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Arte y Letras

«Caminos de Hierro», el ferrocarril entre el pasado y el futuro

«A los trenes de trabajo les pido puntualidad y rapidez. No espero nada más de ellos, pero me irrito profundamente si no cumplen estos dos requisitos. (…) Sin embargo, a veces, monto en tren por el puro placer de montar en tren. Y no me importa tanto el destino como el viaje».

En este párrafo recortado de la presentación de Caminos de Hierro se resume la singularidad de su texto, y del autor que lo ha compuesto. Un libro que se entiende mejor si recordamos su precedente, España en Regional, una rareza editorial que nos invitaba a viajar en esos trenes lentos, cada vez peor atendidos, en vías de extinguirse, pero que durante al menos dos siglos vertebraron nuestro país, antes de la omnipresencia del coche. El desinterés general ha matado al tren lento y Alfonso Vila Francés lo ha resucitado.

Si recordamos todo el peso del ferrocarril en la literatura y el cine, en la moderna corriente steampunk y en el andén de Harry Potter, entenderemos porqué. Es más, no hace tanto que un programa de televisión relativamente popular, el de Michael Portillo, inglés de raíces españolas, acaparaba el interés con Grandes viajes ferroviarios. Una docuserie donde el presentador maneja la Guía Bradshaw de 1913, recreando el viaje histórico, con algunas etapas que coinciden con los itinerarios de Alfonso. Pero frente a ese viaje elitista y muy de Instagram, el autor de Caminos de Hierro nos devuelve a lo que fueron nuestros trenes regionales, el medio de viaje de los Santos Inocentes en su emigración a la ciudad, o la promesa del norte, que cantaba Joaquín Sabina en Cuando era más joven. La red regional, asociada al campo, a la ciudad pequeña, a la España vaciada, sigue existiendo, y está retratada en este libro.

Que es una guía de viajeros, pero sobre todo una ventana al mundo de la vía para aquellos, la mayoría, que la abandonaron en favor del coche. Vivir por la experiencia de otros amplía la propia vida quitándonos los límites del tiempo y el dinero. Es el camino de la literatura, y por estas páginas se puede recorrer. Alfonso nos lleva a las playas del Levante, al centro peninsular y a la Castilla de la Generación del 98, al Valle del Guadalquivir, y a algunos otros puntos geográficos. Como él mismo dice, lo importante no es el destino, que está supeditado al viaje. Por eso asistimos a escenas tan vívidas como cotidianas. Desmadres en estaciones donde se anuncian andenes para llegadas y salidas que cambian a cada minuto. Trenes que aparecen donde no es. Viajeras que se suben corriendo un segundo antes de que cierren las puertas y pierden la chaqueta sin darse cuenta. Tras su partida la historia sigue en la vida de la estación, en cómo se recogen esos objetos, y cómo se los llevan. La transmisión de la experiencia fuera y dentro del vagón te hace vivirla.

También está presente lo que pasa fuera de la propia vía, los lugares que ve, el sinsabor personal, las personas que encuentra. Una chica embarazada que pide algo de dinero y luego se ofrece a follar. Más esa perversidad tan de todos nosotros, completar la historia imaginando lo chungo, lo imposible. Como en esas conversaciones que se oyen a tu pesar en un asiento contiguo, y cuya historia tienes que construir inventando lo que dicen al otro lado. Más la observación pura y dura que evidencia fenómenos sociales de gran alcance. Una vieja le echa la bronca a su marido porque no sabe coger el móvil, el hombre sin hacerle caso no hace más que tomarlo en sus manos y gritar ¡diga! ¡diga! sin tocar la pantalla para descolgar. El precio de la digitalización para quienes han quedado descolgados de ella.

Es un viaje profundamente vívido. Con observaciones agudas, como que Aranjuez, destino turístico, anula a sí mismo su interés si el viajero llega en tren. O ese párrafo sobre Montserrat que en lugar de describirlo te dice que ha estado allí, y que ha llegado en uno de los pocos trenes cremallera que aún subsisten.

Y la cultura de la foto a todo, tan de nuestro tiempo. El Alfonso fotógrafo, en estos dos libros inseparable del escritor, conecta con la cultura pop y con Andy Warhol. El artista fue uno de los primeros en poner el valor que la transformación de una fotografía mediante edición (en su caso, pintándola) la elevara a categoría de obra de arte. El autor hace algo similar pero más acorde a nuestro tiempo donde todo el mundo tiene una cámara a mano. Explota la cultura de la instantánea del teléfono móvil trasladada a la intención fotográfica, añadiendo una narrativa extra que enriquece el texto. Una singularidad más del libro. Parece no haber tocado nada, pero al fijarse bien, los detalles evidencian que ninguna de las fotos es una instantánea al azar. Eso está en los ladrillos bien definidos del edificio de Villamartín de Campos, en los vagones con grafitis de Aranjuez, en las alargadas sombras de viajeros que esperan en Ávila.

Este es un libro de un amante del tren, pero que no se reduce a servir a compañeros de afición, a friquis de la vía. El retrato singular, la forma de viajar, y sobre todo la narrativa. Alfonso tiene la capacidad de hacerlo biográfico acercándose a la experiencia cotidiana de cada uno de nosotros. Reflejándonos tanto que al final tiene uno la sensación de que es él, y no otro, quien está protagonizando el viaje. De hecho la pregunta final, acabando la lectura, es si todas esas regiones que nunca tuvieron red de ferrocarril, y que abundan en la España vaciada, los vacíos, no han quedado huérfanas sin saberlo de una parte de nuestra cultura y nuestra historia. A lo que hay que añadir la defensa cerrada de Alfonso de lo regional, muy coincidente con tantos ciudadanos que se organizan hoy en plataformas para que no se cierren sus líneas. Parece que la corriente de decisiones europeas y del gobierno central y autonómico no pasan por ahí, sino por el AVE o el Alvia, pero quién sabe. Unos líderes que te insisten a la par que tienes que dejar de usar el coche, sumado a la crisis de la energía, tal vez acabe resucitando estas líneas.

Caminos de Hierro
Fotografía: Alfonso Vila Francés

No se puede predecir el futuro. Lo único que puede hacerse es retratar el presente. En su segunda parte Alfonso recrea las líneas perdidas, las que desaparecieron, a modo de boceto de viaje que ya será, para siempre, imposible. Ayudando a comprender la dimensión de la pérdida. La orfandad.

Al final de la lectura de Caminos de Hierro se llega a la misma que al acabar España en Regional. Nosotros nunca nos hubiéramos subido al tren en que Alfonso nos ha montado, pero esta lectura nos ha llevado a él, y hemos disfrutado de la experiencia como de ese parque de atracciones al que fuimos o volvemos ocasionalmente. Para probar la emoción de la vía de hierro al menos una vez en la vida.

Martín Sacristán
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