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Conan el cimmerio: bárbaro a su pesar

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«En aquellos tiempos, cuando los océanos separaron el Atlantis, y surgió el amanecer de los soles de Aries, hubo una época increíble en la que Conan estaba destinado a llevar la joya de la corona de Aquilonia sobre unas tierras en peligro. Solo los suyos fueron los que muy particularmente pudieron contar su saga. Yo quiero contar todo sobre aquella época de suma aventura…»

Con este inolvidable prólogo, versión simplificada y despoetizada de las crónicas nemedias, daba comienzo Conan, el Bárbaro (1981) de John Milius y, con él, ya nos quedaba claro que el inmortal personaje creado por el tejano Robert E. Howard iba a tomar en el mundo del cine su propio camino hasta conquistar el enjoyado trono de la cultura popular. No es Conan el primer personaje que, una vez convertido en referente pop, trasciende la figura de su autor y se acaba transformando para el gran público en algo diferente a lo que este había creado; pero probablemente sí sea el que, por la importancia icónica de su primera aventura cinematográfica, mayor distancia haya acabado tomando respecto a sus características originales. Ya se sabe: ¡Hunga, hunga! ¡Mí ser Conan! ¡Yo querer cortar cabezas! 

Pero no toda la culpa fue de Milius. Vayamos por partes.

Conan el Cimmerio

Saquemos al monosilábico e hipermusculado Arnold Schwarzenegger de nuestra cabeza e intentemos hacer tabula rasa con la imagen del guerrero cimmerio.

El Conan original, el literario, es el hijo de un herrero norteño nacido en el campo de batalla y que pronto abandonaría su tierra natal, Cimmeria, en busca de aventuras y de un lugar en el mundo. Ladrón, pirata, mercenario, general… sus sandalias y su espada le acabarían llevando nada menos que al trono de Aquilonia, el reino más importante de la Edad Hiboria. Es difícil pensar que un cromañón en taparrabos pueda conseguir tal logro con el único mérito de la fuerza bruta, y leyendo sus relatos se comprueba que no es así: Conan es decidido, inteligente, valiente, leal y cuando ostenta la condición regia no le faltan dotes de gobierno ni olfato para combatir a confabuladores y enemigos.

Por supuesto, Conan no era el príncipe Valiente, pero tampoco el tipo de bárbaro con el que se le ha caricaturizado. Recordemos que la palabra bárbaro originalmente era un exónimo peyorativo procedente del griego βάρβαρος, y que se traducía como ‘el que balbucea’, motivo por el que los helenos lo emplearon como sinónimo de extranjero, hasta que el término acabó adquiriendo connotaciones negativas para designar a los pueblos vecinos que no eran tan «civilizados» como ellos. El hecho de que en los albores del Medievo llegaran huestes germanas allende las fronteras, más brutas que un arado y que contribuyesen notablemente a cargarse el Imperio romano, no ayudó precisamente a cambiar esa imagen que los antiguos nos legaron de aquellos bárbaros extranjeros.

Paradójicamente, Howard nunca llamó a Conan «bárbaro» (de modo que el apelativo es responsabilidad de sus continuadores literarios), aunque es indudable que tanto su condición de norteño salido de Cimmeria como su falta de urbanidad se amoldaron con facilidad a un apodo que en el imaginario colectivo significa algo muy concreto. Sin embargo, este epíteto yerra y acierta a partes iguales. Por un lado, Conan dista mucho de ser un individuo poco sagaz, como demuestra en casi todas sus aventuras y, si bien no es la persona más leída de Hiperbórea, no duda en proteger las letras y las ciencias cuando es monarca (¡ese Conan I «el Sabio»!). Por otro lado, es indudable que Howard quiso reflejar en él su propia identificación con la vida bárbara frente a la civilizada, algo que el propio autor reconoció y que es palpable tanto en el trasfondo de sus narraciones como en las filosóficas reflexiones del personaje. Véase este ejemplo ilustrativo de la sencilla pero aplastantemente lógica forma de pensar bárbara de Conan: «Dominé mi ira y conservé la calma. El juez dijo gritando que yo había manifestado un profundo desprecio hacia el tribunal y que debía ser encerrado en una mazmorra para que me pudriera allí hasta que traicionara a mi amigo. Por consiguiente, y viendo que estaban todos locos, desenvainé mi espada y le partí la cabeza al juez».

