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Arte y Letras

La democracia borbónica. De cómo las élites se reparten el poder y el botín

En 2018, la leyenda del pensamiento crítico estadounidense, Noam Chomsky, afirmó en una interesante entrevista concedida a El País que la gente «ya no cree en los hechos»[1]. Podría decirse que se trata de una entrevista reciente y, sin embargo, los dos años transcurridos remiten a un paisaje político y cultural casi ajeno, que justificaría utilizar aquella maravillosa expresión del historiador David Lowenthal: el pasado es un país extraño. La crisis del coronavirus no ha hecho sino profundizar en una de las lógicas que define lo que llevamos de siglo, acaso la que lo constituye: los ataques al consenso científico y el auge de las teorías de la conspiración. Se trata de un fenómeno estrechamente relacionado con la crisis de representación que afecta a la gran mayoría de democracias liberales; el propio Chomsky recuerda que gran parte de la sociedad, sumida en la precariedad, abraza un razonamiento que, en su raíz, no resulta ilógico: «Si nadie hace nada por mí, por qué he de creer en nadie.»[2] Las redes sociales han sido fundamentales para articular, aún de forma líquida, este fenómeno, proporcionando un soporte tecnológico y acelerando vertiginosamente la tendencia de la sociedad a la fragmentación. Determinados partidos y movimientos de ultraderecha han sido capaces de canalizar la desafección con el sistema liberal, aunque la politización de la irracionalidad no obsta para admitir, con Hardt y Negri, que parte de la sociedad tiene buenas razones para sospechar que los rituales electorales de las democracias liberales son, en parte, un espectáculo destinado a mantener en la sombra los espacios en los que se gestiona el verdadero poder. Las teorías de la conspiración, «un mecanismo tosco pero efectivo para aproximarse al funcionamiento de la realidad»[3], resultan instrumentales para las élites realmente existentes, puesto que convierten críticas legítimas en combates con sombras, sin afectar al auténtico régimen de poder. En este sentido, la reciente obra de Alberto Lardiés resulta particularmente útil como recordatorio de que gran parte de las maniobras de las élites españolas para «repartirse el poder y el botín» no tienen lugar entre bambalinas, sino que son, a menudo, obscenamente públicas; incluso, descaradas.

La democracia borbónica: de cómo las élites se reparten el poder y el botín (Editorial Foca) es un libro que llega, al mismo tiempo, tarde y demasiado pronto. Tarde, porque sus implicaciones políticas habrían sido, sin duda, más celebradas cuando aún se dejaban sentir las ondas sísmicas de aquel formidable terremoto que fue el 15M, hoy en día lejanísima prehistoria de la política española. Demasiado pronto porque, en tiempos de pandemia, 2019 también parece pertenecer a un tiempo que responde a dinámicas antiguas, superadas por los acontecimientos. Evidentemente, se trata de una cuestión de percepción que afecta a la recepción social de esta obra, y no a sus argumentos, ampliamente refrendados, por poner un ejemplo, por las revelaciones acerca de los negocios del rey emérito. El énfasis de Lardiés en los privilegios de la familia real como indicadores de una democracia incompleta, o erosionada, no es únicamente simbólico; el autor alude a una urdimbre de intereses políticos, económicos y sociales comprometidos con la defensa de una determinada concepción patrimonial del Estado que se ve legitimada a través de la institución monárquica. En este sentido, La democracia borbónica dedica buena parte de su exposición a repasar diversas tramas con las que se ha relacionado, de una forma u otra, a la monarquía española; el cerrojazo del denominado caso Corinna recibe especial atención, como ejemplo del blindaje al emérito impulsado tanto por el PP y por el PSOE como por ciertos ámbitos judiciales. Qué duda cabe que el autor podría reivindicar con justicia que la huida del rey emérito el verano de 2020 no solo legitima su argumentación, sino que la expande con un bordón no del todo imprevisto.

