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Berézina: cuando nevaba sobre Napoleón. Historia, novela y cómic se dan la mano gracias a Gil, Rambaud y Richaud

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En cierto modo, existen al menos dos maneras muy diferentes de enfocar una narrativa histórica, dependiendo de dónde pongamos el énfasis en nuestra observación. De modo general, podemos tomar como referencia los sucesos de los vencedores o bien el de los vencidos. Es bastante habitual que en realidad exista una mayor variedad y veamos el único triunfo de los habituales derrotados o bien los innumerables peligros que viven los vencedores. No obstante, nuestra idea de lo sucedido depende de si hemos decidido que contamos la historia de un triunfador o de un fracasado. Y, desde luego, en el segundo caso siempre querremos más a nuestro protagonista, un patético derrotado que, seguramente, rebosará humanidad.

 El nombre de Napoleón Bonaparte siempre vendrá unido a la idea de grandeza en el campo de batalla y a la ambición desmedida. El corso se convirtió a lo largo de su vida en un personaje casi imposible de abarcar. Se rodeó de sus propios caballeros de la tabla redonda, aunque él seguramente prefiriese verlos como los paladines de Carlomagno, en la figura de sus mariscales; se atrevió a ambicionar un imperio aún mayor que el de Alejandro Magno,y quiso conseguirlo con la fuerza de sus ejércitos; repartió reinos y tierras como si fuera el legítimo señor de toda Europa. Y por supuesto, trató de conquistar Rusia.

En el imaginario colectivo, la aventura de Napoleón se mezcla con la del ejército nazi para construir la idea de una Rusia imposible de conquistar, dispuesta a quemar sus tierras y destruir sus cultivos para que los invasores no puedan alimentarse; dispuesta a incendiar su capital si así frustra a sus enemigos. En realidad, parece que el mismo Napoleón pensaba en Carlos XII de Suecia cuando entraba en tierras rusas. Estaba entonces dispuesto a romper la maldición y superar a su famoso antecesor. Por supuesto, hoy todos sabemos que se equivocaba.

Nevaba, la narración del desastre

Victor Hugo decidió que la imagen más poderosa que podía usarse para narrar la definitiva derrota del ejército napoleónico era la de la nieve. «Nevaba», Il neigeait, repite sin parar el poeta francés para transmitirnos la desaparición de una época, de un sueño imperial que trataba de llevar la revolución a toda Europa y desde allí al mundo entero. La nieve rusa se convierte en la tumba de una Francia que soñó con ser el faro del mundo y terminó cayendo por su propia ambición.

El autor Patrick Rambaud destaca entre los escritores de novela histórica francesa por haber dedicado su obra más notable a la caída de Napoleón y no a su éxito. La trilogía que le ha dedicado al final del imperio se inició hablando de la primera gran derrota de Napoleón en el combate de Aspern-Essling, narrada en La batalla (La Bataille, 1997) y concluyó con L’absent (2003), que no ha sido traducida al castellano y que cuenta la vida del corso en la isla de Elba. En medio, el capítulo más famoso de la caída francesa: la invasión de Rusia.

Rusia, la nieve, la muerte y Moscú en llamas son imágenes que han atraído a muchos autores. Personalmente destacaría cómo estos temas aparecen de fondo en la maravillosa El duelo (The Duel: A Military Story, 1908) de Joseph Conrad y en la genial adaptación de la historia que hizo para el cine Ridley Scott en Los duelistas (The Duellists, 1977). Curiosamente, este mismo año pudimos ver una adaptación de esa historia al cómic por parte de Renaud Farace y también de la mano de Ponent Mon en Duelo.

Trabajar a la sombra de autores como Conrad no debe ser sencillo, pero Patrick Rambaud decidió que la manera de triunfar era la del naturalismo, la de un realismo aparentemente descarnado que tratara de transmitirnos la dureza del clima ruso y la desesperación de la Grande Armée ante un enemigo que los derrotó sin que pudiesen defenderse. Porque los soldados napoleónicos podían presentar batalla ante cualquier ejército, pero no ante el frío y la falta de alimentos.

