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La tormenta perfecta de Albert (Rivera) Macron

Han pasado varias semanas desde las primarias del PSOE y parece que, a falta de doblar el cabo de la moción de censura, el tormentoso curso político empieza a poner proa hacia las cálidas aguas del verano. A estas alturas, se han hecho ya todos los análisis posibles de lo que aconteció en Ferraz el pasado domingo 21 de mayo, y parece evidente que, más allá de la resurrección política de Pedro Sánchez, el cambio de discurso del PSOE alterará todos los equilibrios electorales del tablero político nacional.

Mariano Rajoy y el Partido Popular no estarán muy tranquilos tras las primeras decisiones de la nueva dirección socialista, que parece dispuesta a poner palos en las ruedas del gobierno. Podemos, por su parte, ha comenzado a estudiar lo que puede suponer la sobrecarga electoral del progresismo, un espacio que, hasta donde sabemos, es exiguo y en el que las viejas (en este caso en el mejor sentido de la palabra) siglas del PSOE pueden volver a irrumpir con fuerza. No en balde el secretario general redivivo ha declarado recientemente que se siente muy próximo a los votantes de Iglesias, dejando muy claras sus intenciones. Los partidos nacionalistas, claro está, habrán analizado esta última novedad como cualquier otra: preparando nuevas piruetas con palabras gastadas, en un intento por mantener su posición en el centro (ironías de la vida) de un terreno político cambiante. Sin embargo, existe una formación para la que la decisión de los militantes socialistas puede tener implicaciones aún más profundas: en esta política demasiado marcada por el corto plazo, podríamos estar asistiendo a la aparición de una breve ventana de oportunidad que brindaría a Albert Rivera la colosal oportunidad de emular al flamante presidente francés, Emmanuel Macron.

Existe un escenario en el que el errático revoloteo de Sánchez hacia la izquierda puede acabar provocando una tormenta perfecta naranja: aquel en el que la corrupción del PP pasa una lenta pero segura factura al partido del gobierno, lo que iría despoblando las dos orillas del río moderado que separa las dos Españas (la azul y la roja, que ahora son solo una, no sé si multicolor o más bien gris). En este contexto y siempre que Rivera diera el paso de enfrentarse realmente al PP (con realmente me refiero a un tipo de oposición al gobierno que de momento no hemos visto en Ciudadanos), el desamparo del votante del creciente centro podría conectar al candidato Rivera con una montaña de votos que hasta ahora le ha sido esquiva. Al fin y al cabo, los electores más moderados del PP son los más dispuestos a castigar sus corruptelas, y los más moderados del PSOE quienes más desconfiaban de Sánchez, antes incluso de ser el nuevo paladín de la izquierda enfrentada al establishment. Veremos si finalmente Rivera calcula este verano que el órdago puede colar; de ser así, podría encerrarse en una crisálida estival y regresar en septiembre transmutado: de grosera muleta del PP (que ni influye en el gobierno, ni satisface a sus votantes con sus constantes amagos de berrinche), a Macrón ibérico, solo que con un partido que ya pasó el trance de la escasez de militantes.

Llegados a este punto, entiendo que mi animadversión personal hacia Albert Rivera y su partido habrá traslucido ya de algún modo. En este odioso tiempo de postverdades (antes mentiras), su formación me parece la más ambigua de todas (y eso que la competencia es feroz); aquella que, más allá de los vaivenes ideológicos de los partidos, propios de las contiendas y el lenguaje electoral, tiene unos principios fundamentales más laxos. La organización de Rivera se me antoja, desde su nombre y logotipo asépticos, como un movimiento que se dice renovador, pero ha venido, como el Gatopardo, a cambiar todo para que nada cambie. Esta serie de rasgos, que recuerdan peligrosamente a los de algunos fenómenos políticos del pasado que actualmente pugnan por renovarse, le dan a Albert Rivera la capacidad de convertirse en un antidelfín político, defensor de todas las no-causas: lo mismo puede ser el campeón de todos los conservadores defraudados por el gobierno, que representar a los progresistas que en realidad no lo son o, incluso, a algunos indignados que no quieren que baje el Ibex porque temen que suba el paro. En este escenario absolutamente ficticio, tampoco es cuestión de ponerle límites a nuestro Albert Rivera superaglutinador.

Quizá todo esto les parecerá inverosímil. A mí también me lo parece, al menos hasta que reflexiono lo probables que parecen, por separado, cada uno de los pasos que forman esta cadena de acontecimientos: Ciudadanos solo necesita que a Mariano Rajoy le sigan estallando en la cara más y más casos de corrupción; que la incongruencia de Sánchez y su errática trayectoria enajene al votante de centro-izquierda socialista; que la amenaza nacionalista siga alimentando la reacción centralista; y que Rivera, como Macron, se ponga su país por montera, y España se deje. Curiosamente, a día de hoy esto último parece lo más complicado de todo. Rivera (y no es el único) puede recurrir a su carencia de pasado para criticar el presente ajeno, pero muy probablemente tiene más deudas de las que parece, y no con la gente adecuada. Para conseguir que sus acreedores le den el visto bueno a su definitivo ascenso, antes deberíamos presenciar nuevos capítulos de la historia de descomposición del maltrecho edificio político español. Pero, quién sabe… Quizá en su reciente visita a la última reunión del Club Bilderberg alguien le ha dicho a Rivera que vaya calentando, no vaya a ser que tenga que salir a jugar.

Víctor Muiña Fano
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