Hollywood, la diversidad, los premios y el dinero
Estos últimos años hemos visto como la ceremonia de los Oscars, los premios más importantes de la industria cinematográfica estadounidense, se ha convertido en el catalizador para el reclamo de una mayor cuota de protagonismo por parte de los actores y actrices de origen afroamericano. Con el hashtag #oscarssowhite se trataba de llamar la atención sobre la falta de diversidad dentro del cine estadounidense y la necesidad de la presencia de más papeles para la comunidad de color. Merece la pena aprovechar este tipo de movimientos para pararnos a pensar la magnitud de ese destierro y las causas últimas de la pervivencia de esas prácticas dentro de Hollywood.
La definición de raza dentro del contexto de la especie humana podría dar para un largo discurso. Baste de momento decir que para el que esto escribe, la idea de las razas no deja de ser un constructo cultural variable entre diferentes sociedades, algo que se vuelve casi transparente cuando nos enfrentamos a las separaciones existentes en lugares alejados de nuestro entorno; bien sea porque repentinamente nos encontramos con que se da una reducción de nuestro concepto general de raza y de repente descubrimos que existen unos supuestos «hispanos» que se diferencian de la raza blanca; bien porque una de nuestras grandes razas como la oriental deja de tener sentido cuando descubrimos que tratar de juntar en un mismo grupo a japoneses y chinos puede llegar a ser peligroso para nuestra salud. Esperemos que no haga falta empezar ahora a preguntarse también en qué raza entrarían los hindúes, los mongoles, los filipinos o todas las sociedades autóctonas americanas.
Sirvan estas últimas para ejemplificar nuestra habitual incapacidad para identificar el problema de la raza. De manera intuitiva la sociedad parece entender que los indios americanos, los que salían en las películas del oeste, eran una raza diferente a los indios sudamericanos, los que empezaban en México y llegaban hasta la mismísima Argentina. Lo de menos es que México sea tan norteamericana como los Estados Unidos, para qué negarlo. La realidad es que resultaría imposible separar a los habitantes estadounidenses entre ellos salvo por las realidades geográficas a las que se enfrentaban. Así, no es de extrañar que muchas tribus se encuentren a ambos lados de la frontera entre México y los Estados Unidos, caso de los Cocopah o los Kumai. Esta situación de continuo se da a lo largo de todo el continente, creando una sucesión de poblaciones que coincide con lo sucedido en el resto de nuestro planeta.
Comprendiendo, pues, que la obsesión racial de la cultura estadounidense no es más que un rasgo cultural y está muy lejos de ser un método válido para clasificar a la sociedad, vamos a aceptar para este artículo los grandes grupos raciales marcados por los estudios demográficos de los Estados Unidos, lo que nos debería servir para entender la percepción interna de sus problemas de diversidad. Al final, no nos olvidemos, Hollywood es sobre todo una industria de consumo interno cuya proyección internacional es vista como una especie de extra. Los estadounidenses no hacen películas para que se vean en Europa, ni siquiera en China; construyen objetos culturales para su propio consumo que posteriormente se exportan para aumentar sus beneficios. No somos los destinatarios de sus obras y nuestra percepción de las mismas les importa normalmente entre poco y nada.
Un ligero repaso a la demografía estadounidense y unos porcentajes
El censo de los Estados Unidos de 2010 se permitía establecer una clasificación de raza basada en cinco grandes etnias, posibles mezclas, un cajón desastre y una última categoría que ni siquiera ellos tienen claro qué comprende. Todo ello redondeado por el muy importante detalle de que al final es el propio encuestado el que decide dónde sitúa su identidad racial, lo que puede causar que en muchos casos se puedan dar respuestas contradictorias con la percepción de gran parte de la sociedad. De todos modos, vamos a aceptar que estas nos sirven para plantearnos una visión global de la población estadounidense, lo que no deja de ser muy optimista.
El mayor grupo social seguiría siendo a estas alturas el que se define como de raza blanca (63,7% de la población), le seguirían los hispanos o latinos (16,3%), los que se definen como de raza negra o afroamericana (12,2%), los de raza asiática (4,7%), y después tendríamos la presencia casi anecdótica de los nativos americanos (0,7%) y los de origen hawaiano y de las islas del pacífico (0,17%). A estos grandes grupos habría que sumarles un 1,9% que se declaran miembros de dos o más razas y un 0,2% que dicen pertenecer a una raza diferente de las mencionadas.
