Alejandro Magno y la sacralización del poder
«La exaltación del poder personal se basa en una magnificación del regente, que lo hace diferente a los demás seres humanos e incluso imprescindible para la supervivencia de la comunidad». Con esta frase de Melero podríamos resumir siglos y siglos de monarquías absolutas en Europa, pero si debiéramos buscar al mayor culpable de la cultura supremacista, posiblemente nos sería inevitable señalar (con dedo acusador) al pueblo griego, que durante el periodo helenístico no dudó en endiosar a sus variados dirigentes.
Pero pongámonos sobre los antecedentes: con el final de la etapa clásica, la figura del monarca cambió su postura abúlica por otra claramente operante que le permitía ser considerado como un guerrero más, un miembro de honor en la primera línea de infantería que se arrojaba a la batalla junto a sus tropas (eso sí, protegido por su somatophýlakes o guardia personal); su presencia arengaba a los soldados, como si su rígida postura y la seguridad de sus dictámenes fueran suficiente para garantizar la victoria. Acompañados por su rey-miliciano-amuleto, el ejército sentía que se enarbolaba su fiereza y que por fin eran comprendidos, abandonando la forma de piezas de ajedrez movidas desde la salvaguarda y comodidad de unos aposentos reales para devenir en camaradas de aquel nuevo compañero que dosificaba su comida en campaña y sufría las heridas o fracturas que podían llegar a incapacitarlo de por vida; de esta manera, se ganaba el respeto, honor y fidelidad de la gente, negándose a abandonar los asuntos de Estado aunque le fuera la vida en ello. Cuando la lidia le otorgaba la victoria, sus eruditos lo hacían ver como libertador y protector del cosmos, arguyendo que solo él sería capaz de mantener la paz y atraer el esplendor a la ciudad tomada, como si con su gracia pudiera compensar a los derrotados cuyas familias había mandado asesinar bajo cargos de usurpación y traición o cuyas propiedades habían sido destruidas; contrariamente, ser vencido implicaba una falla en sus obligaciones y justificaba la pérdida de su linaje dinástico, puesto que el rey no solo era una cabeza con corona impartiendo sus dictámenes, sino el responsable de ser y parecer aquello que sus súbditos deseaban. Es decir, un salvador.
Beligerante, compartiendo las penurias del recluta, implicándose en cada nimio detalle de la regencia, adorado por el vulgo y (de manera inicialmente más forzada) por las tierras conquistadas… ¿no podría ser casi la descripción perfecta del archiconocido Alejandro Magno, que en cada misión se situaba el primero ante el peligro y que jamás cedió un palmo de su mando a menos que fuera estrictamente necesario? El componente militar sin duda supuso un nexo para la devoción que le mostraron sus súbditos, pero el auténtico y principal motivo de la adoración hacia Alejandro fue la administración autónoma y nominal de su imperio; por ejemplo y para ilustrar esta interesante forma de gobierno, podemos comentar que el macedonio decidió encargarse personalmente de los archivos, correspondencia y finanzas, así como de la jurisdicción judicial, conformando una línea abierta de apelación frente a su persona para cualquier tipo de reclamación popular. El hecho de que además fomentara las actividades comerciales con otros territorios (llegando al punto de negociar con mercaderes y protogremios) provocó una oleada de agradecimiento entre sus súbditos que se acrecentó tras su decisión de no atesorar ninguna riqueza individual, destinando todos los recursos pecuniarios a la acuñación de una moneda imperial, así como a la gestión de una política económica que mejoró las condiciones de vida de todas las clases sociales hasta el punto de asegurar la imposibilidad de una tesaurización improductiva.
Sin embargo, tras la muerte de este personaje y la llegada de la época helenística, nos encontramos con una conceptualización de la figura del soberano que ya no gira en torno a aptitudes como el carisma o la implicación que había demostrado el macedonio; en su lugar se impone nuevamente el concepto de riqueza unido con un toque de prodigalidad. ¿El por qué de este cambio? Probablemente que ya nadie se sorprendía de ver a un líder batallando entre sus generales, sino que se consideraba un mínimo imprescindible para demostrar su capacidad de mando, y en la búsqueda de un nuevo componente para enaltecer al supra (ese concepto del que ya te he hablado en otros artículos, querido lector) apareció en juego la capacidad crematística. Obviamente, seguían siendo patentes algunos paralelismos entre ambas tipologías, pero ahora el meollo del asunto se encontraba en que el monarca destinaba parte de su tesoro (formado por los gravámenes feudatarios) a erigir murallas y construir teatros a cambio de agradecimiento y veneración eterna. Por arte de birlibirloque, el mismo hombre que arrasaba ciudades y ajusticiaba a mujeres y niños, ese que disponía de los territorios como si fueran una propiedad privada (añadiéndolos, por ejemplo, a dotes de princesas para nupcias con delfines extranjeros), se convertía en un filántropo amado por los mismos vasallos que vivían el reclutamiento forzoso o que en muchos casos cruzaban las lindes del reino para escapar de las levas (obligando a una contratación de mercenarios o piratas que convertía el conglomerado marcial en una mera relación contractual y puntual); ese hombre que en lugar de autosatisfacer sus caprichos o ampliar sus palacios, resolvía suavizar su poder despótico a través del conocimiento y el estudio de filósofos y sabios, llegó al límite de favorecer la adhesión de ofrendas divinas sacralizando su figura al procurarse un árbol genealógico que lo emparentaba con olímpicos o héroes de la talla de Ulises, Heracles, Jasón o el mismísimo Alejandro Magno.
