De un director fundamental de la Nouvelle vague como Éric Rohmer, pasamos a otro, Jorge Grau, que en este caso fue un nombre esencial de la Escuela de Barcelona. Sin embargo, la película que hoy rescatamos dista mucho de ser representativa de la vanguardia de los nuevos cines europeos. Es más, pese al innegable sello de autor, Ceremonia sangrienta (1973) ha pasado a la posteridad como uno de los títulos más conocidos y referenciales del fantaterror español.
Coproducción hispano-italiana inmersa en el renacimiento del gótico europeo promovido por los éxitos de la Hammer y bajo la inevitable sombra de la tradición del terror transalpino, la historia nos presenta a Erszebeth Bathory, descendiente (y especie de reencarnación) de la mítica condesa húngara que solía bañarse en la sangre de vírgenes doncellas. La película, salpicada de guiños a la literatura de terror del XIX (que no acaban de cristalizar en un verdadero pastiche, pero que provocan la sonrisa en el espectador cómplice) y con ciertos dejes de opereta gótica, es la adaptación de una novela de Peter Sasdy que busca actualizar, en clave decimonónica, la historia de la condesa Bathory. De hecho, el propio Sasdy había llevado a la gran pantalla dos años antes, de la mano de la Hammer, la obra canónica sobre el personaje escrita por Valentine Penrose (La condesa Drácula). Son, el rebufo de esa cinta y la referencia de dicha biografía, las coordenadas donde deberíamos situar la película del cineasta catalán.
Grau da la batuta protagonista a Ersebeth, interpretada por una enigmática Lucía Bosé que se enfrenta al drama de un dilema que sigue hoy igual de vigente que entonces: el de la desesperación ante el fin de la juventud. Un miedo que está alimentado por otro temor igual de actual y conectado, a su vez, a otra pérdida añadida: la del amor de una pareja. En el caso de la película, el amor del marqués Karl Ziemmer, encarnado por un Espartaco Santoni trasmutado en antihéroe byroniano que no duda en recordarle a su esposa que ella no teme a la muerte, sino a su propia vejez.
Porque este es uno de los temas principales de la cinta: la reflexión sobre el paso del tiempo y las pérdidas que trae consigo. Otro será cómo el maltrato psicológico derivado del desprecio sentimental puede conllevar a la soledad y esta, en ocasiones, a la locura fatal. Y revoloteándolo todo: la obsesión por el sexo, convertida aquí en elemento (otro) de miedo y frustración. De hecho, si bien es cierto que, como cabría esperar, el erotismo está presente a lo largo de todo el metraje, no lo es menos que este no acaba de traspasar la línea de lo explícito, lo que dota a la película de una meritoria elegancia. La misma de la que participa su puesta en escena, tan contenida como certera respecto a los postulados del goticismo clásico, a lo que complementa una fotografía de tonos desgastados convertida en ilustrativa metáfora de la decadencia psicópata de la aristocracia.
Ceremonia sangrienta cosechó un notable éxito internacional, tanto de crítica como de público, convirtiéndose en su momento en toda una reivindicación del potencial comercial de una protagonista femenina. La indiferencia progresiva que acabaría envolviendo a su director (más allá de su siguiente película, posiblemente la más famosa de toda su filmografía: No profanar el sueño de los muertos, 1974) y la ingente cantidad y desigual calidad con la que el cine, y la cultura popular en general, revisitaron desde entonces la figura de la condesa Bathory, atrajo gravitacionalmente la memoria de esta película al agujero negro de las obras de culto. Aunque, en esta ocasión, debamos señalar que se trata de un culto más que justificado que bien pudiera demandar una ceremonia de sangre.
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