Casanova, el impulso vital
A lo largo de su turbulenta biografía, siempre le gustó la notoriedad y llamar la atención. Sedujo a infinitas mujeres, alternó en los salones de la aristocracia, escapó de las prisiones de la Inquisición, conoció a Voltaire… Si alguien pregunta quién da más, podemos responderle que nuestro protagonista. Mucho más: negocios, bancarrotas, peligro de muerte, viajes… Fue el típico ilustrado que odiaba los privilegios absurdos de la aristocracia, pero a la vez temía al pueblo, en el que solo veía a la canalla. Para conocerle contamos con sus kilométricas memorias, escritas en francés, no en italiano, porque así esperaba llegar a más lectores. Genio y figura.…
Giacomo Casanova (1725-1798) fascina por su apasionado vitalismo. «La vida es el único bien que el hombre posee y solo los que no la aman no son dignos de ella», escribió. En su caso, ese amor era tan intenso que no podía sino citar, con sincero elogio, al conde d’Arginy. Este aristócrata de su tiempo había dicho que recibiría gustoso veinticuatro bastonazos cada mañana si tuviera la seguridad de estar vivo las veinticuatro horas siguientes. «Eso es amar la vida», señala Casanova con evidente aprobación.
El viejo lema del carpe diem constituía un principio básico de su filosofía. Porque no entendía que existiera más tiempo que el presente. El que había que vivir con toda intensidad. La existencia, desde su óptica, debe significar placer. Y el placer equivale a la felicidad. Por eso, el tiempo que se le dedica es el mejor empleado. El peor, por el contrario, es el que «se consume en el aburrimiento». Para un libertino como él, esta profesión de epicureísmo significa una apuesta por un determinado tipo de moralidad: la que se fundamenta en el respeto a las inclinaciones naturales del ser humano. Los prejuicios, en cambio, constituyen pretendidas obligaciones que no tienen su raíz en la naturaleza. En ocasiones, esos prejuicios adquieren el rango de ley, algo que no puede ser definido sino como una necedad.
Casanova amaba a las mujeres, a las que juzgaba imprescindibles si los hombres tenían que librarse de la más completa desgracia. Veía en ellas una imaginación más fértil en cuestiones lúdicas y pasionales, pero también la naturalidad y la delicadeza que no percibía en el género masculino. Precisamente por estas cualidades, las consideraba capaces de salir airosas en cualquier situación. A la hora de casarse, un joven con sentido común no debía guiarse por la apariencia externa, tampoco por la fortuna de la chica. Si valoraba la felicidad doméstica, debía fijarse en la personalidad que tendría su compañera. Por una razón fundamental: «los encantos espirituales se imponen sobre el espejismo de la belleza».
No obstante, aunque llegara a estar perdidamente enamorado, Casanova siempre tuvo una prioridad por encima de cualquier mujer: su propia libertad. Sin duda, lo único que le parecía más importante que su propia vida, porque sin ella vivir dejaba de tener sentido. Esta seguridad, con los años, dejará de ser tan rotunda porque, a medida que se hace viejo, experimenta serias dudas sobre si ha escogido el camino más adecuado, el de buscar el cambio constante. ¿Acaso su rabiosa independencia no constituye una forma de esclavitud? La experiencia le ha enseñado que la dicha no puede ser completa si se disfruta en solitario.
Siempre amigo de la sensualidad, conocía demasiado bien el corazón del hombre. Por eso, concedía que la mujer, en el fondo, hacía en negarse a satisfacer el deseo de sus pretendientes. De lo contrario, sólo conseguirían que el amor se extinguiera porque nadie ama lo que posee.
Inteligente y desprejuiciado, sabe que «el amor propio y la vergüenza embotan el sentido común». Para ver la realidad de una forma ecuánime también hay que huir de la cólera, que nos arrebata nuestra capacidad de juzgar y constituye, por definición, el peor enemigo de la racionalidad.
El ser humano debe buscar la verdad. Eso significa, para nuestro italiano, primero instruirse, después rectificar lo aprendido a través de la visita a otros países. Esta forma de pensar es muy propia del siglo XVIII, en el que se puso de moda el Grand Tour, un viaje de formación por Europa, en especial por Italia, que tenía precisamente ese objetivo: aprender de primera mano lo que no estaba en los libros.
El conocimiento implica, por otra parte, hacer el menor caso posible de la Iglesia. Porque la vida sosegada no resulta compatible con «las patochadas con que nos aturden los curas». Una religión que esclavice las mentes no puede ser benéfica, sobre todo por ser contraria a la naturaleza, de donde los seres humanos extraen el impulso hacia la libertad. Aquí se encuentra el origen de su profundo anticlericalismo, el que le hace decir que el diablo tiene más poder en la Iglesia que en cualquier otra parte.
Sería simplista suponer que sus diatribas contra los sacerdotes significan que se siente ateo. En absoluto. Piensa que la naturaleza procede de Dios, por lo que no tiene dificultad en reconciliar fe y ciencia. La Biblia, como bien dice en cierta ocasión, no es un libro donde los creyentes puedan aprender física. Contraponer su palabra a teorías como la de Copérnico significa, en realidad, desperdiciar el tiempo en un falso debate.
Por otra parte, considera que la divinidad no puede aprobar imposiciones absurdas, contrarias a la naturaleza humana, como el voto de castidad. Una obligación como esta, a sus ojos, constituye necesariamente un crimen por ser contraria tanto a Dios como a la humanidad. Porque, al ser criaturas corporales, no podemos alcanzar la satisfacción si no es por medio de los sentidos. Un amor puramente platónico, como el goce puramente intelectual, resulta por definición insuficiente.
A un librepensador como Casanova tenía que repelerle la prohibición del sexo, desvarío que evidencia una mentalidad fanática, una de las peores cosas que es capaz de imaginar. En cierta ocasión, de forma memorable, llegará a definir el fanatismo como «una infección del espíritu» capaz de propagarse con la velocidad de la peste. A sus ojos, las ideas fijas solo pueden causar estragos. Es esta mentalidad abierta la que lo convierte, a principios del siglo XXI, en un personaje que nos interpela. Lleva una vida nada convencional, pero es coherente consigo mismo y está dispuesto a pagar el precio de sus opciones. No es poco.
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