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El jardín pintado

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Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,

ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros:

lo dicen, pero no es cierto […]

Rosalía de Castro. En las orillas del Sar, 1884.

De que las flores hablan no hay duda. No solamente embellecen la vista, avivan nuestro olfato y la memoria, adornan el interior y exterior de nuestros hogares; nos hablan de amor, advenimientos, soledad, desolación. Con ellas expresamos la celebración y el duelo cuando el lenguaje se muestra escaso para transmitir la hondura del sentimiento. Ellas, que en su leve ser guardan el secreto del cielo y de la tierra, se nos han ofrecido como uno de los más hermosos medios para comunicarnos entre nosotros mismos y con la eternidad.

Hace tiempo que me rondaba la idea de escribir sobre jardines. Planeaba un pequeño libro sobre historias sucedidas en ellos y las flores que las habitaban. En él (pensaba yo) hablaría sobre los magníficos jardines londinenses de Kew, que tantas veces visité y fueron escenario de uno de los cuentos de Virginia Woolf; sobre los jardines de Cap Roig, en la maravillosa Costa Brava, conocidos también como Cal Rus por el origen de su propietario, el coronel zarista exiliado Nicolai Woevodsky, quien con su esposa Dorothy Webster, aristócrata inglesa, buscaba en 1927 un lugar en el Mediterráneo en el que establecerse y terminaron creando a lo largo de los años ese jardín botánico, considerado ahora como uno de los más importantes de dicha costa. Hablaría también sobre otros jardines míticos, como el de Babilonia o el de las Hespérides (¿descubriremos algún día si realmente estuvo en Tartessos…?). Pero conforme pasaron los días, inviernos y primaveras fueron también proliferando fabulosos textos de temática vegetal, como los poéticos escritos de Marco Martella (Un pequeño mundo, un mundo perfecto, Fleurs, El jardín perdido —bajo el nombre de Jorn de Précy— y Jardines en tiempos de guerra, con su heterónimo Teodor Ceric), Jardines, de Umberto Pasti, o los publicados por el español Eduardo Barba, El paraíso a pinceladas y El jardín del Prado. Hay por supuesto muchos más y solo cito aquí algunos ejemplos, pero basta esta pequeña lista para hacerse una idea del arriate literario que ya existe (por ventura) sobre el particular. Así pues, decidí ceñirme a un artículo, por quitarme el gusanillo, sin entrar (de momento) a engrosar tal florido pensil.

Caminar por un jardín siempre me ha parecido sugerente. La vegetación tiene la sutil cualidad de poder relacionarse con los elementos y crear (de forma natural y sin ningún artificio) arte en su máxima pureza. Ahora mismo estoy cerca de uno espléndido, y la brisa hace sonar los árboles con una música inimitable, la respiración del viento se hace melodía entre las hojas. Y qué decir de estas rosas…  ¿existe algo más perfecto que una rosa? Rose is a rose is a rose is a rose…  Hay algo milagroso en las flores y que está misteriosamente relacionado con los sueños. El jardín del Edén fue el sueño de una divinidad antigua, y quizá de ahí ha devenido ya el sueño inherente de todo jardinero: ver brotar la semilla. Dice bellamente Alejandro Cevilla en La semilla y la idea[1] que «cuando la flor aún no existe el jardinero ya sueña con ella. E ilusionado con su llegada hace todos los preparativos».

Se le atribuye a Rembrandt la frase: «Elige solo una maestra: la naturaleza», y a Leonardo da Vinci que: «la pintura es nieta de la naturaleza; porque todas las cosas visibles han sido engendradas por la naturaleza, y de ellas ha nacido la pintura». Naturaleza y pintura, pues, han ido tradicionalmente de la mano, y hay un lugar en el que esta relación la vivo de forma especialmente intensa: en Madrid, y a través del jardín botánico. Este jardín que para mí tiene algo de mágico es ya como un fiel amigo al que visito gozosamente cuando paso por la ciudad. Pasear por él me reconforta y asombra con la variedad de sus coloridos pobladores. Qué cantidad de encuentros, susurros, pesares y besos habrán presenciado sus rincones. La glorieta de Linneo es delicadamente majestuosa y simétricamente delineada por una hermosa palmera que me une a mi natal geografía. Deja ver tras ella el Pabellón Villanueva, que acoge interesantes exposiciones como extensión de este lienzo vivo. No en vano fue el arquitecto Juan de Villanueva, predilecto de Carlos III, el que diseñó tanto el Real Jardín Botánico como el vecino Museo del Prado, y con ello enlazó de nuevo el destino familiar que une sucesivamente naturaleza y arte según afirmaban los grandes maestros. En la última exposición que tuve ocasión de ver en dicho pabellón, De arboris perennis, del fotógrafo José Manuel Ballester, plantea el artista la revisión de algunos cuadros clásicos de maestros como Botticelli o Giotto, en los que la naturaleza recobra todo el protagonismo en el cuadro al haber suprimido totalmente de su plano las figuras humanas. Pleno protagonismo tienen también las flores en los cuadros de Juan de Arellano, como me recuerda e ilustra gentilmente Martín Fernández de Navarrete, gran amante de las flores en todas sus dimensiones (reales y plásticas), gran conocedor y coleccionista de este género pictórico, además de estupenda persona y productor de excelsos vinos. Juan de Arellano forma parte de la colección del Prado con sus flores colmadas de una luz interior que casi parecen delicadas linternas de papel en forma de bouquet.

Sin darme cuenta las ramas del jardín me han llevado hasta el interior de nuestro más famoso museo y sus flores van tomando recintos y salas: «Que la tierra se cubra de vegetación»[2]. En aquellos cuadros, a diferencia de lo que vemos en la naturaleza diurna a simple vista, suele destacarse el color y brillo de las flores con fondos oscuros, resaltando la luz de sus pétalos, aunque a veces sea una luz más tímida y velada como en algunos cuadros de Jan Brueghel el Viejo (en la pintura holandesa también encontramos hermosos ejemplos de estas naturalezas muertas y al tiempo tan vivas). Pero he aquí que también la naturaleza se reserva sus propias sorpresas y maravillas. He aquí que hay otra imagen de cada flor tras su inicial semblanza, y que solo podemos descubrirla si las observamos con otra óptica, con otros medios que nos muestren la realidad invisible al ojo humano que atesoran. Hay una manera de verla, con el ojo fotográfico de Craig Burrows, que ha aplicado la fotografía de fluorescencia visible inducida por luz ultravioleta. También ha utilizado esta técnica en sus obras la artista Debora Lombardi, y los resultados son absolutamente espectaculares. Las flores aparecen con una cualidad cristalina, podrían recordarnos a las piezas en vidrio de Chihuly[3], solo que no son artificiales, sino prodigiosamente naturales, aunque vistas así parezcan realmente de otro mundo. Puede que los pintores del barroco lo sospecharan, o quizá lo hubieran visto, esa luz interior de las flores, porque los verdaderos artistas ven más allá de lo aparente, como ese jardinero que ya ve la flor cuando planta la semilla.


[1] Artículo inserto en la publicación DEambulatorio ARchitectohica II. Los inicios. VVAA. Coordinación de Pablo Manuel Milán Milán.

[2] Génesis 1:11.

[3] Dale Chihuly, escultor estadounidense especializado en trabajos en vidrio.

Rosa Cuadrado Salinas
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