Cinefórum CCCLI: «Sed de mal»
La frontera suele ser porosa en el cine. Esas rayas que los Estados de los hombres se esfuerzan en sostener, estirar y redefinir, son traspasadas, siempre, por los mismos hombres, sus anhelos y su cine. Algunas veces con una simple carta o con muchas, como la semana pasada en 84 Charing Cross Road; otras, explorando uno de los espacios más fílmicos que existan en el planeta Tierra: la frontera entre México y EEUU. Un lugar cincelado a base de guerras y diplomacia, de violencia, dólares y amores; pero, también, a través del cine, el western, el policiaco y la novela negra. Esa línea la han recorrido muchos de los grandes nombres de las industrias del espectáculo al norte y al sur del río Grande. En esa(s) lista(s) aparecen, y por buenas razones, Sed de mal y el Orson Welles.
Conocida es la capacidad del cine para esculpir no solo nuestra memoria, sino para crear impresiones de tiempos y lugares en los que jamás hemos estado. Al pensar en el sur de los EEUU de los años 50, imaginamos un mundo en el que el asfalto, los coches, algunas ciudades y sus carteles luminosos llenan los mismos escenarios que antes habían pertenecido a los indios y los vaqueros. Y por encima de todas, una escena se rueda una y mil veces en nuestra imaginación: acción.
Un coche atraviesa el bullicio con dos pasajeros distinguidos (no importa demasiado quiénes son, solo que son importantes) y una bomba en su interior. Un plano secuencia de más de tres minutos (ahora parece poco, pero en su momento fue mucho y muy novedoso) sigue el automóvil, esquiva a la gente y se detiene un en el animado paseo de uno de los protagonistas, el investigador Mike Vargas (Charlton Heston) y su flamante mujer Susan (Janet Leigh). Se cruzan con el coche y con quienes viajan en él, bromean sobre algo y nada de lo que estamos viendo en pantalla debería generarnos tensión; pero seguimos en la misma, primera escena y por momentos nos parece escuchar el tic, tac de la bomba escondida en el Cadillac. El beso de la pareja, escena final de esta pequeña película, coincide con la explosión (fuera de plano y en suelo estadounidense). El carisma de Vargas le lanza de lleno a un caso que se despliega durante los próximos cien minutos. Hay veces que un autor y una escena están a la altura de las expectativas, aunque estas incluyan uno de los grandes comienzos, una de las grandes películas y uno de los grandes directores de la historia del cine.
Con esto sería más que suficiente, pero como es bien sabido, Orson Welles también tenía tiempo para interpretar. En este caso, da vida al gran antagonista de la velada, el detective Hank Quinlan, que es el típico policía corrupto por lo eterno de su lucha contra el mal, su naturaleza autoindulgente y algunos problemas conductuales. Todo ello muy bien encarnado en el brevísimo papel de Marlene Dietrich, por cierto. La actuación del director frente a la cámara es, también, sobresaliente, lo que sitúa al cineasta en el olimpo reservado a esos niños repelentes que sacan buenas notas, tocan el piano, destacan en algún deporte y, encima, son majos porque no tienen que esforzarse en ninguna de las cosas que hacen. Simplemente, les sale natural.
El bueno de Orson dedicó buena parte de todo ese talento al cine negro con la tranquilidad de quien ya ha facturado alguna obra de esas que otros definen como maestras y la confianza de quien, habiéndose acercado antes al noir, rodó para el género películas que, de nuevo, se calificaron como obras maestras. Así, entre giros de guion, traiciones, adicciones, un poco de racismo y algún cliché, vamos explorando una frontera en la que ya no cae el sol a plomo. Ahora está plagada de sombras: las que crean la cámara y la iluminación características de Orson Welles, pero también las de su guion y sus personajes.
Es difícil definir qué constituye un clásico. Probablemente, el mejor intento sea el circular (porque un clásico es poco más que lo que en cada tiempo consideremos un clásico). Al fin y al cabo, el cementerio está lleno de obras a las que tan sagrada condición se les fue escurriendo entre los dedos con el transcurrir del tiempo. Sea como sea, de momento, podemos decir que Sed de mal sigue siéndolo. Y, por lo tanto, Orson Welles, un genio.
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