Si en Blow Out (1981) Brian de Palma hacía del sonido un vehículo con el que acercarnos al asesinato, Michael Powel, en su cinta más arriesgada y polémica (fue vapuleada por la crítica y repudiada por el público), convierte la imagen en el centro neurálgico de lo que Thomas de Quincey consideraba una de las bellas artes.
Mark Lewis (Karlheinz Böhm) es un joven que, presentado como cineasta, seduce a mujeres con la intención de asesinarlas. Su cámara esconde una mortal púa metálica que cumple con su macabro cometido, mientras el rostro de horror de sus víctimas queda inmortalizado para enfermizo placer voyeur del chico, quien luego prolongará sus pérfidos deseos contemplando las imágenes en casa. Amor y muerte, sexo y odio, todo capturado bajo su lente.
Contemporánea de Psicosis (estrenada esta unos meses después), el Fotógrafo del pánico (1960) comparte con la película de Alfred Hitchcock su arriesgada apuesta por otorgar el rol protagonista a un psicópata, así como la explicación psicoanalítica de los instintos homicidas de este (que también incluyen traumas infantiles derivados de una malsana relación paterno-filial y el cadáver de una madre muerta). Que podamos llegar a sentir lástima del niño que fue, es un aviso del reto al que nos quiere somete el director.
La sorpresa de desvelar la identidad del asesino nada más arrancar el film (truco radicalmente novedoso por entonces), es toda una declaración de intenciones por parte de una película incomprendida en su tiempo, que no solo forzó los límites a los que estaba acostumbrado (y con los que se sentía cómodo) el espectador medio, si no que acompañó al impactante relato de una viveza visual tan desconcertante como efectiva. A fin de cuentas, ya dijimos que la imagen y su capacidad sugestiva era principio y fin del relato.
El fotógrafo del pánico nos propone el viaje a una mente perturbada y obsesionada, y lo hace no solo con pericia técnica y riesgo narrativo, si no trasformando una pesadilla fílmica en un reto moral: el de convertirnos en cómplices pasivos (Peeping Tom en el original, «mirón» en inglés) de unas atrocidades que no queremos ver pero que, cuando nos las enseñan, no podemos dejar de mirar.
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Puestos a imaginar, uno puede espiar por la cabina de proyección de cierto cine londinense donde se estrenaba, un día de abril de 1960, «El fotógrafo del pánico». Desde esta privilegiada posición, a modo de panóptico foucaultiano, descubrimos a lo largo del patio de butacas un bosque de cabezas, las miradas ocultas, caras vueltas a nuestro deseo de vislumbrar la expresión de esos rostros, mientras en la pantalla se desarrolla la primera de las escenas del film: el asesinato de una prostituta desde el punto de vista del criminal.
Antes de que este momento climático se materialice en nuestra sala de cine, adivinamos un destello casi imperceptible en la parte baja de la esquina derecha de la gran pantalla. Lo percibimos también por que la larga cortina vertical, que había servido de gran telón, se ha movido sutilmente. El destello pertenece a la lente de una pequeña cámara cinematográfica portátil, tras la cual se encuentra un hombre de calvicie incipiente y bigotito en forma de sonrisa triste. Es Michael Powell, el director de la cinta que estamos proyectando.
Ni más ni menos.
Justo cuando intuimos, por los desasosegantes sonidos emitidos por los espectadores, y por las imágenes que percibimos en la gran pantalla, que el cruel asesinato se va a cometer ante nuestra deliciosa incapacidad como voyeures —un erotismo de muerte, en este caso, o la muerte como acto erótico—, justo en ese momento, justo entonces, sabemos sin ningún género de dudas que allí abajo, tras las oscuras bambalinas, Mr. Powell ha activado el motor de su cámara de cine y está rodando la expresión de terror dibujada en el rostro de sus espectadores: la verdadera película, el auténtico «El fotógrafo del pánico»,
El cine como esa muerte eterna, donde todo aquél que sale ahí, delante de una cámara, en una película, vivirá más allá de su muerte física.
La vida (y su inevitable asesinato a manos del tiempo) como ese film del que somos protagonistas principales.
El miedo, por tanto, a la vida.
Un cuadro de deslumbrante estética pop, una paleta de energía cromática, que esconde, a poco que raspemos a lo largo de la superficie, un poso hediondo y sucio.
Un palimpsesto donde intuimos los renglones torcidos de la empatía y lo deshumanizante.
Una morbosa terapia psicológica para adentrarse en el amor mal comprendido en alas de la ciencia y en como éste, el amor, otro tipo de amor, puede sanarnos.
En definitiva, «El fotógrafo del pánico»: una obra maestra del suspense y el terror. ¿Puede haber algo más horrible?
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