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Las derechas, el Estado mínimo económico y máximo moral

Hubo un tiempo en que redistribuir la riqueza generada por los ciudadanos, por todos los miembros del Estado, no era considerado una sinrazón radical. Aquella época se extendió, aunque con matices, entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el mayo del 68, cuando los jóvenes de algunos países occidentales reaccionaron a la crisis del este de un modo que puso en jaque sus propias democracias.

Para entonces, Hayek y otros pensadores neoliberales llevaban ya un tiempo advirtiendo sobre la ineficiencia, la servidumbre e incluso la idiotización que estaban provocando la intervención gubernamental y los Estados de bienestar. Con el derrumbe de la URSS llegó el definitivo contrataque de la iniciativa privada y el mercado; lo que en palabras del filósofo y politólogo español Antonio García Santesmases se convirtió en la propuesta de un Estado económico de mínimos, quedó íntimamente ligado a un Estado de máximos morales en un proceso lleno de contradicciones que hoy muchos todavía asumen sin rubor.

Y es que no podemos olvidar que Margaret Tatcher y Ronald Reagan tuvieron un aliado fundamental en Juan Pablo II. Los tres comandaron un proceso que vació de contenido el edificio espiritual de la posguerra europea, dinamitando un sistema de reconocimiento mutuo entre el Estado y sus ciudadanos. La vuelta de tuerca neoliberal cortaría los puentes entre la cosa pública y los ciudadanos; se hacía necesaria una moral neoconservadora para rellenar el espíritu de la nación.

Mientras una parte de la clase trabajadora promocionaba a través de la dialéctica hacia la clase media y recibía una cándida invitación a abandonar a los más desfavorecidos desmantelando el sector público, los gobiernos inglés y norteamericano, el mismísimo papa, pusieron en el punto de mira aquel relativismo moral que, según ellos, venía de la URSS y había asomado la cabeza en el 68. La pinza cobró forma y la crítica a un modelo económico que quizá no estaba preparado para afrontar los desafíos planteados por la globalización se convirtió en la demolición de la ciudadanía integradora y laica: los excesos del igualitarismo democrático acababan con el mérito y la prosperidad económica; los desamparados se convirtieron en débiles a los que el Estado no iba a seguir sosteniendo, especialmente si portaban rasgos físicos o culturales ajenos a la norma que ahora debía dar cohesión a un Estado huérfano de instituciones de acogida. Cuanto peor, mejor, beneficio político de quienes proponían continuar apretando el nudo.

En España, en ocasiones tendemos a considerar que la excepción franquista que nos hizo perder el tren de la democracia europea convirtió al liberalismo y el conservadurismo en extraños compañeros. Más tarde y durante mucho tiempo, creímos disfrutar de la benigna protección de la vacuna proporcionada por el recuerdo de la dictadura, que nos inmunizaba contra la intolerancia. Ahora vemos que ni una cosa ni otra eran tan ciertas y que España, sorpresa, no es tan diferente a las naciones que la rodean y con las que ha integrado Europa. También ellas, por cierto, disfrutan los placeres del chauvinismo pensando que su historia y ellas mismas son muy diferentes.

En toda Europa resurge, no ya el nacionalismo (que nunca se había ido), sino un nacionalismo neoconservador que vuelve a partir nuestra sociedad en dos, dividiéndola en patriotas y enemigos del Estado-nación. Es en ese contexto en el que formaciones como Vox, el PP y todas las que legitiman su discurso por activa o por pasiva, piden que el Estado saque la mano de nuestros bolsillos mientras justifican que ponga la semilla de sus particulares creencias en nuestras mentes. Algo para lo que, por supuesto, hace falta dinero. «Fuera chiringuitos, menos los nuestros»: libertad económica, mercado y lucha contra la discriminación positiva; pero también Legión, protección de los toros y la caza, la Semana Santa y educación diferenciada. Son las llamadas estructuras intermedias que, según el catedrático de filosofía política Fernando Quesada, aspiran a crear un entramado de instituciones y creencias que se sitúan entre el Estado y el ciudadano, trasladando al orden cultural problemas que en realidad son económicos y políticos; suplantando, en definitiva, la participación política de los ciudadanos, dándoles un nuevo sentido de pertenencia y creando un determinado modelo de cohesión social que funcionará, desde ese momento, como fuerza coercitiva.

La voladura de los Estados sociales occidentales está dejando a su paso una fachada de absolutos morales que no ofrece cobijo a quienes no los comparten, provocando una creciente tensión entre nuestras identidades, cada vez más fragmentadas y lanzadas al exceso, y una minoría que se apelotona tras la bandera de lo correcto para asaltar el Estado. Mientras aguardamos el resurgir de una mayoría heterogénea que vuelva a hacer avanzar el reloj de la historia, dejamos enterrados entre las ruinas de nuestro pasado los consensos que establecimos en nuestros peores momentos. Entre ellos quedará olvidado, en algún momento, el miedo a revivirlos.

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