De una historia de padre a hija (en el espacio), pasamos a una historia mucho más terrenal: la de la relación paterno-filial de El sabor del sake (Sanma no aji, 1962), el último trabajo cinematográfico de uno de los grandes del cine japonés, Yasujirō Ozu.
Pese a su muerte relativamente temprana a los sesenta años, Ozu dejó una amplia filmografía que se inicia en el cine mudo con la película perdida La espada de la penitencia (Zange no yaiba, 1927), donde ya colabora con el que sería su coguionista habitual, Kōgo Noda. Aunque en su haber pueden encontrarse una variedad de géneros, incluyendo historias de época como la mencionada anteriormente, o de gánsteres como Una mujer fuera de la ley (Hijōsen no Onna, 1933), quizás sea más reconocido por los dramas familiares e íntimos en los que se encuadra la cinta que hoy nos ocupa y, también, su obra más conocida, Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953).
Rodada tan solo un año antes de la muerte del director (aunque aún llegó a planear una película más que no pudo rodar), se trata de una relato doméstico que, sin estridencias y sin llamar la atención sobre sí mismo, ofrece una interesante estampa sobre la sociedad japonesa de su época y muestra, al mismo tiempo, una sensibilidad ecuménica que convierte la historia de la familia Hirayama en un retrato de cualquier familia (y cualquier sociedad) y los problemas de las relaciones humanas, pese a que hoy el elemento detonante de la trama parezca anacrónico y lejano. El patriarca viudo Shūhei Hirayama (Chishū Ryū), decide concertar un matrimonio para su hija Michiko (Shima Iwashita); al mismo tiempo, su hijo mayor, Kōichi (Keiji Sada), tiene algunas disputas con su propia esposa Akiko (Mariko Okada), mientras otros pequeños eventos cotidianos van llenando los días y las noches.
Shūhei es un hombre de apariencia amable, que escucha más que habla y que parece más interesado en sus aparentemente triviales reuniones sociales en tabernas y bares que en su trabajo o, prácticamente, en cualquier otra cosa. El mismo título castellano hace referencia directamente al sake, pero el japonés se refiere a un pescado que suele ser consumido en estos establecimientos en la temporada otoñal. El actor que lo interpreta, Chishū Ryū, es un habitual del cine de Ozu que ya desde Había un padre (Chichi ariki, 1942) comenzó a interpretar para él estos papeles paternales que, en un principio, representaban personajes mayores (nacido en 1904, tenía solo treinta y ocho años cuando se inició con dichos roles).
La mayoría de escenas, como decía, siguen a Shūhei en sus encuentros amistosos junto con sus compañeros de su ya lejana vida escolar, o en sus encuentros fortuitos nocturnos, todos ellos a menudo generosamente regados en alcohol. Así, una noche, tras visitar a un antiguo profesor al que llaman el Calabaza (Eijirō Tōno), se reencuentra con un subordinado de sus tiempos en el ejército, Yoshitarō Sakamoto (Daisuke Katō). Esa noche descubre en un bar a una camarera (interpretada por Kyōko Kishida) que le recuerda a su difunta esposa. La escena resulta cómica, con Yoshitarō haciendo una ridícula interpretación de una canción patriótica, a la vez que la tristeza por la pérdida (de la guerra -aunque quizás hubiera sido peor ganarla-, de su esposa y de su juventud) no es expresada rotundamente, pero se hace aún más punzante cuando, en una visita posterior junto con su hijo Kōichi, este afirme no ver el parecido con su madre.
Sin seguir las técnicas narrativas más habituales, sin un crescendo dramático constante y los puntos de giro que recomiendan los gurús del guion hollywoodiense, Ozu y su coguionista Noda ofrecen una serie de estampas y pequeños momentos que conforman una imagen amable, pero en el fondo melancólica, en la que las buenas intenciones no bastan y no siempre se consigue decir, o trasmitir, lo que se siente a los que están a nuestro alrededor.
La presentación de la historia hace uso de una técnica elíptica para mostrarnos el trasfondo de lo que ocurre, con las referencias al pasado militar del pacífico Shūhei o la convivencia de occidentalización y tradiciones en la vida familiar de todos los implicados, y especialmente de Akiko y Kōichi. Durante toda la película el director utiliza estas elipsis, que por instantes puede parecer algo desconcertante, especialmente cuando los que serían momentos centrales en un guion más convencional se resuelven entre escenas y otros, aparentemente menores, se desarrollan con pausada atención.
La cámara está siempre estática y encuadra a los personajes, enmarcados en una arquitectura rectangular en la que destacan los detalles redondeados y coloridos. A menudo las jarras y botellas sobre las mesas atraen la mirada, y resaltan sin parecer en ningún momento abigarradas. En ocasiones se alternan los planos generales, en los que los personajes se ven encuadrados y unidos, con planos y contraplanos cortos de esos mismos personajes, aislados, intercambiando palabras. Las transiciones nos muestran paisajes urbanos, fábricas y apartamentos, o utilizan los largos pasillos en los que las personas se dirigen a sus propias historias, como forma de unir, también, figurativamente las escenas.
En conclusión, El sabor del sake es un clásico del cine universal que ofrece una estampa particular de la humanidad; una estampa que más allá de los detalles que la atan a un momento y a un lugar determinado, trasmite unos sentimientos universales con su estilo paradigmáticamente japonés, pese a una reconocida influencia e interés en el cine americano y europeo clásico.
- Cinefórum CCCXCIII: «Falling» - 7 noviembre, 2024
- El ángel en el infierno - 31 octubre, 2024
- Cinefórum CCCLXXXVIII: «La fuerza bruta (De ratones y hombres)» - 26 septiembre, 2024