Amor pintado de azul. A propósito de la escena de sexo en «La vida de Adèle»
Considero que, si hubiera que enseñarle el cine a alguna entidad alienígena capaz de expresar emociones y razonamientos (o su equivalente), probablemente mi primera opción (lo que es decir mucho, dado que sobrepienso todo) sería La vida de Adèle (2013) de Abdellatif Kechiche: una exhaustiva, desgarradora y brillante historia de amor, una suerte de recreación (usando cuidadosamente el término) de una vida que inspira y duele tanto como la nuestra. La propuesta de Kechiche es fácil de seguir: Adèle, adolescente criada en el París liberal y artsy de la clase media, se enamora de Emma, muchacha de pelo azul, algo mayor que ella. Adele no se identificaba como lesbiana. Y, más que atracción, su conexión con Emma parece responder a algo mucho menos común: la sensación de reconocerse uno mismo en el otro, de sentir lo que otro siente o querer hacerlo; amar con intensidad, quizás el mayor riesgo que puede asumirse en lo cotidiano. La película, de tres horas de duración, se filma a partir de un enfoque cuasi etnográfico: tomas libres que siguen a Adele (nombrada así por la protagonista, Adèle Exarchopoulos) en su relación con Emma; escenas que remiten a la cotidianidad del personaje, sin mucho maniqueo o énfasis dramático. Kechiche filma su vida y punto. Interviene, eso sí, casi de forma voyerista, con una cámara intrusiva y fija en el día a día, que, en las tres horas de metraje, no se olvida de nada.
Una de las escenas más evidentes de este enfoque es, a su vez, uno de los principales motivos de controversia en torno al film. En una escena, quizás la más famosa (aunque no la mejor) de la película, Adele y Emma hacen el amor. La escena dura más de diez minutos. Los cortes entre tomas son pocos y solo sugieren una leve transición, sin ningún atisbo de censura o restricción. Se ve a Adèle y a Emma en diferentes posturas sexuales, con primeros planos que enfocan su cuerpo, su rostro y las acciones que realizan. Ambas actrices usaron vaginas prostéticas, posiblemente porque Kechiche las filma en desnudos frontales, una de las tantas decisiones estéticas que se alejan de las convenciones del cine mainstream (incluso del cine de autor). La escena culmina, evidentemente, con ambas alcanzando el orgasmo. Es evidente que esta escena forzó al film a recibir NC-17 (los menores de 17 pueden verla) como calificación en EEUU, un rating comúnmente asignado a películas con violencia o sexualidad extremas.
La controversia se hizo evidente. Oposición, desde la izquierda hasta la derecha, debido a lo explícito de la propuesta. Acusaciones constantes de abuso por parte de Kechiche. Una serie de reacciones abiertamente contrarias a lo que se filma, a cuestionar las motivaciones y ejecución de la escena. Creo que estas reacciones son valiosas, pero, de la misma manera, creo que se puede explicar, y con suficiencia, si reflexionamos por qué podrían estar infundadas. Por supuesto, podría hacer caso omiso a la polémica (y a la escena en general) y seguir escribiendo sobre el film y sus tantísimas virtudes. En este caso, me permito hacer algo diferente. Creo que es lo que una película así merece. Me propongo responder brevemente a las objeciones que tiene esta escena en particular y, por tanto, explicar por qué su presencia en el producto final sí que vale la pena. No digo que sea la mejor opción tener la escena, pero que es bastante razonable su presencia en el film.
Considero que puede haber cuatro principales razones para oponerse a la escena:
- La escena es demasiado larga y, en términos de trama, innecesaria.
- La escena replica dinámicas parecidas a la de una película porno.
- La escena, desde su concepción, replica una mirada patriarcal y dominante, que hipersexualiza y fetichiza el sexo lésbico.
- La escena se produjo en un contexto de explotación por parte del director, Kechiche, motivo por el que existieron fricciones con las dos protagonistas.
