Chatarra de guerra en Afganistán – 2 de junio
El ejército de Estados Unidos se va de Afganistán y deja en herencia una montaña de chatarra. Está en la base de Bagram, cerca de Kabul. Restos de todoterrenos, pedazos de generadores, mangueras cortadas en pedazos, la destartalada oruga de un tanque. Y mucha lona: las tiendas y carpas son jirones. Basura: lo que se barre, no lo que se tira. Todo lo que no se llevan en containers, los estadounidenses lo convierten en escombros. No quieren que el equipo caiga en manos de los talibanes. Mal negocio para los chatarreros, que se quejan: «cuando destruyen un vehículo, nos destruyen a nosotros».
Estados Unidos se va de Afganistán veinte años después. Se queda un gobierno corrupto, un país destruido y una población abandonada a su suerte. El Wall Street Journal, el papel con el que se envuelve el dinero belicista, no es partidario de la retirada. Y cree que la base de Bagram debe permanecer abierta: está equidistante de China y de Irán, y desde ella pueden operar cazas y bombarderos. Ya no se trata de vencer, implica el diario, sino de evitar que ganen los talibanes. La guerra del siglo XXI es un fin en sí mismo, un perpetuum mobile alimentado por su propia pólvora.
Bush se lanzó sobre Afganistán para matar a Bin Laden y acabar con los talibanes. Pero hoy los hijos de los freedom-fighters que armaron los propios Estados Unidos contra la Unión Soviética ocupan cada vez más tierras. O aguas, como las de la presa de Kajaki de la que los talibanes cobran diezmo. La guerra de hoy es el medievo y el sofisticado business de la logística, como demostró Naomi Klein en La doctrina del shock. Los señores de la guerra venden misiles y wáteres portátiles, como los que se han llevado de Bagram: a los afganos no les han dejado ni la tecnología para cagar limpio.
La última guerra de Afganistán no aporta grandes películas. Zero Dark Thirty justifica la tortura; Lone Survivor hace apología del asesinato preventivo; y 12 Strong convierte a marines en cowboys. A Hollywood le cuesta encontrar gloria en Afganistán. En El hombre que pudo reinar, sin embargo, John Huston le puso una corona a Sean Connery: su delirio aventurero en las montañas del Hindu Kush deriva en tragedia cuando los nativos se dan cuenta de que no están ante un dios sino frente a un farsante. Su historia concluirá metida en una caja, un pequeño contenedor con chatarra ensangrentada.
Notas de extramuros es una columna informativa de Siglo 21, en Radio 3. Puedes escucharla aquí.
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