En nuestro cinefórum semanal pasamos de una cinta deudora del cine social británico a otra que fue pionera del Nuevo Cine Español (NCE); ese que, como aquel, desde finales de los años cincuenta y a lo largo de los sesenta buscaría la ruptura temática y estética inspirado por la modernidad cinematográfica.
El NCE, como sus homólogos internacionales, supondrá un intento de sacar rédito político de la apuesta por una cinematografía que sirviese de motor cultural y estampa exportable del país, favorecido por una legislación proteccionista que apostaba por el relevo generacional y un espíritu artístico que quería enmendar al cinéma de papa. Un movimiento heterogéneo, pero vertebrado por la coincidencia generacional y la intención de tratar temáticas conocidas bajo nuevas perspectivas. El núcleo fundacional lo encontramos, al amparo del proyecto aperturista del régimen franquista (García Escudero), en una nueva hornada de cineastas surgida de la Escuela Oficial de Cinematografía de Madrid y que, en mayor o menor medida, haría carrera posterior en nuestro cine (igual de interesante, aunque de reminiscencias más efímeras, será un segundo foco nacido poco después en Barcelona -la Escuela de Barcelona- y que se erigirá como contrapunto al cine de la capital y como una especie de Nouvelle Vague patria). Entre sus figuras más destacadas estaría Carlos Saura, autor (junto a Angelino Fons) y director de La caza (1965), y Elías Querejeta, coproductor de la cinta y referencia ejecutiva del cine español posterior.
La película nos lleva al desolador páramo de Seseña (Toledo), donde van a parar tres antiguos amigos (Ismael Merlo, Alfredo Mayo, Jose María Prado) y el joven cuñado de uno de ellos (Emilio Gutiérrez Caba), con la intención de disfrutar de una festiva jornada de caza. Pero lo que debería de ser un reencuentro para celebrar la amistad (paella con conejo incluida), pronto se convierte en una pesadilla en la que las vilezas, envidias y frustraciones humanas se vuelven más amenazantes que el agreste paisaje.
Más allá de sus experimentaciones formales (combinación de grandes planos generales y primerísimos planos, los diálogos en off, la fotografía con luz natural y en blanco y negro de Luis Cuadrado, la desasosegante música de Luis de Pablo…), que consiguen trasformar el expansivo paraje en una extensión del claustrofóbico drama interno de los personajes, La caza, como buena representante del NCE, reivindica una suerte de realismo crítico que la aleja del cine tradicional hegemónico no comprometido; y brilla en su dimensión elíptica y ambivalente, lo que no deja de estar directamente relacionado con los problemas que la censura daba a las propuestas o temáticas más libres. No obstante, y a decir del propio Saura, sería el entusiasmo cinematográfico del censor de turno (Marcelo Arroita Jáuregui) lo que permitiría vivir a una película que, fuera de nuestras fronteras, gozaría de un predicamento que le valdría el Oso de Plata de Berlín a la mejor dirección por un jurado presidido por Pier Paolo Pasolini, así como el entusiasmo del hollywoodiense Sam Peckinpah, quien la citaría como una de sus referencias para Grupo salvaje.
Cargada de un intenso pesimismo destilado del trauma guerracivilista y de la amargura franquista, la película de Saura, al igual que otras cintas contemporáneas, encontrará en los disfraces metafóricos de la represión sexual o el cainismo fratricida de los incipientes intereses inmobiliarios e industriales, los sutiles instrumentos con los que hablar de una España muy cercana para el espectador.
Justo el día que veíamos en nuestro cinefórum La caza, el que esto suscribe había terminado la lectura de esa epopeya conejil titulada La colina de Watership; una obra maestra de reminiscencias homéricas que, desde el primer momento («¿Adónde, Avellano-rah?») provoca en el lector una intensa empatía lepórida. Un sentimiento que, inevitablemente, se hace extensible a la cinta de Saura cuando, uno a uno, los conejos del páramo van sucumbiendo a las balas de los protagonistas, y que, sin embargo, carece de réplica cuando un destino similar alcanza a los cazadores humanos. En efecto, ninguno de ellos parece tener la nobleza de un honorable conejo.
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