Vayamos con la necesidad. Siempre me ha parecido difícil (por no decir imposible) justificar la necesidad de una escena en un film. Casi siempre, es más fácil probar que algo es innecesario. La necesidad de algo o no en una película es subjetivo: lo decidimos a partir de nuestra relación con el producto, en el proceso de desentrañar los significados que tiene para nosotros. En cambio, si algo es innecesario (o indeseable) en un film, esto debería apelar a algún tipo de criterio universal. No me parece que sea el caso con la escena. No existe nada malo o bueno en sí mismo al rodar sexo o violencia: son, al final de cuentas, parte del entorno cotidiano e, incluso más, temáticas que por una razón u otra nos fascinan culturalmente. Evidentemente, esta es una película sobre la atracción y el deseo, en estrecha relación con el afecto. En ese sentido, que el afecto culmine en sexo no parece forzado, más aún cuando la protagonista se encuentra en pleno descubrimiento de su identidad y sus afectos: qué le gusta y con quién, qué no.
Por supuesto, la escena entre Emma y Adèle no parece deslindarse del propósito general de Kechiche. Ya decíamos que la cámara de Kechiche es mucho más intervencionista que la mayoría: deshace las barreras entre lo público y lo privado, se entromete en los espacios íntimos de la protagonista, difumina la diferencia entre la ficción y la realidad. No sabemos cuando Adèle es solo Adèle o es Adèle Exarchopoulos, en un permanente diálogo entre personaje y actriz, mediado por la cotidianidad, el deseo y la duda. Ver a Adèle en un espacio tan íntimo como su primera vez con Emma puede sentirse como cruzar alguna línea moral, apelar al morbo de la audiencia, pero, por otro lado, está en sintonía con la propuesta. En numerosas escenas, el afecto entre Emma y Adèle se infiere, se construye a partir de gestos y confidencias, de gustos compartidos, de cierta seducción contenida, difusa. El film asume un punto de quiebre aquí, en la que el afecto es mucho más intenso, el cuerpo se libera y Adèle se siente a gusto con Emma.
No creo que la escena se parezca a una porno. Las películas porno utilizan el sexo de forma instrumental, lo usan para deshumanizar a los sujetos: las mujeres se ven sumisas, reducidas a un cliché, llegan al orgasmo cuando el hombre (o el director) lo deciden. Tienen sexo y ya. Sería absurdo deslindar la escena del resto del film: la escena existe como una transición entre una escena y otra. Muestra a personajes que ya conocemos. Es parte de una historia con valor propio. De la misma forma en que tener sexo con alguien que amamos es distinto a tener sexo con un desconocido, no es igual ver a Adèle y Emma tener sexo que ver a dos personajes sin nombre ni personalidad, sin conflictos o aspiraciones. Queda claro que la escena celebra el vínculo entre Adèle y Emma. Incluso si no fuera así, es una escena que interroga la búsqueda de placer (y libertad sexual) de una mujer joven, que todavía batalla por hallar su lugar en el mundo.
Claro que la escena podría retirarse del film y ser colgada a un portal porno. Pero eso podría suceder con muchísimas escenas y productos, incluso no sexuales. Eso no hace que su presencia sea inherentemente explotadora. Si alguien toma un clip de una película sobre perritos y lo usa para burlarse de los perritos (o de alguna otra persona) no podríamos decir que el film o el clip son inherentemente burlescos y problemáticos. El significado inicial no es responsable de otros.
Hay suficientes motivos, espero, para creer que la escena no puede ser catalogada como innecesaria o pornográfica. Pero todavía tiene fuerza el argumento de la mirada: la escena pudo estar bien, pero se hizo mal. Se hizo a partir de una mirada masculina, morbosa, insuficiente. Y esta crítica parece ampliarse, incluso más, a otras tantas escenas de sexo no heterosexual. Pero eso podría minimizar el valor simbólico de su uso en el cine. Las escenas lésbicas eran una suerte de acto rebelde y hasta político en The Handmaiden (2016) y una forma de reforzar el vínculo entre las dos protagonistas; las escenas de sexo gay en Days (2020) (también filmadas con realismo) parecen estar hechas para reforzar la noción de soledad, desapego y transaccionalidad en las interacciones humanas. Claro que, en ambos casos, así como en este film, las escenas de sexo están rodadas por hombres. Eso habla, evidentemente, de un problema mayor en la industria (que se extiende hasta el cine de autor) pero eso no descalifica la habilidad narrativa de insertar la escena dentro de un subtexto más grande y más importante.
