Frankenstein: los sueños febriles de la razón pueden producir monstruos
Cualquier análisis del Frankenstein de Mary Shelley pasa inevitablemente por su interpretación como mito moderno, hecho a lo que ayuda el propio subtítulo que le otorga su autora: el moderno Prometeo. Así, ya desde el inicio, el lector tiene claro que se encuentra ante una revisión de la historia del titán griego; aquel que roba el fuego de los dioses para dárselo a los humanos padeciendo, en consecuencia, la ira de Zeus. Esta dimensión mítica, como veremos, es reflejo de la atávica preocupación humana por la muerte y sirve, de paso, como marco general donde situar las grandes cuestiones filosóficas de la novela: el bien, el peligro del conocimiento y la moral científica vinculada con este.
Que se presente la historia como un mito es esclarecedor, ya que es bajo esta apariencia de analogía fantástica como la humanidad ha intentado desde siempre hablarse a sí misma de las cuestiones que le preocupan y que explican el mundo. La metáfora, al proporcionarnos imágenes mentales comprensibles, es un instrumento indispensable para discutir determinados conceptos demasiado complejos. Y aquí la metáfora es clara: violar las leyes naturales puede tener consecuencias nefastas. El Prometeo de nuestra narración es el estudiante Víctor Frankenstein que, cegado por el afán desbordado de conocimiento y por su egolatría, desafía a la naturaleza y consigue insuflar vida a un cuerpo compuesto por partes de cadáveres. Como el titán griego, el doctor contradice las leyes divinas (aquí naturales) para adquirir un conocimiento que no le pertenece y, al igual que aquel, pagará un precio demasiado alto: en este caso, la venganza que la criatura ejerce sobre sus seres queridos. Pero si Prometeo robaba algo de gran utilidad para la humanidad y los dioses le castigaban por su atrevimiento, aquí la utilidad científica del descubrimiento es algo secundario para un Frankenstein imbuido de gloria personal. Además, el castigo que recibe no procede de las divinidades, si no que es consecuencia de una irresponsabilidad (la suya) puramente humana.
Siguiendo el pensamiento de Iris Murdoch, el afán de conocimiento del protagonista al principio de la novela puede interpretarse como un vehículo personal para alcanzar el bien. La escritora irlandesa nos dice que la observación de la belleza en la naturaleza, en el arte y en la ciencia es un camino para abandonar el egotismo y abrazar la felicidad; ya que desde la humildad y la honestidad es posible ver la realidad con más claridad. Esto se aprecia en los dos escenarios en los que la felicidad está presente en la novela: la infancia idealizada del doctor en la mansión familiar, donde se despierta su interés por la ciencia al estar rodeado de un ambiente natural; y la estancia de la criatura en la granja de De Lacey. Es más, este último pasaje es especialmente ilustrativo, dado que es allí donde la criatura se educa (aprende a hablar, a leer, a entender lo que son las emociones y las relaciones sociales) y donde protagoniza un comportamiento esencialmente bondadoso: se comporta con ellos como un ángel de la guarda (como su espíritu del bosque) en una suerte de representación del mito del buen salvaje. Sin embargo, los dos protagonistas acaban corrompidos y alejados de una filosofía moral que debería empujarlos a la idea del bien, a ser mejores.
En el caso de la criatura, la razón hay que buscarla en la conciencia de injusticia que adquiere al negársele la misma condición moral que al resto de personas. En sus propias palabras: «Deseaba amor y compañía, y siempre me despreciaban. ¿Acaso esto no era una injusticia? ¿Y soy yo el criminal, cuando toda la humanidad ha pecado contra mi?». Por tanto, esta certeza la adquiere a causa del rechazo de los humanos, y en especial de aquellos que más ascendencia ejercen sobre él: Víctor Frankenstein, cuya figura ve como un padre-divinidad; y la familia de la granja, a la que quiere de forma platónica desde la distancia. Frankenstein huye despavorido cuando contempla a su creación por primera vez, abandonándola a su suerte en lo que supone una negación fragante de su subjetividad corporizada; es decir, la deja de lado al no contemplar que ese horrible amasijo de cadáveres que ha creado pueda estar dotado de la conciencia de una persona. Recordemos que no llega a ponerle ni nombre. Esta reacción de rechazo es el primer contacto humano que tiene en su vida; luego vendrían las hostilidades que recibe en su deambular inicial y, tras experimentar su particular mito de la caverna en la granja, la familia que vive allí también le acabará rechazando aterrorizada por su aspecto. La excepción es el ciego De Lacey, que solo puede ver su interior. Es, por tanto, esta conciencia de rechazo y marginación lo que le corrompe y le hace focalizar su ira sobre su creador, al que acudirá, previo asesinato de su hermano pequeño, William, y bajo amenaza de seguir haciendo daño a sus allegados, para que le cree una compañera que mitigue la soledad de su otredad. Así lo verbaliza: «Permitidme comprobar que soy capaz de inspirar la comprensión de otra criatura». Sin embargo, la negativa de Frankenstein desencadena, en una criatura ya carente de brújula moral, su perdición definitiva.
