Muchas veces pienso en el tiempo. En el tiempo y en otras cosas que van parejas a él, como la producción de películas. Cada año nacen nuevas películas (gracias a los dioses) y eso hace que con el paso del tiempo otras se hagan cada vez más viejas. Qué obvio todo, ¿verdad? Grandes producciones como Indiana Jones, Los Goonies, o Star Wars, que marcan a fuego a una generación, se ven rejuvenecidas, resucitadas o recordadas gracias a remakes, reposiciones, o series de televisión que se inspiran en aquellos iconos de la pantalla y sus aventuras. Pero ¿qué pasa con las obras de arte que se quedan en el fondo del armario o en la caja más inalcanzable del trastero? Ingentes cantidades de obras maestras están condenadas a un lento olvido si no se cuida el conocimiento y la comprensión de un cine que, aun quedando cada vez más alejado de nuestros días, sigue teniendo mensajes cuya vigencia es sorprendente para con los tiempos actuales; un cine con una poderosa fuerza tanto en el contenido como en la forma. Toda esta reflexión me ha venido a la cabeza tras ver Plácido, de Luis García Berlanga. Una puta obra de arte.
Inspirándonos en la ácida crítica social y en el retrato costumbrista de I soliti ignoti o Rufufú en España, de Mario Monicelli, continuamos el cinefórum de La Soga con esta cumbre del cine español. Rodada en 1961, fue nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa y tuvo gran éxito de público y de crítica. Y no es para menos. Plácido posee todo aquello que puede entenderse como berlanguiano (dícese de la situación coral aparentemente caótica o esperpéntica, en la que los caracteres muestran o ponen en evidencia su monstruosidad sin categoría moral, pero de una forma vitalista. Juanjo Puigcorbé dixit). Plácido, el protagonista, es un pobre hombre que durante la jornada de Nochebuena intenta una y otra vez que le abonen el dinero del alquiler para un evento de su apreciado motocarro, para poder pagar, a su vez, antes de la puesta de sol, la primera letra del mismo. El evento no es otro que una campaña de caridad navideña ideada por los ricos burgueses de una ciudad media anónima, consistente en sentar, por una noche, a un pobre a la mesa de la cena. Todo ello va a acompañado de la aparición de un grupo de artistas provenientes de la capital que con su presencia pretenden realzar la visibilidad de la iniciativa, participando además en el desfile que atraviesa la ciudad y en la surrealista subasta de «pobre o artista» que patrocina Ollas Cocinex. Todo ello aderezado con oficinas de burócratas notariales en las que tardan en atender al cliente (¿homenaje a Larra?), funerales tradicionales que se cruzan con la cabalgata festiva y un largo etcétera de situaciones, personajes y diálogos que conforman un relato tan complejo como delicioso.
Esa caridad que tan mágica como hipócritamente nace únicamente en estas fechas navideñas, fue el motor ideológico del film que se inspiró en una campaña real de la época, «Siente un pobre a su mesa», lema que iba a ser el título original de la película, hasta que los censores franquistas lo impidieron.
Con todo, y como dijo el propio Berlanga en unas declaraciones allá por el año 2000, «yo pensaba que lo más jodido de mi vida había sido la censura de Franco. ¡Pues no! Lo más jodido es la pérdida de memoria». Así que, por favor, no perdamos de nuestra memoria obras de arte de este calibre. Vean Plácido. Y Feliz Navidad.
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