En Adaptation, Charlie Kaufman tuvo la capacidad de escribir la única película que era posible extraer de un libro en el que no sucedía absolutamente nada: una obra que narra las dificultades de un guionista para adaptar un ensayo a la gran pantalla. El resultado era una película que dialogaba con el espectador y la propia profesión del guionista, y homenajeaba a través de sus protagonistas (Charlie y Donald Kaufman, un alter ego real pero imaginario) a dos figuras que sin lugar a dudas tuvieron una fuerte influencia en la concepción del film de Spike Jonze: los hermanos Epstein, conocidos sobre todo por despachar uno de los mejores guiones de la historia del cine, el de Casablanca. Nuestra próxima película debía por tanto respetar la voluntad de Charlie Kaufman y homenajear a la figura binaria de los Epstein, aquel par de gemelos guionistas de la época dorada del cine.
Arsénico por compasión, un clásico de Hollywood, era probablemente la elección más obvia; pero no podríamos haber dejado pasar un curioso guiño que relaciona El hombre que vino a cenar con nuestra anterior parada en la historia del cine: el guion de esta película, escrito a cuatro manos por los Epstein, era una adaptación de una obra de teatro escrita por un tal… G. S. Kaufman. Fue gracias a esta curiosa y feliz coincidencia como conocimos al insoportable Whiteside Sheridan, locutor de radio e ídolo de masas.
El hombre que vino a cenar, dirigida por William Keighley en 1942, es una comedia de situación con tintes surrealistas, en la que una excéntrica estrella de la radio, en torno a la cual orbitan diversos planetoides del mundo del espectáculo, se ve momentáneamente confinada a una silla de ruedas. Para su desgracia, la celebridad se ve obligada a guardar reposo por prescripción de un médico que sueña con ser escritor, en la casa de una familia que no satisface su adicción a la farándula más sofisticada.
Pero si Mahoma no puede ir a la montaña, la montaña deberá a ir a Mahoma: el retorcido Sheridan decide trasladar su universo a la sala de estar del respetable matrimonio burgués (con dos hijos en edad de merecer) que le acoge, sin sospechar que esa decisión podría acabar desmontando su castillo de naipes. Y es que la rutina, las visitas, el sueño de una vida normal, en definitiva, captan la atención de su secretaría, una Bette Davis que demuestra ser capaz de atenuar su brillo y permanecer en segundo plano. Por supuesto, si hay algo que el pequeño dios de un microcosmos no puede tolerar, es perder la atención de sus fieles: la reacción del gran Whiteside Sheridan es un arranque de rabia (una pataleta, en realidad) que traerá consigo líos, mentiras, pingüinos del polo sur y maniobras varias en las que el escritor desplegará a sus famosos peones para hacerle la vida imposible a todos los que le rodean.
Con esta premisa, los gemelos Epstein y William Keighley crean una primera versión del cóctel al que Frank Capra daría más tarde el nombre de Arsénico por compasión: cinco partes de ritmo desenfrenado, con constantes diálogos que acompañan hasta el final del metraje; tres partes de humor absurdo, que complementan la base de la mezcla; y dos partes, que son el prestigio del truco, para reírnos al mismo tiempo de la clase media norteamericana, las estrellas a las que adoran y, de paso, de nosotros mismos.
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