Si aceptamos que esa es la base real de la población americana y la tratamos de proyectar a la producción cinematográfica, lo más curioso del asunto es que nos encontramos con que los porcentajes de actores que se presentan como pertenecientes a la raza negra y que llegan a las nominaciones a los Oscars o a erigirse en protagonistas de cintas de todo tipo, no estaría seguramente muy lejos de su presencia porcentual en la población. Sin embargo, también notaríamos que la diversidad cultural brilla por su ausencia en el resto de casos.
Tomando el siglo XXI para hacer un cálculo, podríamos centrarnos en el caso de los Oscars: en estos dieciséis años se han presentado trescientas veinte candidaturas a las categorías de Mejor Actor, Mejor Actriz, Mejor Actor Secundario y Mejor Actriz Sencundaria; los premios que vamos a entender como más representativos de la industria y que nos podrían servir para tratar de medir la presencia de los diferentes grupos sociales en los puestos de honor de la gran pantalla. Si lo hacemos así, encontraremos que, de esas candidaturas, tenemos a una actriz de origen maorí (contaremos así a Keisha Castle-Hughes), cuatro de origen asiático (siendo amplios en la consideración al contar a Dev Patel y Shohreh Aghdashloo), nueve hispanos (entre ellos destacan Javier Bardem y Penélope Cruz), treinta y cuatro de raza negra y finalmente doscientos setenta y dos de raza blanca.
Fijándonos en porcentajes, ha habido un 0,3125% de candidaturas maoríes, un 1,25% asiáticas, 2,8125% hispanas, 10,625% de raza negra y finalmente un 85% de raza blanca. Dejando claro una vez más que estas clasificaciones no dejan de ser muy arbitrarias (¿acaso en España no se consideraría tanto a Bardem como a Penélope Cruz como de raza blanca, sin más?), lo cierto es que lo más destacado no es la falta de representantes negros sino la casi total desaparición del resto de grupos humanos de los Estados Unidos.
Los afroamericanos, desde luego, tienen toda la razón en reclamar una cuota mayor de pantalla y de presencia en los grandes premios, pero eso no debe hacernos olvidar que la industria estadounidense funciona como una máquina de ocultamiento mucho más efectiva de otro tipo de minorías, convertidas estas sí en apenas unas notas de color aleatorias en algunas cintas y figuras muy lejanas de poder llevar el peso de una trama. Los hispanos, en particular, son los más castigados por esa invisibilidad impuesta por Hollywood.
El whitewashing o blanqueo
Relacionado con lo anterior, merece la pena detenerse unos momentos para hablar de una práctica que sigue siendo común a día de hoy en el cine estadounidense y que es más culpable de la desaparición de la diversidad de las pantallas que la mera ignorancia de los actores para los premios o los grandes papeles: el blanqueo o, en una expresión mucho más afortunada, lo que en inglés se llama el whitewashing.
Resumiendo de manera sencilla, el whitewashing sería la práctica de coger un papel originalmente perteneciente a una raza diferente a la blanca y cambiarlo para que sea interpretado por un actor o actriz blanco. Es algo tan viejo como la mera existencia del cine y que llegaba a su máxima expresión en la época del blackface, cuando directamente se empleaba a actores blancos pintados de negro en lugar de recurrir a actores negros. A pesar de que esta última práctica ya parece desaparecida del cine, al menos del de masas, lo cierto es que el whitewashing no parece dispuesto a seguir el mismo camino.
La práctica de blanquear los papeles se ha cebado en particular con los personajes asiáticos. Así, uno de los ejemplos más paradigmáticos es el de Mickey Rooney en Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961), convertido en ese estereotipo japonés racista que es Yunioshi. No menos famoso es el caso de 21: Blackjack (21, 2008), donde la historia real de un grupo de estudiantes en su mayoría de origen asiático-americano se ve convertida en las peripecias de unos muy anglosajones Jim Sturgess y Kate Bosworth. Tampoco se quedó atrás la adaptación de M. Night Shyamalan de Airbender: El último guerrero (The Last Airbender, 2010), donde el original se movía entre los inuit, los tibetanos, los hindúes y los chinos, pero que en la gran pantalla veía a sus héroes convertidos en caucásicos y sus villanos manteniendo rasgos de medio oriente o la India. Esto último tiene algo de gracia teniendo en cuenta que el director es de origen hindú. Además de estos ejemplos, tendríamos otros muchos que mencionar: desde el Charlie Chan de Warner Oland al Fu Manchú de Christopher Lee; pero no vamos a pararnos ahora a resumir caso por caso, sino que vamos a tratar de entender las repercusiones de estos cambios en el espectador cinematográfico.
