Cinefórum CCCXLVII: «Adiós, muchachos»
Clandestinidad, exilio y año de producción unen la película de la semana pasada, El festín de Babette, con la cinta que ocupa esta nueva edición del cinefórum de LaSoga: Adiós, muchachos (Louis Malle, 1987).
Mientras que Gabriel Axel nos mostraba la historia de una experta cocinera que huye de la represión de la Comuna de París para ir a refugiarse en una remota y austera aldea danesa, Louis Malle nos cuenta en Adiós, muchachos la vivencia de Julian, un adolescente parisino que en tiempos de la ocupación nazi estudia en un internado rural al que llega un nuevo y misterioso alumno, Bonnet.
La relación entre ambos jóvenes es el hilo conductor de este relato sutil y naturalista que nos lleva de forma tranquila y sin alardes pasionales a una historia de profunda carga dramática. Una carga pesada por los secretos que albergan todos los que habitan el internado: desde las vergüenzas aparentemente más banales y naturales como las incontinencias nocturnas de Julian, a las verdadera identidad de Bonnet, pasando por las inquietudes y miradas furtivas de todos los que les rodean.
En ese proceso de mutuo conocimiento y descubrimiento, Malle nos lleva, sobre todo a través de la mirada de Julian, a esa etapa de la primera adolescencia en que nos adentramos en el complejo y esquizofrénico mundo de los adultos. Julian, magníficamente representado por Gaspard Manesse, ágil y pícaro, mira también con atención y curiosidad aquello que aún se le escapa y para lo que no tiene respuesta. Impetuoso y duro al principio con su compañero Bonnet (Raphael Fetjo), va poco a poco deshaciendo las barreras que los separan hasta fraguar una amistad sincera y compasiva.
Una de las virtudes por las que esta película queda marcada en el espectador, al menos en mi caso, es porque en su aparente sencillez, consigue retrotraernos a esas infancias preadolescentes plagadas de vivencias, incertidumbres, juegos, y amistades que perduran en la memoria aunque se hayan apagado hace tiempo. Quizá porque en un internado, como en un campamento de verano, ese aislamiento parcial del mundo exterior hace que todo se viva de una forma más intensa. Es a esos campamentos a los que me recordaban los juegos del patio de Julian: las búsquedas del tesoro en medio del bosque, los dormitorios compartidos sin intimidad, los minúsculos armarios para las propias pertenencias, el estraperlo de inocentes mercancías…
Sin embargo, Julian y Bonnet se verán enfrentados a juegos que no son los propios de su edad y las circunstancias propias de la guerra y el odio devastarán la poca inocencia que pudiesen albergar.
Esa mirada cargada de bondad y sencillez con que Malle aborda un relato tan atroz, provoca que una película tan aparentemente modesta tenga un calado que la hará pervivir en nuestra memoria… como la figura de Bonnet en la de Julian.
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