Por lo tanto Conan es un bárbaro, sí, pero porque ha nacido y se ha educado fuera de la civilización, hecho que le otorgará las habilidades innatas necesarias para sobrevivir en ese peligroso mundo. Porque para Howard, la barbarie es el estado natural del hombre y el proceso de civilización contiene en sí mismo la semilla de la destrucción. No es casualidad que la Edad Hiboria comience y termine con un cataclismo.

El Conan howardiano, pues, dista mucho del guerrero brutal de encefalograma plano con el que se le ha identificado popularmente. Así lo corrobora Manuel Barrero, uno de los grandes estudiosos del personaje: «Tanto Conan como gran parte del género sufrieron una perversión en su paso por otros medios. El Conan original era un símbolo de ciertos valores de principio de siglo que hoy difícilmente se pueden entender, como el rechazo al maquinismo galopante, la evocación de los valores tradicionales, la confianza entre los hombres, el honor…».

Primera perversión: el legado literario de Conan

Robert E.Howard se suicidó con treinta años debido a que fue incapaz de soportar la pérdida de su madre y porque, evidentemente, tenía algún que otro problemilla en la misma cabeza de la que había salido Conan (nada extraño si, como él mismo contó, al cimmerio le dio por salir de ella con las rudas maneras que acostumbraba en sus relatos). Howard se fue de este mundo sumido en la ruina, ya que la literatura pulp nunca fue una gran fuente de ingresos, pero dejó tras de sí un suculento legado literario lleno de posibilidades que supieron ver otros autores, sin duda seguidores de su obra aunque no necesariamente respetuosos con ella.

Ante el interés del público, a partir de los años cincuenta escritores como Lin Carter, Lyon Sprague de Camp o Björn Nyberg se dedicaron a desarrollar las historias del cimmerio que habían quedado sin terminar, cuando no meramente esbozadas, y en reescribir otras ya publicadas, en un acto de «colaboración póstuma» que acabó haciendo casi imposible distinguir cuál era el Conan howardiano y cuál el redivivo. Esta es la primera gran perversión del personaje: mezclar los relatos canónicos con los pastiches y, además, editar sus aventuras en el supuesto orden cronológico de su biografía, algo que contradecía la voluntad de su autor, quien había explicado que estas debían ser leídas de forma alternativa, como serían narradas por un aventurero que cuenta sus vivencias según las va recordando. De hecho, el propio Howard dijo que así las había escrito él, escuchadas de boca del propio Conan, quien hacha en mano se le aparecía en la oscuridad de su estudio.

El caso de Lyon Sprague de Camp es especialmente llamativo, ya que no solo se dedicó a continuar y concluir por su cuenta y riesgo las aventuras de Conan, sino que homogeneizó el estilo de Howard y alteró sus escritos a su conveniencia, acompañando este cuestionable proceder con un estudio crítico de su obra que ayudó a asentar una visión simplista e injusta de la misma. Así, las historias de Conan bajo el filtro de Sprague de Camp están totalmente alejadas de su esencia original, siendo simples vehículos monodimensionales concebidos únicamente para pasar un buen rato en tierras fantásticas acompañados de un bárbaro embrutecido.

Como señala el editor Patrice Louinet, Howard ha sido criticado a menudo por obras que, o no eran suyas o habían sido manipuladas. Y Conan ha pagado los platos rotos.