Esos soldados desvalidos que no entienden lo que sucede ni saben cómo reaccionar, se ven retratados de manera perfecta en la figura del capitán de la guardia D’Herbigny. Nativo de Rouen, de familia adinerada, fiel seguidor de Napoleón, manco de una mano y aficionado al alcohol, las mujeres y la batalla. Él es la personificación del ejército en sí mismo, de esos hombres que siguieron a su general por toda Europa seguros de la batalla y del éxito. Para D’Herbigny cada día parece ser el último, pero se resigna y sigue adelante, buscando el honor en la batalla y ser el último en pie cuando acabe la carga.

Sin embargo, su arquetipo no se utiliza para construir con él a un personaje sin mácula, no es un héroe de ningún tipo: no duda en tratar de violar a mujeres, para luego mostrar un extraño cariño por una joven monja; tampoco tiene problemas en dejar atrás a sus hombres o a quienes se encuentra por el camino, mostrando que tiene claro que, a la hora de la verdad, salvar la vida es lo único que importa. Por momentos, parece un trasunto del icónico Flashman de George MacDonald Fraser, pero D’Herbigny cree firmemente en todo momento en sus principios y nunca cae realmente en la cobardía, sino que corre como un suicida a cualquier combate. Es un personaje triunfal en todos los sentidos, y su final se encargará de sellar su trascendencia.

Junto a él, o más bien en paralelo a su camino, tenemos a Sebastian Roque. También de Rouen, pero hijo de una familia menos adinerada, es un tipo mejor dotado para las letras que para la guerra. Su buena letra le jugará una mala pasada y acabará como secretario del mismísimo Napoleón, abandonando su tranquila vida en París y debiendo acudir a una Rusia que para él solamente ejemplifica todo lo que quiere evitar en su existencia. Un hombre enamoradizo, joven, idealista y que irá aprendiendo que sobrevivir conlleva todo tipo de sacrificios.

Roque es un elemento básico para poder darnos una visión más profunda y tridimensional de un suceso como es la conquista de Rusia. Frente a los soldados que simplemente sufren el destino que han sellado para ellos unos generales sin saber por qué, Roque escucha a los grandes señores, se codea con Napoleón y tiene conversaciones de nivel con otros de los intelectuales que acabaron atrapados en un ejército condenado a la muerte y el frío. Hasta tiene tiempo a enamorarse de una actriz de teatro.

El último lado del triángulo protagonista no es otro que el propio Napoleón. Casi siempre visto a través de los ojos de quienes le rodean, el emperador es la fuerza vital detrás de una campaña que solamente podía llevar a la derrota. En su epílogo, Rambaud reconoce que es casi imposible descubrir cómo era el corso, así que ha optado por inventarse casi todo lo que le rodeaba, convirtiéndole en un personaje literario más.

Su Napoleón se cree sus propios delirios de poder. En todo momento parece saber que está en el momento clave de su vida, aquel en el que puede llegar a ser el nuevo Alejandro Magno o el nuevo Carlos XII. Puede poner rumbo a la India acompañado de sus tropas para tocar la gloria o ser derrotado definitivamente. Las apuestas son altas y parece dispuesto a aceptarlas hasta el final. Para él no hay lugar para la retirada; no al menos hasta que es demasiado tarde.

La narración de Nevaba se construye sobre tres elementos principales. Por un lado, tenemos la llegada del ejército a Moscú y su descubrimiento del estado de la ciudad. Después nos centraremos en la estancia en la capital rusa, lo que allí sucede y los vínculos que se van estableciendo entre los personajes. Finalmente, tendremos que sufrir la huída hacia el oeste, el largo camino de la muerte hasta la liberación a manos de los aliados que le restaban al emperador francés.

Desde el principio queda claro que no podemos esperar ningún consuelo de la novela. Las situaciones desesperadas se suceden y desde el inicio sabemos que todo está perdido. La comida siempre escasea, los rusos siempre están agazapados para causar problemas y los protagonistas están fuera de lugar, perdidos en un ambiente que no comprenden. La desconexión de Napoleón con la realidad parece absoluta. Él se pasea lleno de orgullo por el Kremlin mientras sus hombres mueren de hambre y saquean lo que pueden.

Nevaba es una sucesión de viñetas históricas, de pequeñas historias que cuentan sucesos aparentemente desconectados pero que terminan pintando un fresco vivo de lo sucedido en la desastrosa campaña de Rusia. Un amorío en la distancia, un trato para conseguir algo de carne, hacer esperar una audiencia para que le froten la espalda al emperador… Todo el primer tramo de la novela construye un mundo en el que no parece haber reglas fijas sino que todo parece posible. Los franceses sobreviven a salto de mata en un entorno peligroso, pero al mismo tiempo digno de cualquier novela de la picaresca.