El aludido blindaje político y judicial de la monarquía juega, por tanto, un papel relevante en la estructura de poder española; también en la estructura argumentativa del autor, hasta el punto de proporcionarle un título y un leitmotiv general. A este respecto se debe agradecer que, a pesar de que la obra no sea de naturaleza académica, Lardiés haya dedicado unas líneas a justificar el uso del concepto democracia borbónica. En un repaso por algunas posibles alternativas para caracterizar su objeto de estudio, Lardiés recuerda el origen del uso contemporáneo del término casta, surgido en Italia en 2008 y popularizado en España por Podemos, desde 2014. Tanto el desgaste del término como el acceso de Podemos a las instituciones provocaron, recuerda el autor, que la formación morada intentase sustituir casta por trama, concepto que denotaba una suerte de conjura entre el poder político, el empresarial y el financiero. Lardiés también valora otros intentos de describir la estructura de poder, como el sistema, o el régimen del 78, aunque se decanta por aludir, sencillamente, a la democracia, apellidada borbónica para denotar una suerte de segunda restauración borbónica que, desde 1975, institucionaliza un sistema «cuyos problemas se heredaron de la dictadura y todavía hoy parecen imposibles de remediar».[4]

La elección del título resulta coherente con el contenido de la obra, que intenta retratar, desde la mirada del periodista, corrientes de fondo de la sociedad española históricamente enraizadas, y no simples dinámicas coyunturales. Lardiés, no obstante, introduce varias cláusulas para disuadir interpretaciones incorrectas de La democracia borbónica; así, se aclara que esta obra no pretende ser «una enmienda a la totalidad de la etapa de mayor libertad y prosperidad en la historia de este país», sino «poner negro sobre blanco el conjunto de atropellos que a diario sufre la gran mayoría de ciudadanos»[5]. En el mismo sentido, reitera que su trabajo «no ataca a la democracia, sino que busca reforzarla denunciando su mal funcionamiento»[6]. El autor, de hecho, deplora de antemano que se tilde de comunista a quienes critican la pérdida de soberanía de la ciudadanía, y aclara que La democracia borbónica no pretende «denunciar los males intrínsecos del capitalismo», cuya existencia no niega, sino desvelar cómo «las élites extractivas combinan sus intereses en detrimento del resto de la sociedad»[7]. Su objetivo último es mostrar, «con argumentos», las «relaciones indecentes del establishment», que obligarían a una regeneración del sistema político español.

Se trata de una decisión relevante desde el punto de vista teórico, puesto que Lardiés afirma que el libre mercado, en puridad, «no funciona en España», sustituido por las relaciones privilegiadas entre las élites, beneficiarias de la incapacidad de la administración y las instituciones reguladoras para embridarlas[8]. Se le podría objetar al autor que su libro, más que demostrar que el carácter predador de las élites españolas sustituye los mecanismos del libro mercado, ofrece numerosos ejemplos de que el libre mercado es, precisamente, el ecosistema que produce y reproduce tales comportamientos. Matices al margen, Lardiés elabora, a partir de las premisas mencionadas, una nutrida crónica periodística que denuncia, con nombres y apellidos, a gran parte de las élites españolas, con especial énfasis en lo que podríamos considerar un sistema de favores mutuos que delata el permanente compadreo entre las instancias judiciales, políticas y económicas del país. Muchos de los asuntos tratados por La democracia borbónica forman parte de la memoria colectiva reciente de España: el ya mencionado caso Corinna, el caso Nóos, el caso Bankia, las tarjetas black, la amnistía fiscal, el Ibex 35, las escuchas de Villarejo, el máster de Pablo Casado, el rescate bancario, la lucha por el control de RTVE… El primer capítulo del libro comienza, no podría ser de otra forma, repasando la incompleta Transición española, marcada por las renuncias simbólicas, la impunidad de los asesinos, la falta de reparación para las personas represaliadas y, en especial, la continuidad institucional, toda vez que el proceso estaba tutelado por «el Ejército, la Iglesia y las élites políticas y económicas del franquismo»[9]. El relato de la Transición expurgó cuidadosamente de su narrativa todo aquello que pudiera obstaculizar una especie de olvido colectivo que alcanzó también a la propia violencia con la que las autoridades de aquellos años reprimieron huelgas y manifestaciones. Este pacto de silencio, que incluía asumir con naturalidad la continuidad de gran parte del edificio judicial del franquismo, facilitó que la Constitución blindase una monarquía opaca y generosamente financiada, y estableció las bases del turnismo entre el PP y el PSOE, una hibridación de intereses que iba mucho más allá de la mera alternancia al frente del Ejecutivo. Los acuerdos del bipartidismo articulan parte de la narrativa de La democracia borbónica: el susodicho blindaje de la monarquía, de la ley electoral o de los aforamientos, el pacto para aplicar el 155 en Cataluña, para la reforma del artículo 135 de la Constitución… En definitiva, una profunda sintonía a la hora de defender la continuidad del régimen que se extendió, claro está, a las puertas giratorias, al reparto de puestos en consejos de administración o al expolio de las cajas de ahorros.

