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1949 – La máquina de broncear

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El de la Grecia clásica era un mundo misógino. Es mucho, casi todo, lo que debemos a aquella Hélade floreciente que inventó la filosofía y la democracia, pero toda alfombra hermosa tiene porquería debajo, y aquella tenía (y también se la debemos) una opresión fortísima y explícita de la mujer, sancionada a través de mitos como el de Pandora. Demóstenes escribió: «Tenemos a las heteras para darnos placer, a las criadas para que se hagan cargo de nuestras necesidades corporales diarias y a las esposas para que nos den hijos legítimos y sean fieles centinelas de nuestras casas», y a Semónides de Amorgos, un poeta satírico de los siglos VII y VI antes de Cristo, lo hizo famoso un Yambo de las mujeres en el que se lamentaba de que «este (las mujeres) es el mayor mal que Zeus creó, y nos lo echó en torno como una argolla irrompible». La larga y fecunda tradición de que el opresor se haga pasar por oprimido, sostenida hoy con vigor por el talibanismo cristiano y el supremacismo blanco, también nació en Grecia, donde a aquellas supuestas tiranas solo les era dado ser putas o ser sirvientas: dos opciones, y no las tres que enumeraba Demóstenes, porque no otra cosa es ser ama de casa que ser sirvienta.

La función esencial de la mujer griega era agradar al hombre; su primer deber, hacerse bella para él. Y en aquella Grecia filósofa que también reflexionó largo y tendido sobre la belleza, uno de los cánones principales era la blancura de la piel. Era símbolo de pureza y el color del marfil y del mármol de Paros, con el que los grandes escultores helénicos tallaban sus cariátides, sus venus y sus victorias, y conseguirlo llegó a ser una auténtica obsesión para las griegas. El sol del Mediterráneo constituía un obstáculo formidable en esa búsqueda, pero había un método que permitía superarlo y que era empleado especialmente por las heteras, una especie de prostitutas refinadas de origen esclavo a las que se educaba para que tuvieran buena conversación y que eran célebres por la preparación que también recibían para la danza y la música. Ese método era el albayalde. Se llama así en castellano, albayalde (deliciosa palabra de origen árabe), a un polvo también conocido como cerusa, blanquíbolo o blanco de plomo y que en realidad es carbonato básico de plomo: un polvo blanquecino que las heteras desleían en miel y con el que cubrían su rostro cada noche antes de acostarse. Al levantarse, se lavaban la cara con agua fría y posteriormente se aplicaban otra capa de la misma mezcla pero más diluída. Conseguían así el ansiado blanqueamiento, pero aquello, como siempre que se arrebata algo a la naturaleza para perfeccionar lo humano, tenía una terrible contrapartida: el blanquíbolo era fuertemente tóxico y solía acabar envenenando y matando prematuramente a sus usuarias.

Pese a todo, el albayalde siguió siendo utilizado como cosmético durante siglos, porque, pese a existir otros blanqueadores, como el polvo de arroz, ninguno lograba su efecto y su resistencia. Y blanquearse, había que blanquearse, lo cual también era un símbolo de estatus social: distinguía a las mujeres de clase alta de las campesinas, que trabajaban la tierra de sol a sol y consecuentemente eran tan morenas como podían serlo. Sombrillas, velos y otros adminículos cumplían la misma función palidecedora de los rostros aristocráticos, y la blancura se volvía así una sutil proclamación de superioridad. Era más blanca quien menos trabajaba y más recursos tenía para adquirir cachivaches que espantaran la luz del sol.

Demostrando que Marx tenía razón al hacer de la economía la base de todas las cosas, el canon de belleza solo cambió cuando la economía lo hizo y el sector primario dio paso al secundario como nuevo motor del desarrollo. La revolución industrial propulsada por la máquina de vapor de James Watt y el telar de Jacquard llenó de hombres, pero también de mujeres, las factorías insalubres y mal iluminadas y ventiladas que comenzaron a poblar Europa, y a las trabajadoras, que no laboraban ya bajo el sol sino a cobijo de él, la tez pasó a volvérseles tan pálida como a las nobles. Lo era, además, sin la asistencia de ningún cosmético: se trataba de la blancura genuina que solo da la enfermedad. Las aristócratas decidieron en consecuencia (lo decidieron inconscientemente) invertir las tornas de la hermosura: si las proletarias del siglo XIX pasaban a ser blancas, ellas pasarían a ser morenas. Lo serían, además, persiguiendo el mismo objetivo que antes las había hecho buscar la palidez: también la función de un buen bronceado sería simbolizar estar emancipada de la tiranía yahveica del trabajo, además de gozar de buena salud. Era morena quien, además de no pasarse doce horas diarias respirando toda clase de miasmas en las infames cadenas de montaje de la edad de oro del capitalismo, tenía tiempo libre y dinero para irse a tomar el sol a las playas de la Costa Azul, la Riviera toscana o las islas egeas. El pistoletazo de salida definitivo de esta nueva concepción de la belleza lo dieron dos mujeres: Coco Chanel, que puso de moda el moreno en los años veinte tras regresar bronceada de unas vacaciones en Cannes, y Josephine Baker, una artista mulata de vodevil oriunda de Estados Unidos pero nacionalizada francesa que en aquellos mismos años llenaba los teatros de toda Europa con provocativos espectáculos en los que bailaba semidesnuda y cuyos carteles la anunciaban como la Venus de Bronce, la Perla Negra o la Diosa Criolla.

