No se necesita ser un experto en filosofía griega para interpretar la primera mitad de La habitación (Lenny Abrahamson, 2015), como una evidente adaptación del mito de la caverna de Platón. Jack es un niño de cinco años que siempre ha vivido en una pequeña casa de obra. Él la llama «habitación» (room en inglés, sin artículo, como el título original de la película) y constituye la única realidad que conoce, un mundo entero en el que siempre ha vivido acompañado de su madre. Más allá de sus paredes, hic sunt dracones: lo desconocido, la nada de la que surge cada noche el viejo Nick, el extraño hombre que duerme con su madre mientras Jack es relegado al armario.
En los primeros compases del film contemplamos, desconcertados, cómo la madre de Jack ha ejercido de sofista con su hijo y ha creado, con tanto cariño como ingenio, toda una realidad que da sentido a la vida del niño. Un viejo televisor y sus fabulaciones son las sombras que contempla Jack, mientras fuera de la caverna el mundo de las ideas se presenta tan desconocido para él como para los espectadores. Hasta que por fin se arroja luz a las tinieblas: el cubículo que da sentido a la existencia de Jack es, a la vez, la prisión de su madre, que lleva secuestrada por un maníaco siete años. El propio Jack es fruto de las continuas violaciones de su raptor.
El mito de la caverna de Platón ha sido llevado al cine, directa o indirectamente, en numerosas ocasiones. Es más, la propia naturaleza audiovisual y narrativa del medio cinematográfico, así como su incidencia psicológica en la sociedad de masas, hacen del medio mismo una de las manifestaciones más vívidas del cuento del filósofo griego. No obstante, la mayoría de las veces en las que se ha adaptado ha sido conscientemente y casi siempre bajo el disfraz de una fábula alegórica. No es el caso de La habitación, que pese a poder leerse en clave metafórica, hunde sus raíces en una novela de Emma Donoghue (quien firma también el guion) que se inspira en un hecho aterradoramente real: el caso Fritzl. Y ese es uno de los elementos claves de la película: la trascendencia del mensaje alegórico a causa de la verosimilitud de lo narrado.
El otro elemento clave es que Lenny Abrahamson apuesta, acertadamente, por insuflar aire, luz y emotividad a ese primer relato que vertebra la obra, y que en otras manos podía haber caído del lado fácil del terror psicológico de brocha gorda o del drama sentimentaloide de sobremesa. Y si lo logra es, en buena medida, gracias a las impresionantes actuaciones de la pareja protagonista: Jacob Tremblay (incomprensiblemente sin nominación al Oscar a mejor actor revelación) impregna de una resplandeciente inocencia las palabras y acciones de Jack, mientras Brie Larson (merecida ganadora de la estatuilla a mejor actriz) trasmite el coraje infinito de una madre a la que solo ha salvado de la locura el amor por su hijo.
La segunda parte de la cinta, interesante pero más obvia, nos muestra cómo madre e hijo tendrán que enfrentarse juntos a la vida fuera de la caverna. Una vida que, en algunos aspectos, conlleva cadenas más pesadas que las que soportaban en su cautiverio.
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