Cinefórum CCXLVII: «Los Mitchell contra las máquinas»
Todas las cosas buenas que seguramente habrá usted oído de Los Mitchell contra las máquinas son estrictamente ciertas. Todo es verdad, salvo algunas cosas (que diría Mariano) en las que los espectadores, de momento, no han querido reparar. Cosas que, además, no son demasiado graves. Lo cierto es que esta es una película de animación que da lo que promete: diversión y entretenimiento. Y, por si no fuera suficiente, también cumple con la norma autoimpuesta de, este, nuestro cinefórum: si la semana pasada un artefacto cambiaba la vida de Jesús Gris en Cronos, de Guillermo del Toro, aquí un dispositivo alterará el curso de toda la humanidad.
De ahí nacen las referidas virtudes de la película que Sony Pictures ha desarrollado con el mismo equipo que trabajó en Spider-Man: Un nuevo universo y que, debido a la pandemia, finalmente ha sido estrenada directamente en Netflix. El ingenio que amenaza aquí a los protagonistas, la entrañable familia Mitchell, es un smartphone o, más concretamente, la nueva inteligencia artificial enjambre que lo controla. A partir de ahí, un cúmulo de aciertos nos mantienen pegados al sofá: la animación desborda la pantalla, mezclando tres y dos dimensiones de forma brillante; la trama es coherente y queda resuelta con unas convenientes dosis de acción; y, sobre todo, encontramos una espectacular química entre todos los personajes, una familia propia del siglo XXI, su perro y dos robots extraviados, que logran arrastrar las coordenadas del cine de animación familiar hacia el presente.
Es ahí donde nace, en opinión de quien escribe, el único pero que cabría ponerle a la película tras cien minutos de puro entretenimiento: los otros diez que completan el metraje se vuelven directamente incómodos, porque Phil Lord y Christopher Miller deciden invertirlos en escarbar en el peor defecto de sus anteriores proyectos: machacar incansablemente, una, dos, cuatro y hasta ocho veces, con la moraleja de rigor que se les ocurrió para completar su película y sobre cuya modernidad cabría discutir largo y tendido. Y no es que sea una moralina especialmente detestable en sí misma; es su reaparición, una y otra vez, la que acaba por atrancar una vagoneta que, por lo demás, viajaba a toda velocidad por una montaña rusa de fantasía.
Por acabar con el buen sabor de boca que, en realidad, también deja la película, hay un aspecto de la misma que merece una mención especial, esta vez en positivo y sin ambages: me refiero a la incorporación a la narrativa cinematográfica de elementos presentísimos del mundo actual como los filtros de imagen, la mensajería instantánea o los vlogs. Es decir, de la generación de contenidos ubicua y continua que tan arcana resulta para adultos del pleistoceno como el bueno de Rick Mitchell, cuya relación con su hija, la gran protagonista, envuelve en cierta medida toda la cinta. En este aspecto, la película logra ser coherente con su propio mensaje y eso tiene un enorme mérito: lo cierto es que tanto la historia de Los Mitchell contra las máquinas como su propia visualización contribuyen al entendimiento mutuo intergeneracional que representan. Es una virtud muy poderosa para una película de animación familiar… y solo hacía falta lucirla, no era necesario explicarla.
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