Hay pocas personalidades que hayan contribuido más que Pedro Almodóvar a idealizar los años ochenta españoles en general, y la Movida madrileña en particular. De hecho, el adjetivo almodovariano tiende a mezclarse en nuestro imaginario con la idea romántica de esa especie de arcadia feliz del despertar social, político y artístico al que asociamos la década siguiente a la muerte de Franco. Paradógicamente, la contribución del cineasta manchego a ese retrato edulcorado e irreal parece, en esencia, involuntaria. Elevado a símbolo quintaesencial de la época por su incuestionable talento artístico y su refrescante personalidad, su filmografía inicial, vista hoy, se erige como el testimonio más desmitificador posible de un tiempo que, en realidad, estaba lleno de claroscuros. Entre tinieblas (1983), su tercera película, parece empeñada en demostrárnoslo desde su propio título .
A Yolanda (Cristina Sánchez Pascual), la protagonista de la cinta, al igual que al Eastwood de El seductor (Don Siegel, 1971), los azares de la vida la conducen a un enclaustramiento medio involuntario. En esta ocasión en un convento de excéntricas monjas que solo podrían haber salido de la efervescente imaginación de un Almodóvar por entonces genuinamente irrelevante: la orden de las Redentoras humilladas, devotas que buscaban su indulgencia personal en la penitencia ya desde sus propios nombres (sor Rata de Callejón –Chus Lampreave-, sor Perdida –Carmen Maura-, sor Estiércol –Marisa Paredes– y sor Víbora –Lina Canalejas-), y que iban a estar lideradas por la guía espiritual de una madre superiora lesbiana y heroinómana (Julieta Serrano).
Yolanda, bailarina de profesión, aterriza en el peculiar ecosistema del convento convertida en el objeto del deseo de la madre superiora, mientras a su alrededor revolotean los avatares diarios de una congregación formada por asesinas, prostitutas, tartas de LSD y mascotas felinas de gran tamaño. Si hay algo más almodovariano que esto, que venga Pedro y lo vea.
En un ambiente entre el tenebrismo místico de Zurbarán y la alegría pop de los ochenta, la película se va desplegando como una comedia incómoda pero entretenidísima, gracias al innegable talento del director para el absurdo (genial la escena del concierto) y a unos diálogos llenos de réplicas y contrarréplicas irresistibles (insuperable el personaje de Chus Lampreave). Su lado incómodo, en parte, reside en el espíritu crítico que sobrevuela el metraje y que pone sus ojos directamente en la Iglesia y en la sociedad de la que es fruto la realidad interna del convento. Ya dijimos aquello de que la España de la época quizá no era tan bonita como nos la cuentan ahora.
Con los años, Almodóvar maduró su estilo, ganó Oscars, se enfadó con Carlos Boyero y rodó una película sobre chistes de pirulas. Si bien sus mejores obras aún estaban por llegar, Entre tinieblas no deja de ser el disfrutable documento de un director joven y brillante, aún alejado de ese cineasta que, enamorado de sí mismo, cambió su natural vis cómica por una (a menudo) involuntariamente paródica solemnidad.
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