Unánimemente considerada su última gran obra, condición reconocida con el Oscar a mejor película extranjera de 1972 para Francia, El discreto encanto de la burguesía de Luis Buñuel supone el epítome cinematográfico del director español y, por tanto, desde el punto de vista narrativo, una corrosiva crítica a las clases altas de la sociedad contemporánea, hecho que la emparenta directamente con nuestro anterior cinefórum.
El Buñuel de la etapa francesa aúna maestría técnica con una depuración discursiva que reivindica su adhesión al surrealismo, un movimiento artístico que no abandonó nunca. Como él mismo reconocía, con más de setenta años su cine seguía queriendo recordarnos que no aspiraba a la obra de arte, sino a la destrucción de la civilización burguesa en defensa de una auténtica moral de la libertad y del hombre como individuo y ser social. Para lograrlo, dota de una textura alucinógena a sus imágenes trasportándonos al ámbito de lo onírico, mientras el espectador es el que debe juntar las piezas narrativas ante la falta de voluntad explicativa del director.
Todo esto está perfectamente presente en El discreto encanto de la burguesía, la cual muestra a su vez una variación del esquema de El ángel exterminador (1962): si entonces Buñuel encerraba tras una cena a un grupo de burgueses en una lujosa mansión y les impedía su salida hasta que se destapaba su máscara de falsa corrección, ahora, junto al guionista Jean-Claude Carriêrre, fija la atención en varias parejas acaudaladas que son incapaces de sentarse a cenar juntas. Para ello, utiliza una estructura rabiosamente moderna: la historia avanza con interrupciones que funcionan a modo de cortometrajes cómicos y absurdos, digresiones que rompen la continuidad narrativa pero que subrayan la banalidad de sus protagonistas y su falsa moralidad, y que entremezclan realidad y ensoñación para descoloque del público. Así, la delirante trama vuelve a ser una excusa para que el director reflexione sobre sus obsesiones más recurrentes.
El discreto encanto de la burguesía se muestra ante nosotros como un juego en el que cada elemento (los movimientos de cámara, los pasajes oníricos, los efectos de sonido que impiden que escuchemos determinadas conversaciones o incluso las reminiscencias que los personajes evocan respecto a otros papeles anteriores de sus intérpretes) nos conduce a pensar en la irrealidad de la vida de sus protagonistas. Con su personalísima escritura cinematográfica, Buñuel parece susurrarnos subliminalmente al oído esa pregunta que Edgar Allan Poe se hacía en uno de sus poemas: «¿Es todo lo que vemos o imaginamos un sueño dentro de un sueño?»
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