La anterior película de nuestro cinefórum iba de hijos, monos y castillos, una colección de contenidos de lo más interesante. Cierto es que ahora nos centraremos en los castillos, o por lo menos en las casas señoriales. Son diferentes a la simpática construcción que se agenciaron los Salmerón, pero, después de todo, pocas cosas se relacionan con los castillos mejor que la tradición del terror. Por eso, además, nos despachamos una sesión doble digna de los años cuarenta del pasado siglo, cuando se hacía ese cine que bebía de la atmósfera más que del susto y de los monstruos clásicos más que de extrañas variaciones fantasmagóricas y lovecraftianas. A caballo entre 1942 y 1943, nos sumergimos en The Undying Monster y El retorno del vampiro, dos películas que, juntas, apenas duran ciento treinta y tres minutos, y muestran que a veces es mejor no extender la duración de las narraciones cinematográficas.
The Undying Monster no ha sido nunca editada en nuestro país, al menos que yo sepa. Esto no es algo extraño: no deja de ser un título menor de la 20th Century Fox que buscaba aprovecharse del éxito de la Universal, ya al final del mismo. Adaptación de una novela de Jessie Douglas Kerruish, la cinta es una clásica película de monstruos de la época, con pocos elementos novedoso más allá de la evidencia de que los personajes femeninos de la época podían ser de armas tomar. A pesar de su falta de originalidad consigue, sin embargo, darnos lo que le podemos pedir a una película así. Es un buen ejemplo de un tipo de cine ya desaparecido.
Aquel terror clásico no buscaba el miedo tanto como la inquietud. Las brumas, lo desconocido, los caserones antiguos, las criptas aparentemente malditas… Todo buscaba transmitirnos el misterio de lo olvidado, más incluso que de lo desconocido. Cuando los protagonistas de la cinta, precursores de los CSI que ahora vemos como normales en cualquier procedimental, se lanzan a la investigación, su objetivo final no es sino descubrir el pasado de una supuesta maldición; lanzar la luz del conocimiento sobre la historia para así entender el presente.
Técnicamente la película es competente, sin florituras. Cuenta con un director fiable como era John Brahm, mayormente recordado por Jack, el destripador (The Lodger en su idioma original), un buen acercamiento a la figura del asesino de Whitechapel. Las actuaciones tampoco están mal, aunque no cuenta con ninguna estrella que destaque particularmente. No es una gran película, en definitiva, pero es disfrutable al máximo.
Continuamos la sesión con una película más importante por algo externo al propio celuloide que por lo que sucede en la pantalla. El retorno del vampiro fue la última película de un gran estudio en la que Bela Lugosi fue tratado como una estrella. También fue, además, un intento de aprovecharse de la figura de Drácula fuera del reinado de la Universal, mediante la nada disimulada técnica de cambiarle el nombre al vampiro y esperar que no hubiese ninguna denuncia. Al menos la táctica nos permitió añadir a las leyendas vampíricas a un nombre tan particular y único como Armand Tesla, que no es poca cosa.
La película tiene un elemento curioso dentro de su construcción en el hecho de que la historia se parta en dos, con un inicio que parece el centro de la trama pero acaba convertido en el preludio de la verdadera película. Esto consigue que, de algún modo, siga indagando en esa importancia del pasado que citamos anteriormente, aunque aquí todo esté más claro. En esta cinta los personajes están atrapados por el regreso de un ser que creían muerto y que ahora vuelve a ejercer su influencia sobre ellos.
La película, como la anterior, es un trabajo de artesanos del cine de estudios. Lew Landers, el director, era uno de esos profesionales que no pararía de producir películas durante toda su vida, sin destacar pero tampoco decepcionar en exceso. Las actuaciones son todas correctas, aunque Bela Lugosi eclipse a todos los que le rodean. También es cierto que, del resto del reparto, solamente terminaría destacando la joven Nina Foch, que acabaría apareciendo en Los diez mandamientos, Espartaco o Un americano en París.
En resumen, estamos ante una combinación de cintas que nos recuerda un arte cinematográfico ya desaparecido. Cintas cortas, concebidas como parte de un contenido mayor, que buscaban la complicidad del público con tópicos ya conocidos y resoluciones que no resultaban originales, pero sí muy gratificantes. Un tiempo quizá más inocente, en el que el cine era un espectáculo que ocupaba una tarde y en el que los espectadores esperaban una satisfacción inmediata, lejos de las inversiones a años vista en el entretenimiento que la televisión y algunas sagas cinematográficas plantean a día de hoy.
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Me ha recordado a un dossier de la dirigido