Vamos a ponernos un poco demagogos: los políticos son lo peor, por idiotas, por corruptos, por malvados… Podemos seguir. Siempre es cómodo y gratificante encontrar un chivo expiatorio. El problema es que nuestros representantes son un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen; la de una sociedad mediocre en la que no hay incentivos para demostrar talento y originalidad. Mejor transitar los caminos trillados, hacer lo que se espera de nosotros y no meterse en complicaciones. El que investiga, el que busca la excelencia, solo es un friki, un monstruo en el sentido antiguo de criatura que se sale de la norma.
En Mediocracia (Turner, 2019), el filósofo Alain Deneault nos enfrenta a la descorazonadora realidad. Vivimos en el imperio de la pereza intelectual, donde la mediocridad es el estándar ante el que todos debemos inclinarnos. El sistema, tal como enuncia el principio de Peter, está pensado para que sean las medianías quienes acaparen el poder. Eso tiene la ventaja de apartar a los incompetentes; también el inconveniente de marginar a los genios. Por eso, en las escuelas le esperará la misma suerte (el despido) tanto al profesor que no enseña como al que enseña demasiado.
¿Sobresalir? No, gracias. Esta no es la filosofía de cualquier Homer Simpson. Muchos académicos piensan igual. En lugar de reflexionar por sí mismos, repiten como papagayos las ideas de los grandes mandarines de su especialidad. Da igual que hablemos de la derecha o de la izquierda, porque este es un vicio transversal. Zanjar un tema con un «Aristóteles lo ha dicho» no solo es propio de los escolásticos que condenaron a Galileo.
Ahora se habla mucho de los expertos, sin que lleguemos nunca a reflexionar en serio acerca de lo que hay detrás de esa palabra. En Historia, en Economía, en cualquier otro campo, cada grupo de presión tiene sus propios especialistas que, naturalmente, se contradicen entre sí. Son los grandes brujos a los que debemos obedecer. Tal es el delirio tecnocrático que la mayoría acostumbra olvidar que las decisiones que importan son, en última instancia, políticas. Si política es el nombre que merece el gobierno a base de encuestas, tan apegado al presente que descuida las soluciones a largo plazo de las que no se extraen réditos electorales.
A los expertos se les presupone el conocimiento. Pero… ¿qué es lo que sabe, pongamos, un historiador? No toda la Historia, sino un periodo concreto: antigua, medieval, moderna, contemporánea. Dentro de ese periodo, se habrá especializado en una etapa más restringida, como el reinado de Felipe II. Un reinado, con todo, es demasiado amplio para conocerlo en profundidad. Habrá que centrarse solo en unos pocos años. En un solo país. Sin referencias a lo que ocurre en el exterior, con lo que a menudo se corre el peligro de tomar por excepcional lo que no lo es. Mientras tanto, los especialistas se desviven por aparecer en revistas académicas en las que es más importante poner las citas conforme a un sistema determinado, o mencionar libros que seguramente no se han leído, que aportar una idea nueva. Total, para que les lean veinte personas después de invertir una cantidad de tiempo monstruosamente desproporcionada.
Confieso que a veces me dan ganas de quemar mi biblioteca y dedicarme, qué se yo, a pasear por la playa. Por ejemplo, cuando tipos de aspecto razonable nos advierten, versión laica de los viejos sacerdotes, que tenemos que leer. Así seremos cultos. Importa la cantidad, no la calidad. Se pasa así por alto que leer mucha bazofia, más que cultivar el espíritu lo entontece. ¿O es que el pobre Alonso Quijano no acabó como acabó por devorar letra impresa sin ton ni son, sin un mínimo criterio? Entre los eruditos hay auténticos sabios, pero estos son menos comunes entre los que tienen un barniz universitario superficial pero suficiente para que se crean muy por encima de la chusma. De esos albañiles, pintores o cuidadoras que las más de las veces poseen un sentido común infinitamente superior.
Los intelectuales creyeron que por tener estudios iban a ser alguien. Craso error. Los nuevos héroes de la postmodernidad no son ellos sino los concursantes de Gran Hermano. Las destrezas laboriosamente adquiridas no despiertan admiración sino lástima. La Historia, la Literatura, el Arte… todo eso son manías de gente a las que sus vecinos miran con el desconcierto que nos produce hallar un raro insecto. Llegados a este punto, solo nos queda imitar al Principito de Saint-Exupéry: tendernos sobre la hierba y llorar.
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