Todo eso cambia cuando el ejército se pone en camino. Entonces, todo se vuelve nieve y muerte. Los interludios cómicos se llenan de amargura, las decisiones de los personajes son cada vez más trascedentes y el peligro se esconde en cada esquina. La novela se vuelve menos amable y más fría, como el clima ruso. Cada página nos duele tanto como cada paso de unos personajes condenados a un infierno blanco que parece no acabarse.

Nevaba habla sobre Francia, sobre Napoleón, sobre el sacrificio, sobre la creencia en los líderes y, finalmente, sobre la vacía intención de una invasión que se convirtió en el cementerio de miles de jóvenes que no sabían que acudían a una muerte segura a cambio de nada. En los blancos campos de Rusia se enterró la esperanza de un pueblo entregado a su emperador. Murió la inocencia y se estableció definitivamente la nueva sociedad de la mano de la política y del sacrificio de los inocentes.

Berézina, cómo llevar la palabra a la imagen

Un proyecto como Berézina es algo que normalmente solo sucede en Francia, aunque esta vez la española Ponent Mon se haya adelantado a Dupuis para traernos una edición integral, algo que se agradece. El guionista Frédéric Richaud y el dibujante Iván Gil han adaptado en los últimos siete años las dos primeras novelas de Rambaud en seis tomos, dividiendo las novelas en ciclos de tres tomos cada una de ellas. A la espera de que se decidan a adaptar o no la tercera entrega, es notable el aprecio mostrado por la pluma de Rambaud, que además le valió el aplauso de la crítica y el público.

En Berézina el objetivo no es, de todos modos, lograr una adaptación textual sino la reinterpretación del texto. Cambian detalles y en general se realiza un podado de tramas secundarias, suavizando algunas situaciones que podrían resultar demasiado desagradables y alargarían la trama. Así se pierde sordidez en París al evitar, por ejemplo, que la enamorada de Roque, la señorita Ornella, se despoje de su corsé en público para azorar a los soldados. También se suaviza el episodio de las monjas del convento o la despedida de la familia de Sautet. En estos casos, parece que Richaud decide relajar la narración y ahorrar al lector los momentos más escabrosos de la novela. Particularmente destacable es el cambio en el final de la trama de Ornella, que pasa de una de las escenas más poderosas de la novela, por inesperada, a un tratamiento mucho más convencional.

Lo anterior podría parecer un reproche, pero solamente lo es en parte. Porque si algo tiene Berézina es su capacidad para existir como un proyecto con entidad propia y no solamente como una relectura para aquellos que ya se han acercado a Nevaba y conocen lo que va a suceder. Los cambios en la narración responden a un interés claro y van construyendo su propia narrativa, tal vez menos desangelada y brutal que la original, pero igualmente efectiva.

La construcción de la narración, de hecho, sigue una estructura muy semejante a la literaria, llegando al extremo de que las diferentes tramas abiertas apenas se mezclan en la misma página, sucediéndose las dedicadas a D’Herbigny, Roque, Ornella y el propio Napoleón. Esto hace que los personajes vayan ganando entidad propia a medida que se suman al cómic, sirviendo para pintar un fresco de lo sucedido en la huída de Moscú.

Porque, si la novela de Rambaud muestra un gran gusto por lo sucedido en la capital rusa, por esos días perdidos por el ejército en la gigantesca ciudad, a Richaud, claramente, eso le parece de menor importancia. Para él lo importante es llegar pronto a la huída, salir de la ciudad para poder enfrentar a sus protagonistas al blanco invierno. Es justo decir que Richaud y Gil tienen la virtud de recrear una sensación de apremiante búsqueda que no es destacable en la disposición de las páginas, pero si en la narrativa.

Es aquí donde más se aprecia la diferencia entre las dos obras, la novela y el cómic. A Rambaud parece que le interesaba pintar sobre todo ese fresco del Moscú conquistado, de los buscavidas franceses y el microcosmos que se creó en apenas un abrir y cerrar de ojos. Mientras tanto, a Richaud le debía atraer más ese último viaje de la Grande Armée. Hasta la diferencia de los títulos parece indicarlo, con el Nevaba original convertido en el más prosaico, pero seguramente más adecuado, Berézina del cómic.