Del capitalismo, ya se sabe con qué rapidez y resolución invade cada nicho de mercado que va encontrando, y la obsesión tanoréxica así inaugurada no fue diferente. Las mujeres occidentales no tardaron en disponer de toda una panoplia de ungüentos milagrosos que les prometían una piel de caramelo como la de la Baker. El primero apareció en 1927 inventado por el diseñador y perfumista francés Jean Patou, que lo bautizó con el sugerente nombre de huile de Chaldée, «aceite de Caldea». El solárium también fue inventado por esas mismas fechas, pero tardaría aún unas cuantas décadas, concretamente cinco, en volverse popular, primero en Escandinavia y luego en el resto del mundo. Entre medias, hubo un artilugio que funcionó como una suerte de eslabón entre ambos inventos; que no era ni ungüento ni máquina, sino una máquina administradora de ungüento: la tanning vending machine, una especie de surtidor con manguera que fue presentado (por una modelo curiosamente rubia y de tez pálida) en la Annual Vending Machine Convention de Chicago en 1949 e instalado posteriormente en varias playas, piscinas y pistas de tenis de Estados Unidos y que permitía dispensarse loción bronceadora durante treinta segundos insertando un dime, esto es, una moneda de diez centavos.

La vida del invento fue corta. Sucede a veces con algunos artilugios que, aunque resuelvan más cómodamente un determinado quehacer, chocan con cierta resistencia íntima e inconsciente que los seres humanos oponemos a la maquinización excesiva de nuestras vidas; con cierto ludismo latente que no hemos dejado de profesar desde los inicios de la revolución industrial. Aquellos bálsamos de Fierabrás que prometían ennegrecer la piel del mismo hombre blanco que había sojuzgado África con argumentos racistas podían tener mucho de extravagancia decadente, pero no dejaban de entroncar con una tradición milenaria que se remontaba no ya al albayalde de las heteras griegas, sino a los primeros lápices de labios empleados por los sumerios en el quinto milenio antes de Cristo, si es que no a las pinturas faciales de los guerreros prehistóricos. Repostarse melanina como se reposta a un coche de gasolina sin plomo era otra cosa y tampoco se parece a los solárium, al fin y al cabo recreadores del sol en los que es fácil cerrar los ojos y hacerse a la idea de que uno está realmente tostándose en una playa.

Curiosamente (o no tanto), al mismo tiempo que las mujeres europeas y norteamericanas buscaban la negritud, el racismo colonial calaba en las poblaciones conquistadas hasta el punto de generar allá la obsesión contraria. En África, pero también en Asia y en Latinoamérica, comenzaron a venderse como churros toda clase de pociones blanqueantes, que en América Latina se unían a otras que prometían a las mujeres mestizas hacerles crecer pelo en piernas y brazos, signo de ascendencia genética europea. En China, en realidad, llovía sobre mojado, porque ya la tradición china celebraba la blancura de la piel, haciendo popular el dicho Bai fui mei: «Blanca, rica y hermosa». También allá, y también en Japón, las geishas y otras cortesanas se blanquecían la piel con polvos de plomo, arroz y tiza a fin de parecerse a las mujeres de piel de jade o perla que celebraban los poetas. Y también a esos ungüentos se sumaba el uso de artilugios como parasoles o los actuales carakinis, especie de pasamontañas que muchas mujeres chinas utilizan cuando salen a la calle para evitar que los rayos de sol les bronceen la piel.

Actualmente, los ungüentos blanqueadores representan un setenta y uno por ciento del volumen total del sector de los cosméticos en China. En India se vende incluso un autodenominado abrillantador de vaginas. Y en toda Asia se ha vuelto muy popular una cámara de fotos que blanquea automáticamente los rostros fotografiados.

El ser humano nunca está contento con lo que tiene.

Pablo Batalla Cueto
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