En la primera mitad del siglo XX, el mundo alumbró entre espasmos de dolor una sociedad nueva. Con la sucesión de dos terribles conflictos mundiales, el viejo continente y su aristocracia cedieron el trono a nuevas potencias y flamantes clases dominantes: la civilización de los nobles de La regla del juego (Jean Renoir, 1939), de aquellos personajes que pasaron su vida encerrados en la gran mansión europea, entregados a sus desvaríos, desaparecía. Del sufrimiento que estaba anunciando el nuevo mundo fue testigo la trigésimo segunda película de uno de los más grandes del séptimo arte, Alfred Hitchcock. Lifeboat se rodaba íntegramente en los estudios de la Twenty Century Fox en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, anticipando la participación del londinense en dos cortos propagandísticos (Bon Voyage y Aventure Malgache).
Hitchcock, como Renoir cinco años antes, también encierra a los protagonistas de Náufragos (así se llamó la película en España), en este caso en un bote salvavidas al que el cineasta nos transporta tras el naufragio de un transatlántico torpedeado por un submarino nazi. Al bote irán llegando representantes de diversos arquetipos occidentales (marino comunista incluido), para conformar un reflejo del propio siglo XX; una pequeña sociedad flotante con sus ideales y contradicciones. La cinta parece cómoda con este esquema, decidida a girar en torno a la inestabilidad de semejante mezcla en tan reducido espacio, pero entonces el enemigo común hace acto de presencia: el último inquilino del bote salvavidas será el capitán alemán que acaba de atentar contra la vida del resto de los protagonistas.
Comienza en ese momento una historia de buenos y malos un tanto simplista, pero que el genio Hitchcock logra trufar de pequeños recovecos por los que se cuela su grandeza. Finalmente, todo será lo que tenía que ser en tiempos de guerra; pero, a pesar de ello, junto al antagonista de quienes se alían (nunca mejor dicho) para sobrevivir, es fácil apreciar cómo se van formando los nubarrones de la posguerra: las distintas concepciones de lo que debe ser y significar un bote salvavidas, los enfrentamientos individuales y la distancia, tantas veces insalvable, que separa los anhelos personales de la dimensión pública de cada ciudadano, amenazan con hacer zozobrar a los náufragos antes del posible rescate.
Sin embargo, y a pesar del interés que despierta en el espectador el destino de los supervivientes, es evidente que Hitchkock y Jo Swerling (guionista de la película, inspirada en una historia de Steinbeck) pretendían que un mensaje destacara por encima del resto: los nazis no merecen el beneficio de la duda, ni tienen derecho a la contención del resto de los pasajeros (al menos en esto, parece que el comunista tenía razón). Solo cuando todos hayan aceptado esta triste y dura realidad, llegará el momento de enfrentarse a los múltiples problemas que, al menos en opinión de El Maestro del Suspense, parecen aguardar a la vuelta de la única esquina que en 1944 era imperioso alcanzar: la de la victoria frente al fascismo.
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