No todas las semanas tenemos la oportunidad de descubrir una producción norteamericana de principios de los 70, relativamente desconocida, y que nos deje con la sensación de haber visto una gran película, con mayúsculas. Harold y Maude (Hal Ashby, 1971) obtuvo su mayor reconocimiento en una Seminci de Valladolid organizada durante el tardofranquismo. Casi medio siglo más tarde, la rescatamos para recomendar a todo el mundo que la vea.
La semana pasada, la sobredosis de un toxicómano dio el pistoletazo de salida de una historia delirante. En esta ocasión, el continuo coqueteo con la idea de la muerte del joven Harold, un millonario cuyo principal pasatiempo es simular constantes suicidios, conectará a dos personas en apariencia muy lejanas, pero que comparten una misma forma de ver el mundo. Él consume su tiempo infinito asustando a las mozas casaderas que su madre soltera le busca a través de una agencia matrimonial. Maude es una anciana anarquista, antisistema y profundamente individualista, que comete una tras otra las más inauditas locuras. Sus caminos se cruzan cuando coinciden varias veces en el cementerio. A ambos les gusta asistir a los ritos fúnebres de personas que no conocen.
Comienza entonces una preciosa historia de amor que entrelaza brevemente el destino de Harold y Maude. Una historia que tiene un final escrito, porque Maude no quiere llegar a ser octogenaria y comenta entre risas, siempre que tiene ocasión, que el día de su cumpleaños se quitará una vida que hasta entonces ha sido digna. Mientras se acerca el momento, el cinismo va dando paso al optimismo gracias al humor y al desafío de las normas establecidas. La autoridad competente se lleva la peor parte por culpa de los escarceos de Harold con el ejército de los Estados Unidos y las ocurrencias de su amante, siempre dispuesta a socavar la propiedad privada si con ello puede, por ejemplo, replantar un árbol. Harold debió sospechar que ella hablaba en serio. ¿Por qué, si no, tantos desvelos para preservar una vida?
No puedo decir mucho de la dirección de Ashby, porque su película logra que nos olvidemos de su labor. Como buen árbitro, logra que no reparemos en él hasta que ya hemos desgranado completamente la actuación de los verdaderos protagonistas del partido, Bud Cort y Ruth Gordon. Magistrales, fueron capaces de alcanzar una genuina estridencia mientras primero se conocían y finalmente se querían, logrando cerrar el guion de Colin Higgins con un nudo en la garganta y una sonrisa en los labios. Por eso Harold y Maude debe integrarse en ese grupo de películas que vienen a nuestra mente cuando queremos recomendar a alguien una gran película, un tanto desconocida. Una obra de arte con mayúsculas.
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