«Buffy, Cazavampiros. La serie que cambió el mundo»
En 1997 comenzó a emitirse en EEUU una serie que, escondida detrás de un título de apariencia ridícula y protagonistas juveniles, traía consigo una revolución del concepto de serial televisivo. Seguimos viviendo, lo sepamos o no, a la sombra de ese cambio de paradigma: en un mundo en que las series se han convertido más que nunca en parte básica de nuestro entretenimiento audiovisual, gran parte del amplísimo menú no podría entenderse sin este relato de vampiros, brujas, demonios y adolescentes; sin aquel drama estudiantil, con sustrato sobrenatural y de acción.
El libro que publica Dolmen Buffy, Cazavampiros. La serie que cambió el mundo, escrito por Jöse Sénder, combina el repaso de la serie como producción, hablándonos de guionistas, productores y actores (trufado de anécdotas y datos curiosos); con esa visión de la obra y sus secuelas como revulsivo para la ficción televisiva.
Paradójicamente, recuerdo que muchos de mis coetáneos y amigos nos resistimos en un principio a los encantos de la serie. Cegados por sus condicionantes externos, nosotros, universitarios primerizos con ansiedad y fachada de seriedad, tuvimos que descubrir a Buffy a nuestro pesar. Porque, aunque todavía no lo sabíamos y nos negábamos a verlo, ella era perfecta para nosotros. Este libro hace un magnífico trabajo a la hora de recordarnos por qué.
Por un lado, Buffy era lo más parecido que teníamos a una serie de superhéroes que no fuera únicamente para niños[1]. Al fin y al cabo, esto fue antes de que estos fueran un estándar y una presencia constante. El corazón de la serie era una herencia directa de Claremont, guionista revulsivo y definitivo de los mutantes de Marvel[2] y especialmente de sus personajes femeninos más fuertes, como Tormenta o Jean Grey. También y fundamentalmente para el caso que nos ocupa, de la adolescente Kitty Pryde y unas tramas personales complejas que relacionaban la historia principal y las secundarias en un equilibrio entre lo inmediato y el largo plazo. También, por supuesto, hay mucho del primer Peter Parker y su adagio sobre la responsabilidad como contrapunto necesario del poder en nuestra heroína.
Por otro lado, Buffy conectaba con la vertiente más divertida, incluso más mamarracha, si queremos, del sustrato terrorífico y gótico que vivía un momento álgido. Los 90 fueron años dorados para el vampiro audiovisual, contando entre sus filas a adeptos tan icónicos como el estilizado Drácula de Coppola (Bram Stoker’s Dracula, Francis Ford Coppola, 1992); los sensibles de Entrevista con el vampiro (Interview with a vampire, 1994, Neil Jordan); por no mencionar la versión adrenalínica y también parcialmente superheroica, de Blade (1998, Stephen Norrington), la gamberra de Abierto hasta el amanecer (From Dusk till Dawn, 1996, Robert Rodriguez) o la maravillosa y extraña Cronos (1993, Guillermo del Toro). También se había estrenado, con más pena que gloria, la versión fílmica de las aventuras de la Cazadora, Buffy la Cazavamprios (Buffy the Vampire Slayer, 1992, Fran Rubel Kuzui), pero casi mejor no decir mucho más sobre ella ni comparala con ninguna de las anteriores.
En un círculo más minoritario, aquella también era para nosotros la época de Vampiro: la mascarada (la primera edición americana de 1991), el juego narrativo que había significado también un cambio radical en los hábitos de los roleros de todo el mundo, alejándonos siquiera temporalmente de dungeons y naves espaciales para convertirnos en conspirativos amos de la noche. Aunque, en realidad, sospecho que nuestro interés por estos vampiros, de innegable raigambre en los de Anne Rice, jugaban en contra de nuestra posible aceptación de Buffy: pareciera que la forma desenfadada en que se trataba el asunto vampírico en Sunnydale fuera una afrenta a los oscuros elementos del juego de rol[3].
Pero todavía había un prejuicio más que debíamos superar y que distinguía Buffy de otros estándares de la cultura nerd que teníamos más asumidos; uno que hacía (de nuevo sin que lo supiéramos) aún más necesaria su existencia. Buffy, aunque creada por Joss Wheddon, era una serie que introducía (como bien destaca el libro, gracias a un magnífico equipo de guionistas) un necesario matiz femenino, y feminista, en unos entornos y temas eminentemente masculinizados. Más allá de todo, la serie giraba en torno a una protagonista femenina fuerte, rodeada de un elenco de personajes también en gran parte femeninos, que no se avergonzaba de ello, ni trataba a su protagonista como un monigote asexuado. Tampoco como un fetiche sexualizado.