En los casos en que esta agnación era correcta y/o probada (como las dinastías Antigónida y Ptolemaica) las acciones gubernamentales tampoco fueron mejores, puesto que normalmente se apostó por un gobierno tributario en el que los territorios conquistados no mantenían unidad alguna pero aportaban, mensual o trimestralmente, las gabelas pactadas; esto demostraba que los nuevos líderes tan solo estaban interesados en las ventajas financieras que suponían las acciones invasivas o coloniales, lo que les imposibilitó el camino hacia el corazón de la plebe. En el caso de la dinastía Antigónida, se instauraron un demos compuesto por la nobleza y un koinon (asamblea de ciudadanos macedonios) que, según algunas hipótesis, habrían podido parlamentar y ejercer su derecho al voto frente a los designios reales; sin embargo, actualmente no disponemos de decretos firmados por ningún concilio macedonio, por lo que se ha presentado la posibilidad de que la función de ambos fuera únicamente honrar al rey en festividades y reuniones, relegando su voto a un mero alarde decorativo y no una verdadera dación útil. Por otro lado, sí nos han llegado indicios que demuestran que el rey podía, de manera puntual, delegar en sus epistatai (supervisores) si debía intervenir en asuntos desarrollados fuera del epicentro monárquico, como fue el caso de las colonias del extrarradio que tomaban la falsa apariencia de una polis independiente.
En el caso de la dinastía Ptolemaica (iniciada con Ptolomeo Lágida y finaliza con Cleopatra en el siglo I a.C.) su sistema económico resultó dirigista y abusivo para con el campesino, asfixiando su producción con el fin de evitar el comercio de excedentes; a diferencia de Alejandro, Ptolomeo dividió la tierra cultivable en cuatro tipos: basiliké chora, es decir, una propiedad personal cultivada por lugareños que contrataba durante periodos más o menos prolongados; doreá, que significa literalmente regalo y se convertía en una retribución a los funcionarios por su trabajo; klerouchoi o parcelas destinadas a los extranjeros que se comprometían no solo al cultivo, sino también a formar parte del ejército, llegado al caso; y la hierá chora, una serie de extensiones dedicadas a los templos que eran cultivadas por los devotos de la divinidad consagrada. Como imagino que ya supondrás, este modelo mercantilista provocó el contrabando y la producción clandestina de aquellos ciudadanos que buscaban sobrevivir a los designios de Serapis, la deidad sincrética greco-egipcia que había llegado de la mano de Ptolomeo I para asegurar su hegemonía y que, a diferencia de Alejandro Magno, los condenaba a pasar hambre.
En este punto, algunos de vosotros, queridos escépticos históricos, seguramente querríais preguntarme: «Pero Tamara, ¿era la gloria de Alejandro tan justificada? ¿Verdaderamente fue el caudillo justo y ecuánime que nos han mostrado sus historiadores y la reinterpretación cinematográfica de 2004? ¿Fue su grandeza simplemente una leyenda?». En respuesta y haciendo honor a la verdad, debo romper la burbuja del mito para decir que no es oro todo lo que reluce y que este caudillo griego también metió la pata en sendas ocasiones. Dejando de lado la ambición imperialista que provocó tantas bajas humanas (pues de eso ya es imposible salvarle a él y a otros cientos de cabecillas), lo cierto es que le faltó tiempo para autosacralizarse tras la visita al Oráculo de Amón en Siwa, luego de que los sacerdotes lo saludaran como Hijo de Amón; tampoco dudó en instaurar para sí la proskýnesis (una inclinación hasta entonces dedicada en exclusiva a los dioses), convirtiéndola en un símbolo de sumisión casi insultante que recibió las críticas de sus compañeros macedonios, quienes le advirtieron que semejante blasfemia acarrearía un castigo divino (quizá las fiebres que lo mataron fueran el escarmiento enviado por los dioses, o el simple intento de su amigo Medio de Larisa de pararle los pies a un futuro megalómano utilizando veratrum album, lo que encajaría bastante bien con el relato del historiador Diodoro, pero… chi lo sa?). Para ser sinceros, cuando Alejandro acarreó su epíteto hegemón, se llevó consigo una fuerte actitud beoda en los banquetes y unos insufribles ataques de cólera durante los que no dudaba en ajusticiar a aquellos compañeros que el alcohol le hacía ver como traidores, pero ambos comportamientos quedaron eclipsados y justificados (hasta cierta medida) por la eficiencia de sus políticas financieras y por el concepto de integración cultural que sirvieron como icono de su biografía; puntualizo aquí que, aunque su capacidad como economista fue excelsa y difícilmente censurable para la época, lo cierto es que su plan para la unificación cultural en realidad se centró exclusivamente en los miembros de la aristocracia, asegurándose así el control de los territorios colonizados (poco o nada le importó la adhesión de las masas ciudadanas ordinarias). La comparativa con los reyes precedentes y posteriores, hacia quienes apuntaban las delatoras flechas de una patética parodia vallinclanesca, ayudó a que la Historia se mostrara magnánima con el gran conquistador: para los anales del tiempo, Alejandro había sido el Grande, el poderoso muchacho al que Artabazus II deslumbrara con las historias sobre Darío y Ciro II, el devoto campeón que pagaba a sus súbditos con prosperidad y, por todo ello, solo a él se le permitió rezumar cierto grado de divina pomposidad.
El hijo de Filipo II de Macedonia y Olimpia de Epiro se convirtió en un mito para Europa y un modelo a seguir incluso finalizado el periodo de preeminencia de la Elláda, pero sus imitadores rara vez cruzaron la puerta de la eternidad, resignándose a ocupar los peldaños que ya habían desgastado otros.
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