Todos deberíamos saber ya que el cine crea una realidad diferente a la nuestra propia: un mundo paralelo donde los héroes existen y son tremendamente atractivos, siempre acompañados de ayudantes igualmente deseables y dispuestos a enfrentarse a todo tipo de villanos. Al igual que pasa de manera aún más exagerada en la televisión, lo habitual es que el patito feo de una producción cinematográfica resultara el ganador de cualquier concurso de belleza. Y, sin embargo, pese a que sabemos que eso es así, es imposible que nuestras expectativas y nuestra interpretación del mundo no se vean afectadas por ese otro plano de la realidad, imposible por definición.
Cuando Scarlett Johansson, a la sazón una de las actrices más deseadas del planeta, apareció completamente desnuda en Bajo la piel (Under the Skin, 2013), uno de los comentarios más comunes en toda internet era el de la decepción por la figura de la actriz. Lo que se había producido, evidentemente, no era una repentina pérdida de atractivo por parte de la actriz americana, sino que el cine había creado unas expectativas sobre su físico que la realidad nunca hubiera podido cumplir. Esto por sí mismo no pasaría de ser una anécdota un poco gratuita sino fuese porque ese mismo efecto es el que explica la insistencia cinematográfica con la presencia de actores de aspecto anglosajón.
Porque cuando hablamos de que los actores son blancos, no nos referimos, como ya hemos comentado, a nuestra habitual concepción inclusiva donde españoles, italianos, argentinos, uruguayos o mexicanos somos tan blancos como un escocés o un noruego. No, para los americanos y su industria ser blanco significa acercarse lo máximo al ideal de aquellos que se llamaban los WASP: blancos anglosajones protestantes. El tipo de grupo en el que un judío neoyorkino resulta un elemento discordante entre los presentes y un católico es un rara avis que nadie entiende muy bien. En resumen, esos habitantes de Nueva York que nos mostraban Friends (id., 1994-2004) o Cómo conocí a vuestra madre (How I Met Your Mother, 2005-2014), donde lo más exótico que uno podría encontrarse sería una canadiense. Si La Gran Manzana presume de ser una ciudad cosmopolita y llena de diversidad, sus series y algunos de sus grandes directores (Woody Allen a la cabeza) nos dicen cosas bien diferentes y nos plantean una sociedad casi monocroma en la que, además, la aparición de posibles actores de otras etnias se convierte en poco menos que un acontecimiento que parece tratar de justificar lo sucedido en el resto del metraje.
Como espectadores aprendemos a ver a esos personajes de color, asiáticos o hispanos como excepciones, a menudo miembros de una suerte de sociedad extraña a los protagonistas, con otra manera de hablar y comportarse, y no pocas veces convertidos en personajes cómicos que buscan despertar nuestra risa más que nuestra comprensión. Así, poco a poco se va construyendo un relato que terminamos convirtiendo en nuestro, interiorizado, y que nos sorprende cuando se rompe. Al entender que los personajes que responden a ese estereotipo WASP son el común, lo normal, proyectamos sobre el resto de posibles identidades culturales y étnicas la figura de lo excepcional y con ello toda una serie de contenidos adicionales de los que es difícil escapar.
En resumen, de manera progresiva convertimos a los negros, asiáticos e hispanos en categorías cerradas y llenas de significantes de las que los blancos están libres. Un blanco que aparece en la pantalla está libre de todo prejuicio, puede ser cualquier cosa, pero cuando aparece alguien que no identificamos con esa identidad nuestras expectativas son muy diferentes. El problema es que seguramente acabemos llevando esos mismos prejuicios a la calle, a la vida real, donde a diferencia del cine, no tienen ninguna razón de ser.
Todo es cuestión de dinero
Con el motivo del estreno de su película Exodus: Dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014) Ridley Scott recibió todo tipo de críticas por el empleo de actores caucásicos para interpretar a los personajes de la cinta. El director se defendió entonces diciendo que para hacer un film de ese presupuesto, con esas necesidades de financiación e incluso con la necesidad de conseguir ventajas fiscales para el rodaje, necesitaba a auténticas estrellas al frente del proyecto, no pudiendo emplear a un tal Mohammed de no-sé-dónde.
Puede que las palabras de Ridley Scott en su momento sonaran un poco vacías, pero la verdad es que el director británico estaba dando la clave de la falta de diversidad en Hollywood: el dinero llama al dinero. Si los actores blancos con un aspecto cercano al ideal de los WASP se han convertido en el estándar del cine, es inevitable que de entre ellos surjan las mayores estrellas, aquellos que podemos convertir en nuestros iconos más internacionales y potentes. Las minorías se verán relegadas cada vez más a esos papeles que suelen terminar causando que a su intérprete se le califique como un «actor de carácter», un eterno secundario que a menudo se termina especializando hasta la extenuación en un único registro.