Segunda perversión: el Conan ilustrado

Al igual que con su legado literario, el mundo del cómic jugaría un papel fundamental para popularizar el personaje de Howard, aunque para ello también se tomase sus propias licencias. Que la primera adaptación en el medio fuese mexicana y que Conan fuera representado nada menos que con melena rubia, dejaba claro que a la hora de ilustrar al personaje la fidelidad no iba a ser una constante.

Ya desde su publicación original en la revista Weird Tales, la figura literaria de Conan había venido acompañada de ilustraciones, en un binomio (historia-representación gráfica) que parecía potenciado por su cualidad de personaje de revista popular y el propio halo aventurero de sus peripecias. Las historias de Conan reclamaban ser ilustradas. Sin embargo, no sería una tarea fácil dar con una representación fiel del cimmerio, más aún si tenemos en cuenta que Howard no fue demasiado detallista en su descripción. De las primeras ilustraciones en Weird Tales donde Conan era representado con aspecto mediterráneo (Emsh) o romántico (Brundage), hasta su imagen de guerrero gigantesco y salvaje canonizada por las portadas de Frazzeta en los años sesenta y perfilada definitivamente en el cómic por John Buscema en los setenta, su figura no dejó de evolucionar (Krenkel, George Barr…).

No obstante, buena parte de la popularidad del personaje se la debemos precisamente al éxito que alcanzaría como héroe de cómic setentero, donde sería uno de los tótems del medio. Y es precisamente entonces, pese a la labor más o menos fiel (sobre todo en espíritu) de guionistas como Roy Thomas, cuando, como ya hemos señalado, más se profundizó icónicamente en su aspecto más bestial. De los dos grandes dibujantes de la época, Barry Windsor-Smith y John Buscema, se acabaría imponiendo la imagen del segundo frente a las más fina y estilizada del primero, quizás por el auge incipiente del culturismo en aquellos años. No debe extrañar, por tanto, que al protagonizar portadas en las que un membrudo guerrero con cara de mala leche coronaba montañas de cráneos con una voluptuosa amazona de mirada lasciva languideciendo a sus pies, la imagen que trasmitiese Conan al gran público llevase a muchos a identificarlo con valores rayanos al sexismo, el fascismo o el racismo; características que eran, sin duda, ajenas al personaje literario.

Así, justo a las puertas de la década de los ochenta, ya nos encontramos con un héroe totalmente barbarizado, tanto en su talante (el Conan simplificado de Sprague de Camp y compañía), como en su imagen (el Conan vigoroso heredero del cómic).

La perversión definitiva: Conan el Bárbaro de John Milius

Un libro nunca debería ser juzgado por su película. Esa es una premisa totalmente oportuna pero que raramente se cumple, especialmente en el caso de Conan. La primera adaptación fílmica del personaje, pese a contar con el desagrado de buena parte de la crítica, fue un éxito de taquilla incontestable que la convirtió en una obra de culto que marcó el inicio de la espada y brujería en el cine. Eso sí: devoraría definitivamente a su original literario.

Pero habría que matizar que John Milius no intentó engañar a nadie. Mejor guionista (Apocalipsis Now) que director, aunque con la suficiente maña cinematográfica como para firmar películas notables (El viento y el león, El gran miércoles), coescribió junto a Oliver Stone, hombre de moda por entonces en Hollywood tras su impactante irrupción con el guion de El expreso de medianoche (1978), su propia visión de Conan: un héroe que se abre camino gracias al triunfo de su propia voluntad, el epítome del superhombre de Nietzsche y del código de honor samurai (el bushido). Y este es un matiz importante, porque Conan, el Bárbaro no es una adaptación del personaje de Howard, si no una revisión bajo el prisma personalísimo de un director como Milius.