Por su parte, en el caída moral de Víctor Frankenstein podemos buscar una explicación apoyándonos en el pensamiento de Hannah Arendt, quien casi dos siglos y medio después de la novela seguía reflexionando sobre la práctica científica y sus implicaciones en la vida humana. Para ella, como para Mary Shelley, lo peligroso no reside en el afán por saber, si no en las consecuencias que pueda tener el conocimiento sin responsabilidad. Arendt, de hecho, localiza esta amenaza en la desconexión de los tres campos que lo rigen: la ciencia, la tecnología y el humanismo. Si la primera es la que busca explicar (describir, representar) el mundo desde la teoría, la segunda llevaría dicha teoría a la práctica, mientras que el tercero lo pondría todo en cuestión. En la figura de Frankenstein encontramos esta desconexión: porque aunque es un tecnocientífico, carece de espíritu humanista; o al menos ha llegado a perderlo. Por eso es victima de la dulzura técnica, de continuar tras el éxito en su estudio sin ver ni reflexionar sobre sus posibles aspectos negativos. Recordemos que pese a que referentes intelectuales como los profesores Krempel y Waldmanm o personales como Clervel desaprueban reiteradamente su conducta e intenciones, él lleva a la práctica sus experimentos sin cuestionamientos morales. Es más, es consciente de la condena social de los mismos y la ignora, tratando de ocultarlos mediante el aislamiento físico (la privacidad de su laboratorio) y personal (deja de lado a todos sus seres queridos). De hecho, y pese a que se da cuenta de que su búsqueda obsesiva está desequilibrando su vida, las únicas lamentaciones que emite tienen que ver con los obstáculos técnicos que se encuentra.
Hay, por lo tanto, un antes y después en el comportamiento de Frankenstein y está estrechamente relacionado con su forma de afrontar el conocimiento. En la Universidad de Ingolstadt se define heredero de autores premodernos que conciben el conocimiento desde una dimensión mística, como Cornelio Agripa y Alberto Magno; un conocimiento que no se encorseta por los límites que le impone la aburrida ciencia moderna y que se emparenta con una visión mágica y alquímica de la vida. Es de acuerdo a este espíritu por el que se justifica la transgresión natural de dotar de vida a lo inanimado. Porque en la obsesión científica de Frankenstein subyace algo tan humano como el miedo a la muerte y la noción de finitud. Ya sea por el fallecimiento de un ser querido o por pura curiosidad intelectual, su experimento intenta hacer realidad el permanente deseo humano de trascender la muerte; y lo hará a través de su concepción casi mística de la ciencia.
Pero aunque el tema de la finitud recorre toda la obra, sus personajes no lo van a entender desde una perspectiva verdaderamente religiosa. La criatura se muestra muy humana al interpretar lo contingente de su vida como una condena causada por su creador, un ser superior al que debe su propia existencia y su sufrimiento. De ahí que sea a él a quien le alce sus plegarias. Y sin embargo, va a convertir esas plegarias en demandas, alejándose de la religiosidad y acercándose más a una postura mística con la que intenta sobreponerse a lo que le viene dado. Incluso puede interpretarse su voluntad de autoexilio como una forma de encontrar la paz con su yo. Y pese a que llega a compararse con Lucifer, esto parece tener más que ver con la vocación de una imagen dramática (ha leído El paraíso perdido de Milton) que con una identificación espiritual. El personaje de Frankenstein, por su parte, aunque se declara creyente, demuestra un egoísmo y una falta de compasión muy poco cristianas, siendo sus referencias a la religión esencialmente circunloquios lastimosos y justificadores. Ambos, desde la honestidad racional, no parecen poder satisfacer el deseo de creer que fundamenta toda religión; a fin de cuentas, son los dos vectores de un experimento que ha puesto en duda, precisamente, los supuestos designios divinos. De hecho, el propio final de la novela no deja de tener reminiscencias metafóricas de la muerte de Dios a manos del hombre.
Si Murdoch nos señala que la idea de bien vinculada al saber debe ser llenada por el hombre libre, racional y responsable, vemos que Frankenstein en su camino hacia el mismo ha acabado sustituyendo su libertad por la esclavitud irracional e irresponsable de una obsesión. Su falta de humildad hace que olvide las limitaciones de la mente humana y que, por tanto, olvide también que la ciencia debe explicar el mundo de acuerdo a ellas. Su egotismo no le permite prever las consecuencia de su trabajo y su cobardía y falta de empatía le hacen desvincularse de las mismas. Si hubiera sido responsable nunca hubiera creado a su criatura o, al menos, se habría hecho cargo de ella como debía y habría evitado la desgracia de sus seres queridos. Es más, Frankenstein recupera la claridad mental y de espíritu cuando supera unas fiebres que le poseen tras la contemplación de su creación y que pueden leerse de forma simbólica como la cúspide de su degeneración moral. Vuelto a la luz, comprende el error de su conducta y, según le vayan atropellando los acontecimientos, le embargará un desgarrador sentimiento de culpa que acabará con él. En contraposición a su figura aparecerá el personaje de Robert Walton, voz principal de la narración enmarcada de la novela. Es el capitán de una expedición que busca el paso del Noroeste al Polo Norte y que se encuentra en el Ártico a un Víctor crepuscular y a su criatura. Walton representa, como Frankenstein, el afán obsesivo de conocimiento (en este caso geográfico), pero a diferencia de este asume la responsabilidad de sus actos, empatiza con el bienestar de sus tripulación y acaba accediendo a volver hacia latitudes mas cálidas y seguras. Y lo hace precisamente porque es receptivo al ejemplo negativo de la historia de Víctor y de su creación. Por lo tanto, en su aparente fracaso científico encontrará su triunfo personal.
En definitiva, podemos ver Frankenstein de Mary Shelley como un mito moderno revestido de cuento gótico; como una alegoría moralizante sobre el peligro de intentar dominar los poderes de la naturaleza para afrontar el miedo ancestral a la muerte. En ningún momento la autora parece querer sermonearnos acerca de los peligros del conocimiento excesivo. Su tesis es otra: lo peligroso es acercarnos al mismo eludiendo las responsabilidades morales que este implica. Porque, como ejemplifica el caso de Frankenstein, los sueños febriles de la razón pueden producir monstruos.
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