Cinefórum CCXLIX: «Blue Collar»
Y de un azul (Perfect Blue) a otro, de Japón a Estados Unidos, en este caso con una historia criminal de atrevido reparto y que significó el estreno como director de Paul Schrader, que hasta entonces había sido un guionista de éxito con un espectacular debut en Yakuza (The Yakuza, 1974, Sidney Pollack). Más tarde alcanzó la gloria con un clásico absoluto: su guion de Taxi Driver (1976, Martin Scorsese). Fue posiblemente gracias al triunfo de este último texto, en la primera de sus múltiples colaboraciones con Scorsese, lo que le valió a Schrader la ocasión para dirigir Blue Collar.
El cuello azul del título se refiere a la clásica distinción laboral entre los trabajadores de oficina, con sus camisas blancas, y el trabajador fabril, identificado con el mono azul de trabajo, que en los tiempos anteriores a la precarización actual (en el que la distinción sigue jugándose en un terreno simbólico que cada vez tiene menos importancia material) significaba la sutil, pero fundamental distinción entre la clase media y la clase baja.
Durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la promesa de oportunidades y facilidad de crédito para el obrero industrial occidental, especialmente el norteamericano, había llevado a una mejora de sus condiciones materiales y sociales respecto a sus homólogos anteriores al conflicto. Los 70 y la crisis del petróleo, no obstante, habían mostrado las limitaciones de esa versión humilde del sueño americano. La inflación devoraba los sueldos, arrasaba con la política de crédito fácil que había disparado el consumo y la crisis del modelo industrial condenaba a ciudades como Detroit a una decadencia aparentemente irreversible. El problema se cebaba especialmente en la población con menos posibilidades de educación, muchos de ellos inmigrantes o descendientes de inmigrantes (polacos, irlandeses, italianos…) y especialmente cob las grandes comunidades afroamericanas producto de la migración interior al norte, en busca, precisamente, de esos prometedores trabajos industriales.
Y de ahí, de la clase trabajadora desilusionada por el fracaso de las promesas del Estado del bienestar a finales de los 70, extrae Schrader a sus protagonistas, tres trabajadores mal pagados, dos negros y un blanco (de origen polaco). Descontentos, a menudo desagradables y autodestructivos, han conseguido crear a pesar de todo una amistad que parece real, pero será destruida completamente a lo largo del metraje. Interpretados los tres con gran solvencia por la inesperada conjunción del cómico estelar Richard Pryor, como Zeke Brown; el ya por entonces habitual de Scorsese Harvey Keitel, como Jerry Bartowski; y el siempre interesante Yapeth Kotto, como Smokey James.
Sin embargo, tras las cámaras, los diferentes estilos y personalidades de los actores provocaron abundantes conflictos en el rodaje, incluyendo una serie de golpes que Keitel se llevó a manos del séquito de Pryor, algo por lo que a punto estuvo de dejar el rodaje antes de tiempo; también que los actores dejaran de hablarse fuera de cámara o que el guionista metido a director sufriera un ataque de nervios y tuviera que confiar parte del trabajo en el director de fotografía, Bobby Byrne.
El argumento de la película lleva a estos tres perdedores, dedicados a labores repetitivas y mecánicas en una fábrica de coches, ninguno particularmente inteligente, ninguno particularmente admirable, ante la posibilidad de cometer un crimen contra el sindicato que los representa. El chapucero crimen parece, en principio, un fracaso: descubren que no hay rastro del imaginado dinero que esperaban obtener, pero parece más prometedor cuando, revisando los papeles que se han llevado, encuentran pruebas de la corrupción del sindicato, que se ha dedicado a usar sus fondos para dar créditos a intereses ilegales.
El papel del sindicato es retratado de forma muy interesante: reconociendo lo positivo de su labor a la hora de conseguir mejores condiciones salariales y materiales, para evitar el despido de los trabajadores, se muestra como una organización radicalmente corrupta e incapaz de solucionar los verdaderos problemas de base de los mismos. Es una maquinaria idealista, las reuniones se realizan bajo la mirada de un cartel de Martin Luther King, incluso necesaria, pero está atrapada en una situación absurda, convertida en válvula de escape de las tensiones laborales, evitando al mismo el conflicto social subyacente. Esto es así porque ya no se concibe como una posibilidad de cambio profundo, porque la cercanía al poder empresarial (que pronto aprende lo útil de ganárselos) y económico abre la puerta a la corrupción y a la connivencia con los supuestos oponentes.
El film se recrea en los paisajes industriales, visuales y sonoros; en ambientes donde los personajes pasean sus miserias; en las escenas en la fábrica, pobladas por extras que parecen encontrarse con el rodaje en medio de su turno sin poder evitar echar una mirada a la cámara al pasar. Un mundo que sigue funcionando mientras las vidas de los protagonistas se derrumban; una maquinaria imparable que los devora y los escupe sin detenerse.
La película retrata magistralmente una vida atada a un trabajo sin futuro, en una economía en decadencia, con una crudeza que el humor ocasional no consigue despejar. Supone un retrato inmisericorde, pero necesario, de una situación no tan diferente (cambiando sujetos) de la que podemos encontrarnos hoy en entornos muy diferentes y que se salda con una respuesta igualmente desesperanzada. Es, en definitiva, una película que hay que ver.
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