El realizador reconoció desde el primer momento que su interés por las aventuras de Conan radicaba más en su aspecto miliciano que fantástico. De ahí que redujera ostensiblemente la esencia fantástica de la primera versión del guion escrita por Stone, empapada en el espíritu del género, obteniendo una nueva creación más realista y violenta, que sería heredera de la imagen embrutecida de los cómics setenteros en su iconografía. A nivel narrativo, la cinta resultaría en un cruce entre el Conan primariamente simplificado de los herederos literarios de Howard y las querencias filofascistas de un director claramente derechista como Milius.

El guion de Conan, el Bárbaro, en el que algunos han visto paralelismos con Apocalipsis Now, mezcla episodios escritos por Howard (Clavos rojos, Nacerá una bruja, La torre del elefante…) con pasajes inventados, dando lugar al tour de force de un Conan huérfano (apunte de cosecha propia) que se hace hombre en su periplo personal en busca de venganza. Libertades se tomaron, y muchas, a la hora de desarrollar la historia. El villano de la película, el ofidio hechicero y parricida de Conan, Thulsa Doom (James Earl Jones), no solo no es un personaje de las andanzas literarias del Cimmerio, si no que pertenece a otra historia creada por Howard, la del rey Kull; algo así como si en la adaptación cinematográfica del profesor Challenguer de Arthur Conan Doyle, el archienemigo del protagonista fuese James Moriarty. El carácter de Conan, pese a ser concebido como embrutecido ya de partida, se tuvo que ver agudizado aún más cuando sus líneas de guion fueron reducidas significativamente ante la evidencia de que la valía dramática de un primerizo Schwarzenegger era inversamente proporcional a su carisma y el tamaño de sus bíceps. Además, la espada que blandía el actor era más pesada de lo normal para que sus ya de por sí tridimensionales músculos se marcasen sobremanera, lo que provocó una evidente pesadez en los movimientos de un personaje que era descrito en los relatos como un guerrero de agilidad felina. Que el indomable Conan literario pasase en sus periplos fílmicos por fases vitales como la de esclavo o gladiador, no son más que otros granos de arena en el desierto de perversión en el que la película de Milius enterró su figura.

De todos modos, y si se consigue examinar la película obviando la inevitable comparación, el resultado final es bastante convincente: cuenta con un brillante diseño de producción a manos de Ron Cobb (La guerra de las galaxias, Alien, En busca del arca perdida); una banda sonora pluscuamperfecta de Basil Poledouris; y aunque las interpretaciones de los protagonistas, a excepción de James Earl Jones, no son demasiado solventes y la historia peca de un ritmo irregular, el resultado final es un artefacto cinematográfico de primer orden, con escenas especialmente inspiradas y una trama con gancho. Otra cosa es que por momentos el devenir del bárbaro guerrero roce lo cómicamente absurdo, como cuando un inocente Jorge Sanz se transforma en el hiperbólico Schwarzenegger por el hecho de pasarse toda su juventud empujando un molino (ríete tú del método Osmin), o como cuando Arnie, en un derroche de entusiasmo interpretativo, reza a Crom mirando al cielo pese a que él mismo ha dicho que su dios vive en una montaña.

Después de la película de Milius, el cimmerio fue llevado al cine en dos ocasiones más: Conan, el Destructor (1984), secuela producida como el primer film por Dino di Laurentiis y protagonizada también por Schwarzenegger, aunque dirigida por Richard Fleisher (Los vikingos); y Conan, el Bárbaro (2011), especie de reboot libre de Marcus Nispel con Jason Momoa al frente. Paradójicamente, pese a que en ambas películas se pretendió recuperar una esencia más howardiana (ya sea recurriendo a guionistas de cómic canónicos como Roy Thomas en el caso de la primera, o recuperando el perfil más fino y estilizado del héroe y el espíritu más pulp de los relatos originales en el caso de la segunda), ambas pasaron sin pena ni gloria por las salas de cine. Como curiosidad, comentar que la trilogía producida por De Laurentiis, cuya idea inicial era desarrollar una especie de franquicia a lo James Bond con el héroe hiborio, se completó con El guerrero rojo (1985), también dirigida por Fleisher; en ella, la figura de Conan, por motivos de derechos, era trasformada en una especie de trasunto del personaje en el papel casi anecdótico e insultantemente caricaturizado del guerrero Kalidor, de nuevo con Arnie poniendo la jeta y los músculos, en lo que sin duda fue un triste pero simbólico epílogo ochentero para el personaje de Conan.

