Pocas veces el visionado de una película supone una experiencia fuera de lo normal. Y eso es exactamente lo que ofrece La posesión de Andrzej Zulawski (1981), una obra con el suficiente grado de ambición y hondura como para que, te complazca más o menos, se quede alojada en tu cabeza una buena temporada.
De una cinta con una enamorada pasamos a otra en la que el amor también posee a una mujer, pero invocando a su alrededor los más terribles males que se esconden dentro de nosotros mismos. Avisamos: es muy probable que cuando veas La posesión no entiendas nada. O mejor dicho, creerás que pasado un punto se te ha ido el santo al cielo y te has salido de la película. Y no te faltará razón. Tanto su título, como su premisa y su comienzo juegan deliberadamente al despiste y lo que se te ha vendido como un melodrama más o menos sugerente con tintes de género, se acaba convirtiendo en una viaje alucinógeno hacia no sabes muy bien qué. Por eso antes o después la volverás a ver. Y leerás y debatirás sobre ella incansablemente. Porque es cambiante e infinita.
Pongámonos en situación. Estamos en el Berlín oriental y Mark (Sam Neill) regresa de una misión de espionaje al otro lado del muro. Encuentra a su esposa rara y distante. Parece que Anna (Isabelle Adjani) ya no le quiere, tiene un amante. A continuación, lo esperable: gritos y drama. Pero pronto empezamos a darnos cuenta de que hay cosas que no cuadran, como que Anna está ida y nerviosa, demasiado; o que Mark es un hombre claramente perturbado por los celos y el abandono; o que cuando hablan no parecen entenderse y que tú tampoco puedes entenderlos a ellos. Además, hacen cosas raras. Cada vez más raras. Todos: Mark, Anna, sus amantes, sus amigos, el detective que contrata Mark para que espíe a Anna. Y de fondo, una ciudad que, como la pareja, parece dividida, fantasmal, vacía. Hasta que descubrimos que el verdadero amante de Anna es un monstruo lovecraftiano al que se entrega con pasión en una vivienda abandonada. Y a partir de ahí, la nada. O mejor dicho, el todo.
La nada, si no consigues agarrarte a algún asidero, y el todo, si por suerte estás dispuesto a aceptar la invitación de Zulawski para tirarte de cabeza a la historia de terror que puede llegar a ser un ruptura de pareja. Porque a esas alturas de la cinta ya empiezas a intuir que la intención del cineasta no es contarte de forma convencional un relato de desamor. Los primeros compases han servido para ponerte en situación, para que el desasosiego que desprende la historia, las actuaciones, la fotografía, la puesta en escena, el paisaje o la dirección empaten contigo y que sea la emoción la que te arrastre a través de la pesadilla irracional en la que se convierte la película.
Sin que te hayas dado cuenta (esos diálogos inconexos, esos comportamientos sin explicación, esas escenas extrañas y perturbadoras), el polaco estaba abriendo la caja azul por la que los monstruos abisales de nuestro subconsciente se escapasen. Así, elementos típicos del género de terror como la posesión demoníaca, los doppelgänger o los íncubos tentaculares se redefinen como la metáfora abstracta del drama psicológico de los protagonistas, que es el mismo que el del director (quien escribió el guion tras una traumática separación) y en definitiva, puede ser el de que cualquiera de nosotros: el calvario emocional y mental del final del amor y de una separación mal avenida. Si a eso le añadimos el trasfondo de la paranoia nuclear o las zarpas castrantes del comunismo, la cinta de Zulawski se convierte en toda una piedra Rosetta del simbolismo surrealista.
Es difícil escribir de La posesión sin destripar momentos esenciales que te entorpezcan o condicionen su primer visionado. De hecho, en las pocas palabras anteriores quizá ya se ha dicho demasiado. Valga como cierre, por tanto, el inevitable recuerdo a una de las mejores interpretaciones de la historia del cine: la de esa inmensa Isabelle Adjani abortando un retoño infernal en el metro berlinés. Una escena que, como la propia película, está condenada a poseerte y sacar lo más oscuro de tus entrañas.
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