No son pocos los autores que han consagrado su carrera al binomio formado por la violencia y el sexo. Muchos cineastas, incluso, exploran tan minuciosamente estos extremos de la psique humana que estos quedan ligados para siempre a la obra del artista. Puede decirse que Sam Peckinpah trabajó sin descanso con las múltiples manifestaciones que puede adquirir la violencia del hombre. Pero, en Perros de paja (Straw Dogs, 1971), quiso recordarnos a todos que nuestro impulso por eliminar al prójimo está íntimamente relacionado con nuestro deseo de arrebatarle todo lo que tiene; especialmente si es una persona convertida en objeto de nuestro deseo.
Dado que esta premisa no necesita de un submundo criminal ni un continente repleto de forajidos, el director californiano traslada en esta ocasión uno de sus clásicos estallidos de violencia a un pequeño pueblo de la Inglaterra de los 70. David Summer (un astrofísico norteamericano interpretado por Dustin Hoffman) decide trasladarse al pueblo de su esposa Amy (Susan George) en busca de la tranquilidad necesaria para exprimir su beca de investigación. La llegada de la pareja, sin embargo, desestabiliza el ecosistema de la campiña inglesa; la brutalidad comienza entonces a manifestarse, poco a poco, alrededor de la pareja. Las noches de lluvia y cerveza bromeando sobre la belleza que había huido del pueblo, comienzan a dar paso a silenciosas elucubraciones sobre lo que los hombres desean hacer con Amy en privado.
De forma sutil pero imparable, la frágil mesura que el alcalde impone a sus vecinos comienza a resquebrajarse. Por la grieta se cuelan otras historias con las que Peckinpah nos aclara que lo que sucede a sus protagonistas no es una excepción. Su película trata la ubicuidad de la violencia, por mucho que juguetee un buen rato contraponiendo la barbarie del campo inglés y la aparente sofisticación de un científico americano. Todos somos hombres, animales que, entre la espada y la pared, atacan de la forma en que se hace cuando la vida misma depende de ello.
Que el núcleo de la película sea un duelo al sol, un tiroteo tras un atraco o un asedio a una casa de campo, es una cuestión sobre todo estética. Diferentes perspectivas del prisma de la violencia de un director que retuerce el refranero popular: se pelea siempre que al menos uno quiera; la violencia se impone siempre que un hombre quiere matar. El universo cinematográfico de Peckinpah se divide por el mínimo común denominador de la violencia y el resultado son planos en los que todos, astrofísicos y analfabetos, somos iguales. En sus coordenadas, solo los más despiadados logran sobrevivir.
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