Todos ellos, hombres, mujeres y demonios, parecían personas reales, enfrentadas (claro está) a dilemas imposibles y fantásticos, pero también a los problemas y las inseguridades de una época y un momento determinados. Al mismo tiempo, apelaban a experiencias no compartidas, pero que se hacían comprensibles por medio de la ficción. Por supuesto que ninguno de nosotros iba a enfrentarse (o así ha sido hasta el momento) a un apocalipsis vampírico, pero todos podíamos comprender, hasta cierto punto, el camino a la madurez que atravesaban sus protagonistas y, especialmente, el tratamiento de los dos polos en los que se mueve la serie constantemente: la pérdida y la esperanza.
Pero nosotros, y los nosotros de otros lugares y tiempos, no éramos los únicos que necesitábamos esta serie: el mismo mundo de de las series televisivas andaba necesitando ese cambio. Podría argumentarse que algunos intentos de combinar la estructura vertical de las series convencionales episódicas y las tramas horizontales a largo plazo son anteriores a Buffy: podemos mencionar, por ejemplo, el peso de los argumentos personales a medio y largo plazo de la mítica Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues), ya en la década anterior. Pero lo cierto es que las aventuras de los scoobies llevaron esa combinación a su forma definitiva y marcaron el camino para prácticamente todo lo que ha venido después.
Esta forma, quizás casualmente, pero sin duda oportunamente, resultó además perfecta para adecuarse a la era actual del streaming y la emisión bajo demanda, en que el riesgo de perder al espectador casual (que no puede ni quiere enterarse de las tramas a largo plazo) prácticamente ha desaparecido y es más importante enganchar al espectador para siempre que entretenerle mientras hace zapping. Un cambio que, hay que admitirlo, ha tenido su parte negativa: hoy es muy difícil obtener una experiencia satisfactoria de un único episodio y el alargamiento de tramas más allá de sus necesidades propias es un hecho.
El libro de Jöse Sender hace un gran trabajo señalando a muchas de esas hijas de Buffy que aún pueblan nuestras televisiones, así como trazando un panorama general de las ramificaciones de la serie más allá de su duración original (incluye el desarrollo de Angel, la serie paralela, y las continuaciones y continuidades alternativas de la vertiente comiquera del universo). También nos queda imaginar algo más de los proyectos nunca avanzados, especialmente esa serie de Giles que nunca llegamos a ver. Curiosamente, no hay referencia a las novelas licenciadas, de las cuales creo que solo un puñado se llegaron a publicar en castellano[4].
Leer el libro ha sido como volver a visitar a una vieja amiga, mientras la caja de los DVDs (afortunadamente de la edición anterior al nefasto remaster, al que el autor dedica también un capítulo) me mira desde lo alto de la estantería, como un reproche por el tiempo que hace que no la visito. Un viaje nostálgico que me ha recordado mucho de lo que hizo tan grande a esta serie. Mi único problema ahora es cómo encajo en mi vida las horas necesarias para poder volver a verla (y, por ahora, contentarme con escuchar la banda sonora de Once More, With Feeling).
[1] Mucho más, en general, que las verdaderas producciones de superhéroes, que raramente respondían a la estructura de las historias de los cómics y solían dirigirse a un publico más infantil. Quizás la otra gran serie de superhéroes avant la lettre que debo nombrar es la magnífica Gargoyles (1994-1997).
[2] Una etapa de dieciséis años (1975-1991) en que convirtió a los mutantes, que hasta entonces habían sido los primos pobres de la editorial, en la sección más exitosa de la editorial, multiplicando el número de personajes y de colecciones (a la original Uncanny X-men, se añadirían durante su era otras como Excalibur, New Mutants, X-Factor…).
[3] Curiosamente, en 1996, solo un año antes de que empezara a emitirse Buffy Cazavampiros, había tenido lugar el breve y fallido intento de adaptar el juego a una serie televisiva con el título de Kindred: the embraced. La serie producida por la compañía de Aaron Spelling solo produciría ocho episodios antes de desaparecer.
[4] Yo solo he leído uno: la bastante olvidable, pero correcta, Inmortal de Christopher Golden y Nancy Holler.
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