La escena, en sí misma, parece comprimir una serie de significados. Es la primera vez que Emma y Adèle están juntas. Para Adèle, se trata de explorar un tipo de cuerpo que se parece mucho al suyo. Para Emma, se trata de redescubrir un espacio de deseo y afecto con alguien muy distinto al resto, o eso quiere creer ella. Si uno consigue superar el shock (o cualquier otra reacción momentánea) de la escena, puede ser capaz de observar, y con detalle, los gestos y caricias, los símbolos y demostraciones. Preocuparse por la otra. Hacer que pueda sentir lo que una siente. Rozar cada centímetro de su piel con la misma atención y dulzura. Tomarle de la mano y guiarle en medio de la tensión del momento. Sonreír torpemente a medio camino y en el final. Y, por supuesto, abrazar el impulso erótico, el ímpetu al sentir la piel ajena sobre la propia. Estos significados, entonces, son decisión de su director y su equipo, que priorizan la cámara en un rincón y no otro, que muestran el sexo sin temor. Extender la escena permite, por supuesto, ser más meticuloso, hallar las idas y venidas de los personajes, las contradicciones propias en el sexo.
De igual forma, esta escena les pertenece a las protagonistas. Exarchopoulos y Léa Seydoux se entregan al rol, se pierde una en el cuerpo de la otra, hacen como si la cámara no existiera, permiten que una escena muy arriesgada salga bien, en la medida en que, aún sintiéndose real, el sexo entre ambas tiene algo disonante, ceremonioso. Ellas son, finalmente, quienes asumen el riesgo. El jurado de Cannes, presidido por Spielberg, lo reconoció: Palma de Oro para las protagonistas, en una decisión única en su tipo (y que no se ha repetido hasta ahora). La agencia de las actrices en cada escena no debería verse minimizada por la justa polémica.
Hablemos de la polémica en torno al director. Kechiche es, como tantos otros, un personaje polémico, obsesionado con su creación, abusivo con sus actores. Es evidentemente reprochable. Y, una vez, nos obliga a repensar las normas (y limitaciones) del rodaje fuera de Hollywood. Aun así, la escena no debería sufrir la merecida condena de su realizador. Si ya queda claro que son las dos actrices las que asumieron el riesgo (y las que quedarán fijas en el celuloide) no se debería reducir el valor de la escena a las dobles intenciones de Kechiche. Aun así, asumamos, por el valor del argumento, que ambas actrices se oponen a la escena: la lamentan. Eso torna todo más lodoso. En ese caso, podríamos reconocer los daños de filma de esta manera (con ese nivel de intensidad y presión) pero, a su vez, reconociendo el diálogo entre producto y espectador: si la escena alcanza ese nivel emocional del que hablamos antes, entonces, es razonable que afecte a la audiencia de formas muy diversas y relevantes, que haga brotar distintas emociones: puede despertar pasión, erotismo, tristeza (si se vuelve a ver luego del final), melancolía, felicidad.
Por supuesto, todavía podría haber suficientes voces que se opongan a la escena y a escenas similares. Aun así, creo que existen suficientes motivos para darle valor. La escena, como el film, es una apuesta atrevida y confrontacional: confrontar a la audiencia con sus propias emociones, temores, amores, desamores y todo lo del medio. Es difícil. Pero, así como el amor, perderse en el otro (aunque sea ficticio) y desentrañar sus emociones (o hacer el intento) es lo que más vale.
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