una extraordinaria transversalidad desde el nacionalismo y el caudillismo militarista. Esas fueron las banderas que el fascismo alzó contra la supuesta degeneración moral de una izquierda a la que culpaban de todos los males de la sociedad, incluso en los países donde no había ostentado el poder en los años inmediatamente anteriores. Y esa está siendo de nuevo la estrategia de un populismo conservador que, tras la captación de votantes, podría replicar otras estrategias clásicas de sus predecesores, destinadas a paliar el descontento popular: es el caso del proteccionismo económico o el blindaje de asociaciones y sectores que para su movimiento resultan estratégicos, como las fuerzas del orden, organizaciones religiosas, etc. Políticas que resultan aceptables para el gran capital, que ve con buenos ojos cómo en plena crisis el Estado abandona la asistencia a ciudadanos en riesgo de exclusión, mientras toman impulso diversas redes informales de socorro. La extrema derecha suplanta la iniciativa pública y, al mismo tiempo, pasa a ser la que decide quiénes merecen atención y quiénes, por contra, la exclusión. En su esquema de razonamiento, no queda lugar para el matiz.

La reacción de las democracias de Entreguerras hace un siglo nos envía una última lección. El propio Mark Bray recuerda en su libro cómo, tras el cataclismo político provocado por la aparición de la extrema derecha, sus teóricos comenzaron el definitivo desarrollo del movimiento fascista. Si hay algo que merece la pena recordar de lo que entonces ocurrió, es que no hacen falta muchos fascistas para llevar a los miembros de la extrema derecha hacia el fascismo. Bastan unos cuadros dirigentes formados y bien situados en posiciones políticas de privilegio. Desde el férreo control de su movimiento y las instituciones encuentran poderosas herramientas para manipular y a la vez nutrirse del hastío de los ciudadanos. Al disponer de una tribuna pública a la que en democracia debemos un cierto respeto político, la extrema derecha obtiene la capacidad de tensionar aún más la sociedad. Es entonces cuando, tradicionalmente, propone retirar derechos a sus víctimas mientras apuntala sus privilegios y abre las puertas de su movimiento a quienes estén dispuestos a abandonarse en él. Uno a uno designa a los colectivos que se convertirán en enemigos de la patria. Cuando este proceso entra en fase de ebullición, ¿quién está en condiciones de frenarlo?

La pausa, la prudencia, el razonamiento… son enemigos contra los que el fascismo se desenvuelve a la perfección. Lo único que podrá prevenir el ascenso de la extrema derecha será la recuperación de un consenso democrático entre personas y agentes diversos, convencidos de trazar una línea nítida a partir de la cual defender nuestra convivencia. Eso es lo que significó durante mucho tiempo un movimiento, el antifascista, que por su propia definición vive condenado por una maldición eterna: cuando triunfa deja de ser necesario; pero si fracasa y se debilita, hace más falta que nunca.

Sin embargo, del mismo modo que el fascismo aparece como una respuesta autoritaria a la crisis, el antifascismo es tan solo la vacuna que nos protege de una determinada infección social. No es, en ningún caso, un remedio para nuestro estado general de debilidad. Puede y debe ser una base sólida desde la que construir nuevos consensos, pero en realidad es un movimiento que solo puede ser efectivo cuando se opone y no propone. Es tarea de otros, partidos, pensadores, avanzar en una dirección distinta a la que apunta la extrema derecha. La del antifascismo es detenerla.

Un partisano italiano del Batallón Garibaldi de las Brigadas Internacionales sobre la tumba de un compatriota fascista

Mark Bray recupera un pasaje indudablemente bello en su libro, concebido como un pequeño fresco que nos trae hasta el presente el abrazo maldito que une al fascismo y el antifascismo. Es algo que ocurrió en España, durante el sitio de Madrid, corazón de la Guerra Civil. En pleno avance hacia la capital, cientos de voluntarios fascistas enviados a la península por Mussolini se quedaron aislados en la sierra de Guadarrama. Rodeados por el enemigo, sufrían el azote de una tormenta de hielo. Mientras se preparaban para morir por la causa fascista, una voz metálica resonó en la distancia. Un compatriota les habló a través de un megáfono. Era un partisano italiano, exiliado hacía más de una década, que había venido a España para luchar con las Brigadas Internacionales. Les gritó que él y todos sus compañeros comprendían que el hambre y el paro les habían llevado hasta allí, como a ellos mismos. Luego les invitó a que siguieran el sonido de su voz, cruzaran el campo de batalla y se unieran a él para luchar por la libertad.

Allí, en las montañas de Castilla que apuntan hacia Madrid, quizá el lugar más español que cabe imaginar, un grupo de italianos negociaba con un compatriota los términos de su rendición. Ninguno de los verdaderos culpables de aquella situación esperpéntica murió aquel día; sí lo hicieron los que no se rindieron ante el Batallón Garibaldi de las Brigadas Internacionales. Desaparecieron por una causa que no era en realidad la suya, quizá conscientes de haberse convertido en una vergüenza para la historia; desaparecieron como desaparecerán siempre quienes dan la espalda a aquello que nos define como especie: la razón. Como desaparecerán, incluso, quienes no se interpongan en el camino del fascismo.

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