Teniendo esto en cuenta, la verdad es que un posible cambio de tendencia en Hollywood se nos antoja más que difícil. Para que la diversidad creciese en el cine más comercial debería darse un cambio de los gustos y las expectativas del público, unas condiciones que además vienen creadas por un largo proceso de construcción del universo ficticio cinematográfico que ha sido a menudo el resultado de decisiones conscientes. La industria lleva años alimentando una situación que solamente podría cambiar si hubiese también un cambio en los hábitos de consumo que ella ha creado, alimentado y que sigue manteniendo a día de hoy. El que estos se mantengan firmes, no es más que una profecía autocumplida en la que Hollywood sigue reforzando unos estereotipos cuya presencia refuerza las decisiones comerciales de los productores en un círculo aparentemente sin fin.
Una posible respuesta que muchos han defendido ha sido la de la creación de una especie de cines raciales. En este aspecto, los Estados Unidos ciertamente han conseguido construir un cine afroamericano en el que destacan figuras como Spike Lee y que ha tratado de plasmar sobre la gran pantalla el universo propio y las inquietudes particulares de un grupo social que se ve marginado en las producciones más generalistas de la industria. Sin embargo, este cine netamente dirigido a un público minoritario resulta no ser a menudo consumido por su supuesto público, que sigue acudiendo en masa a ver películas más convencionales. De esta manera, se estima que solamente el 20% del cine consumido por los afroamericanos está interpretado por actores de color. Esto nos dice a las claras que a pesar de que ese cine para las minorías pueda ser muy efectivo a la hora de documentar cuestiones de importancia para las mismas y darle voz a cuestiones ignoradas en otras producciones, no consigue en ningún momento construir un nuevo relato que sustituya o complemente al mayoritario.
Lo mismo ocurre en la televisión, por supuesto, donde existen y existirán esas denominadas «series para negros» en las que la identidad racial de sus protagonistas se convierte en la mayor parte de la identidad de la propia serie. Ya pasaba con títulos como Cosas de casa (Family Matters, 1989-1998), cuya condición de sit-com amable permitió que alcanzase al público general; pero ejemplos más recientes como Black-ish (id., 2014-) o Luke Cage (id., 2016-) nos muestran que a día de hoy seguimos viendo las series protagonizadas por un actor de color como un universo diferente y que no está dirigido a nosotros. No son para todo el mundo, porque ya sabemos que esas tendrían un casting totalmente blanco dispuesto a no llamar la atención.
La única respuesta, tal vez, sería la de la progresiva aparición de las minorías en las tramas sin que su identidad diferente fuera subrayada, hasta que esa condición minoritaria se convirtiese en invisible, absorbida por la fuerza del relato global. Solamente entonces podríamos buscar la presencia de la diversidad en el mundo audiovisual, cuando al ver un póster de New Girl (id., 2011-) no nos sorprendiese que hubiese un negro entre el grupo de amigos o los conflictos culturales entre los personajes fuesen independientes del color de su piel o su supuesta herencia étnica. Un posible espejo para mirarse podrían ser algunos logros puntuales de la producción cinematográfica y televisiva británica que, sin ser ejemplar en todos los casos, sí que ha conseguido triunfos como la serie Luther (id., 2010-2016) o la película Attack the Block (id., 2011), por citar apenas dos casos en los que el origen étnico de los protagonistas carece de importancia y se ve convertido en un elemento menor donde lo que realmente importa es su caracterización individual y el conseguir al mejor actor para el papel.
Como último apunte, y relacionado con la película británica ya comentada, merece la pena destacar la presencia de un actor de color como John Boyega. Antes del estreno de Star Wars: Episodio VII – El despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII – The Force Awakens, 2015), uno de los temas más comentados fue, curiosamente, de dónde salía un soldado de asalto negro. Es cierto que en las precuelas habíamos conocido que los clones eran fruto del ADN de Jango Fett (por cierto, interpretado por un actor de clara descendencia maorí como es Temuera Morrison), pero también es cierto que parecía claro que en la trilogía original estos habían sido sustituidos por soldados reclutados por toda la galaxia. Entonces, ¿por qué nos resultaba tan extraño un soldado de asalto que no fuese caucásico? Ni más ni menos que por ese proceso ya comentado en el que la raza blanca se ha convertido en el estándar de nuestra interpretación cinematográfica. Tal vez llegue el momento en el que la gente no entienda que nadie se sorprendiese al descubrir el pasado de Finn, pero de momento parece que eso todavía está lejos.
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A mí lo que de verdad me preocupa es la falta de representación blanca en la selección de baloncesto estadounidense. No hay derecho, está copada de negros cuando debería se de mayoría blanca ya que Estados Unidos es un país mayoritariamente blanco. #NBAbasketballsoblack