Es inevitable asociar la figura de Mia Farrow y Woody Allen. No solo porque su mal avenida separación personal siga dando coletazos en la actualidad, sino porque su unión profesional fagotizó la carrera de la actriz hasta el punto de que nos es difícil desvincularla de su condición de icono indie. Y, sin embargo, antes de su encuentro con el director neoyorkino la joven actriz había hecho méritos propios para que hoy, echando la vista atrás, podamos considerarla también una referencia indiscutible del cine de terror menos convencional.
Entre finales de los años sesenta y buena parte de la década siguiente, Farrow, con un descomunal talento que parecía irradiar de su frágil y siniestra fisicidad, encarnó recurrentemente a una mujer asediada por el mal pero que, lejos del histrionismo de la scream queen o del simplismo de la damisela en apuros, recorría por sus propios medios su particular odisea macabra. Además de la imprescindible La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) y la tan desconocida como interesante Ceremonia secreta (1968), la actriz norteamericana revisitó la pesadilla invidente de la mano de Richard Fleischer con Terror ciego (1971), para finalmente sumergirse en la ghost story con la cinta que nos ocupa esta semana: Círculo de la muerte (1977), de Richard Loncraine.
Como la invitada de nuestro último cinefórum, la película de Loncraine está basada en una obra literaria. Concretamente en la novela Julia, de Peter Straub, en la que se nos cuenta la historia de una mujer que pierde a su hija pequeña y que, tras pasar por un centro psiquiátrico, intenta rehacer su vida lejos de la sombra del trágico suceso y de la presencia dominante de su marido. Sin embargo, en la casa a la que se mudará le esperará una inquietante presencia.
Así, desde estos postulados clásicos del relato de casa encantada, Círculo de la muerte se nos presenta, a priori, como una muestra más de un subgénero que en el cine británico y norteamericano de los setenta y ochenta iba a conocer un auge especial (La leyenda de la casa del infierno de John Hugh, 1973; Pesadilla diabólica de Burnt Offerings, 1976; Terror en Amityville de Stuart Rosenberg, 1979; El resplandor de Stanley Kubrick, 1980; Al final de la escalera de Peter Medak, 1980; Poltergeist de Tobe Hooper, 1982). De hecho, la dirección serena, contenida y sugerente de Loncraine entronca con el mejor terror atmosférico de la época, a lo que contribuye la sombría fotografía de Peter Hannan y la perturbadora partitura de Colin Towns.
No obstante, es en el plano narrativo donde la cinta desfallece hasta el descarrilamiento. Su errático desarrollo argumental, lleno de tropezones e incongruencias, entorpece el visionado de una historia ya de por sí lastrada por su permanente aura de déjà vu (percepción que, todo sea dicho, el espectador actual puede tener por títulos que la sucedieron). Afortunadamente, la sensación de decepción queda en parte atenuada por una gran escena final en la que, es más, se puede identificar cierta imagen como posible referencia para Los otros de Amenábar. Ya solo por eso, y por Farrow, Círculo de la muerte merece la pena.
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