La obra también aborda asuntos de menor calado estructural, pero altamente simbólicos. El caso de las acusaciones de plagio en la tesis doctoral de Pedro Sánchez es uno de ellos, y sustenta uno de los capítulos más interesantes. Alberto Lardiés, quizá por ser él mismo periodista, escribe con particular tensión acerca de la compleja historia de las revelaciones sobre la tesis doctoral de Sánchez y de la gestión del PSOE para intentar minimizar su impacto en la opinión pública. En términos generales, los pasajes más interesantes de La democracia borbónica tienen que ver con el ejercicio del periodismo, tanto en su vertiente investigadora, como en sus relaciones con el poder. Merece la pena destacar, al respecto, los capítulos dedicados a la soterrada disputa por el control de RTVE o a la operación de rescate a PRISA. En estos pasajes brilla especialmente la capacidad del autor para hilvanar con agilidad episodios sobradamente conocidos de la vida política española y enriquecerlos con la perspectiva de alguien que conoce la sala de máquinas de la comunicación del país. Sin embargo, queda la sensación de que buena parte de los capítulos repasan escándalos y corruptelas como los anteriormente citados sin más afán que el informativo. Este tratamiento epidérmico de fenómenos tan complejos y multidimensionales como el nacionalismo, por poner un ejemplo, no sería un problema si la obra no aspirase, explícitamente, a desentrañar el funcionamiento del poder en España, objetivo ambicioso que requeriría bucear más a fondo en las propias premisas teóricas. Al respecto, es improbable que resulte operativa una división esquemática entre élites perversas y pueblo decente («Los españoles son mejores que las élites»[10]): lo que subyace a lo largo de toda la esta simplificación disuade de profundizar en lo que, siguiendo a Michael Mann, podríamos definir como las fuentes del poder social. Las élites, tanto las de una democracia liberal como las de una teocracia, pueden repartirse «el poder y el botín» porque logran mantener el favor de una parte significativa de sus electores o de sus súbditos, bien mediante incentivos materiales, bien mediante recompensas simbólicas. No hay élites sin clientes, ni clientes sin intereses.

En todo caso, esta puntualización no afecta al interés de la obra , ni resta mérito a su relato de unas décadas marcadas por una corrupción sistémica que supera, con mucho, los estándares europeos. La democracia borbónica, en tanto relato periodístico, es una obra amena y, en varios pasajes, reveladora, que tiene la virtud, entre otras muchas, de poner de manifiesto la cadena de favores que garantiza la transmisión familiar del poder, desmintiendo el sobado relato de la cultura del esfuerzo, menos determinante para la reproducción de las élites que la cultura del enchufe. Respecto al estilo, ya se ha comentado que Lardiés logra agilidad, y no es un mérito escaso, teniendo en cuenta la profusión de nombres a los que hace referencia. Algún lector quizá encuentre ciertas frases excesivamente enfáticas («esas tarjetas black que harían vomitar a cualquier persona decente»[11]), o coloquiales («Tiene guasa que Sánchez y los suyos…»[12]), pero la narrativa de Lardiés no pierde, pese a ello, su pulso y su fluidez. La democracia borbónica es, en definitiva, una amena y valiente crónica negra del régimen democrático español, retratado en algunos de sus aspectos más nefastos y perjudiciales para la ciudadanía. Es un trabajo, por otra parte, que contribuye a realzar la importancia del buen periodismo. En tiempos de pandemia y conspiraciones, el viejo y denostado ejercicio de informar resulta más importante que nunca; tan importante, que la salud de la sociedad puede depender de la calidad de la información que reciba. Literalmente.


1 «Noam Chomsky: “La gente ya no cree en los hechos”», El País, 10/03/2018
2 Ibid.
3 Hardt, Michael y Negri, Antonio: Imperio, Paidós, Barcelona, 2005, p.345
4 Alberto Lardiés, La democracia borbónica. De cómo las élites se reparten el botín, Akal, 2019, p.11
5 Ibid., 16
6 Ibid.
7 Ibid.
8 Ibid., 329
9 Ibid., 29
10 Ibid., 325
11 Ibid., 11
12 Ibid., 225

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