Cinefórum CCLVII: «La torre de los siete jorobados»
De nuevo, siete seres espectrales surgidos de la adaptación de una novela y un director clave de su generación. Sin embargo, para asistir al encuentro entre la película de Jaume Balagueró y Edgar Neville tenemos que viajar 73 años atrás en el tiempo, a un momento en el que España pasaba hambre y el mundo contenía el aliento esperando el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Cuesta asimilar que, mientras tanto, Neville, conde de Berlanga de Duero, escritor, pintor, diplomático y, por supuesto, director, fuera capaz de rodar una película tan redonda y llena de frescura.
Pero antes, una aclaración sobre la gestación del proyecto: la historia oficial relata que el propio Edgar Neville y José Santugini adaptaron la novela homónima de Emilio Carrere, periodista y escritor de la corriente decadentista. No obstante, tras una búsqueda rápida, encontramos otra versión: Carrere, embebido quizá de los vicios de su propia corriente (que son los mismos que los de todas las demás) habría cobrado el trabajo entregando a cambio un manojo de páginas en blanco, cubiertas por unos pocos folios manuscritos. El editor habría acudido entonces a Jesús de Aragón Soldado, escritor de ciencia ficción del periodo, para que arreglara el desaguisado y diera forma definitiva a La torre de los siete jorobados. Como este no es el lugar para demostrar, de una vez por todas, cuál es la versión real de los hechos, escogeremos la segunda porque tiene no uno, sino dos elementos que nos congracian con el mundo: el más obvio, dar reconocimiento al extraordinario y modernísimo trabajo de un autor desacreditado; pero no perdamos de vista la satisfacción de imaginar a Carrere, un escritor bien conocido en las tertulias de la capital, arrastrando el timo de la estampita hacia el negocio literario. Entre las colas del racionamiento y los juicios sumarísimos, con un escritor a la fuga y otro escribiendo desde el ostracismo, el hijo de un ingeniero inglés y una condesa acabaría rodando una película que rezuma fantasía y evasión. Me reconocerán que la cosa rebosa españolía por los cuatro costados.
De vuelta a la ficción, el comienzo de la película nos presenta a Basilio Beltrán (Antonio Casal), jugador empedernido y desafortunado cuya suerte cambia cuando, súbitamente, el fantasma de Robinsón de Mantua (Félix de Pomés) se le aparece para adelantarle los resultados de la ruleta a cambio de su ayuda: quiere que salve a su hija Isabel, que lo era también fuera del set, de los peligros que la acechan. Con el sustrato del sainete establecido, pasamos entonces a la intriga de una investigación en la que descubriremos primero la torre y luego el submundo que se extiende bajo la capital. Por ahí es por donde pululan los siete jorobados que completan el título de una historia que, en su momento, pudo cubrir con éxito el espectro que va desde la comedia hasta el terror. Y probablemente con éxito.
Hoy, La torre de los siete jorobados pasa por ser una película de culto, habiendo ingresado hace ya mucho tiempo en esa categoría extraña en la que caben bodrios famosos por alguna anécdota de su rodaje y también piezas atemporales como esta, capaces de adaptar una novela rehecha, añadirle elementos del expresionismo alemán y crear un todoterreno que seguirá funcionando un siglo más tarde de su concepción. Háganle justicia y, si todavía no lo han hecho, acérquense a Edgar Neville.
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