O, mejor dicho, el gran delirio. Y es que encerrarse en un laboratorio con una amenaza invisible, adaptando una novela de Michael Crichton, puede dar como resultado un potente thriller científico. Pero lanzar a tu propia familia, y lanzarte tú mismo, al interior de una casa atestada de fieras, solo puede provocar uno de los episodios más surrealistas de la historia de Hollywood.
Fue a principios de febrero cuando el director de cine Rodrigo Cortés rescató esta joya del olvido en su sección habitual de Aquí hay dragones, uno de los podcast en los que habitualmente participa. No podemos dejar de recomendar aquí su relato original de los hechos (y decimos bien, hechos, porque el rodaje de esta película se acercó peligrosamente a la condición de suceso): con su narración pudimos, por un momento, vislumbrar la sinrazón que supuso la realización de Roar, según su título original.
Decenas de fieras encerradas en una casa, decíamos; centenares de puntos de sutura y múltiples ataques sufridos por una desdichada familia, la del director, que en el momento de la filmación incluía tras unas segundas nupcias a Tippi Hedren, famosa por su papel en Los pájaros (Alfred Hitchcock), y su hija Melanie Griffith. El propio Noel Marshall protagonizó la cinta, en la que también zambulló sin reparos a sus hijos John y Marshall (que posteriormente declararían que, en aquellos días infernales, creyeron intuir un deseo de destrucción en su padre), y a Kyalo Mativo, un pobre diablo que pasaba por allí y cuya actuación nos permite palpar el miedo que debió sentir todo el reparto.
Porque, efectivamente, El gran rugido trata las desventuras de un grupo de personas que se quedan atrapadas en una casa con un sinfín de felinos de todo género y condición, aunque todos ellos mucho más grandes que un gato común: leopardos, panteras, tigres y, por supuesto, leones. Muchos leones. Tantos, que en muchas escenas (en realidad, en la mayoría, en demasiadas), resulta imposible saber cuántos aparecen en plano. Entre ellos, vemos emerger los rostros de verdadero pánico de los Marshall… aunque con una excepción: la del director y protagonista de la cinta, Noel, que asume sin paliativos la autoría del desastre y se desenvuelve con la resolución de un Ángel Cristo fílmico ante las fieras.
Queda la duda de si Spielberg se inspiró en este despropósito para adaptar otra novela del citado Crichton a la gran pantalla, porque lo que Noel Marshall intentó sin éxito en Roar fue crear un thriller persecutorio en el que las fieras harían el papel de los velocirraptores (que son, al fin y al cabo, los más felinos de los dinosaurios). Hasta hay un león bueno que acaba finalmente con la amenaza y dos majestuosos elefantes permanentemente enfadados y con una extraña subtrama paralela, sin relación con la historia de los protagonistas. El resultado final, como podrá intuir el lector, se aleja radicalmente de la intención original y se acerca, más bien, a la comedia fatídica.
Y es en ese registro en el que El gran rugido funciona, contra todo pronóstico. Porque tenía a Jan de Bont (director, entre otras, de Speed y Twister, y director de fotografía de películas como Die Hard o Instinto básico) entre el equipo técnico que recibió incontables ataques de los animales; porque su reparto contaba con dos actrices de empaque que, presas de una extraña dinámica familiar, volvieron al set de rodaje después de recibir varios mordiscos en la cabeza; y porque Noel Marshall supo insuflar ritmo y absurdo a una historia que debemos disfrutar rodeados de amigos con la boca abierta. Pasen y vean: con ustedes El gran rugido, uno de los grandes delirios de la historia del cine.
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