Mención aparte hay que hacer del trabajo visual de Iván Gil, uno de esos autores españoles que tienen que buscarse la vida más allá de nuestras fronteras. Además del cómic trabaja para empresas del mundo de las miniaturas como la también española Bigchild Creatives. Su dibujo es uno de los puntos fuertes de la obra y una muestra de cómo en España producimos más talento del que nuestra industria puede absorber.

En Berézina el interés central del dibujo se centra en las grandes escenas, en las multitudes que se mueven bajo nuestros ojos. El trabajo de las grandes panorámicas no debe ocultar que la mayor parte de las páginas se construyen en base a planos más cercanos y a unos muy correctos estudios de los personajes principales, con un buen dominio de las expresiones faciales y corporales. En cualquier caso, resulta difícil no volver a observar cuidadosamente viñetas como el cruce del río que da nombre a la obra cuando uno vuelve a leer el cómic.

Iván Gil se puede considerar a estas alturas uno de los autores de cómic histórico con más futuro del panorama francobelga, sobre todo si consigue ir puliendo su habilidad para el gran relato. Sus cargas a caballo, sus multitudes preparadas para la batalla y su dominio de la arquitectura dan realmente las pistas necesarias para apreciar una carrera en franco crecimiento y que esperemos que se vaya afianzando con el paso del tiempo.

Berézina es, por lo tanto, una especie de respuesta a Nevaba. Donde antes interesaba el trabajo de los personajes y sus relaciones en Moscú, ahora prima transmitir la desesperación del camino de vuelta y el enfrentamiento a la mayor arma de los rusos, su clima. En realidad ambas obras podrían considerarse casi complementarias, construyendo entre ambas una narración más rica y efectiva de la historia que solamente podría ser mejor si Richaud hubiese encontrado la manera de incluir los episodios más duros de la última parte de la novela en su guion, algo que compensa con algún otro lance de su propia cosecha igualmente chocante y efectivo.

La historia de la derrota

Cuando en francés se quiere hacer referencia a una derrota particularmente dolorosa, sobre todo en lo deportivo o lo electoral, se dice en ocasiones que «es una Berézina». Hasta tal punto el cruce del río que cerró la huída de Rusia se ha convertido en un elemento básico de la cultural del país transpirenaico. Lo de menos es que la batalla de Berézina fuese una victoria, por muchas bajas que se sufrieran.

Es comprensible que la ingente cantidad de muertos sufridos en la campaña de Rusia, que los especialistas todavía discuten pero que arroja cantidades seguramente superiores a los trescientos cuarenta mil hombres, hiciera que la campaña rusa de Napoleón entrara a toda velocidad en el imaginario colectivo europeo. Las obras literarias que la han ido contando, por si fuera poco, han ayudado a que pueda ser una de nuestras primeras referencias para hablar de un desastre militar incomparable.

Cuando el mismísimo Tolstoi en Guerra y paz trató el tema del que vas a escribir deberías ponerte a temblar. Por suerte para nosotros, tanto Rambaud primero como Richaud y Gil después no se vieron frenados por la sombra de semejante autor sino que han tratado de aportar su granito de arena para la narración de una derrota que nos habla sobre nosotros mismos y sobre nuestro mundo tanto como les habló del suyo a los habitantes de la Francia napoleónica.

Porque tanto en Nevaba como en Berézina podemos ver cómo la guerra, al final, es el peor de los negocios para aquellos que son verdaderos creyentes, para las clases populares; son los que se mueven por diversos intereses, quienes tienen en el poder, los que pueden salir perfectamente librados de ella. El destino de los diferentes personajes es una buena muestra de esa idea de la guerra como una tortura para los pobres y casi un divertimento para los ricos, una actividad que puede acabar con tu vida si eres un soldado de a pie, pero que seguramente no te suponga más que una incomodidad temporal si eres, por ejemplo, el emperador de Francia. Y es que siempre ha habido diferencias que no han desaparecido con el paso del tiempo. Podría llegar a decirse que da la impresión de que el abismo se ha ido haciendo aún más ancho y profundo.

Ismael Rodríguez Gómez
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