Conan, el introductor

Pervertida su imagen original, reescrita bajo postulados fascistoides y nihilistas, barnizada bajo una pátina primaria y animal, lo que no se puede negar es que el Conan de Milius supuso un hito para todos aquellos críos (y no tan críos) que crecimos visionando una y otra vez sus andanzas cinematográficas y carecíamos de un referente anterior del personaje. El encanto de la brutalidad tiene en la infancia y adolescencia un poder irresistible.

A la inocente edad en la que tomamos contacto por primera vez con las aventuras de Conan poco podíamos vislumbrar, más allá de la sangre y las serpientes gigantes, cuánto había de discurso ideológico en ellas. De hecho, agarrados a nuestros bocadillos de Nocilla, pocos tíos nos parecían más democráticos que Conan, por lo menos a la hora de dar castañas: daba igual que fueran negros o blancos, chicos o chicas, altos o bajos… si sangraban y se les podía hacer daño, él los golpeaba. Zasca. Además, alguien que es capaz de enamorar a un pibón como Sandahl Bergman con tan solo cuatro líneas de diálogo, contaba sin duda con nuestra aprobación como merecido aspirante a rey de Aquilonia. ¡Por Crom!

La adaptación de Milius, pese a suponer el golpe de gracia a la perversión que los diferentes medios fueron haciendo de Conan durante años, resultó para toda una generación un referente imbatible del cine de aventuras, así como una obra introductoria no solo a Robert E. Howard y a la espada y brujería, si no a un género mayor como el de la fantasía heroica, al cual la literatura le debe algunas de las más brillantes obras de iniciación con las que los jóvenes se forjan una identidad como lectores. A través de la película conoceríamos al Conan de los relatos y al de los cómics, pero también nos adentraríamos en los reinos legendarios de Melniboné o en los mágicos senderos que recorren Terramar, Narnia o la Tierra Media. Ese es el mayor mérito de Milius: entregarnos un billete para soñar, aunque fuese a costa de fagocitar y pervertir definitivamente la imagen de un personaje como Conan.

Además del cine, los cómics y la literatura, la imagen de Conan también se ha ido reescribiendo continuamente en el mundo de las series animadas, los videojuegos, la televisión e incluso las jugueterías. Pero, parafraseando al narrador de la cinta de Milius, «eso es otra historia…».

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4 comentarios

  1. Gran artículo, poco o nada que objetar por mi parte.
    Parece que la tendencia es una vuelta a las raíces del personaje; en mi opinión más atemporal que sus sucesivas encarnaciones (como las del cómic en la Silver Age o películas anteriores); en diferentes medios (el cómic de Dark Horse, recopilaciones de la obra exclusiva de Howard o la cuasi-DVD movie de 2011).
    Ya veremos como va evolucionando, más o menos fiel, el personaje sigue gozando de buena salud.

  2. Lo primero gracias y felicidades por el artículo.
    No obstante, y salvo error de traducción, pues no me lo he leído en inglés, Howard si llama a Conan bárbaro, de hecho lo hace incluso en su primer cuento sobre este, «El Fénix en la Espada», y continúa haciéndolo en «La Hija del Gigante de Helado».
    Y me refiero a la reedición que ha hecho Timun Mas de los textos del tejano sin ser tocados por Sprangue.
    De igual manera hace referencia, llamándolo incluso gigante, al tamaño de Conan.
    Pero sí, la visión de Milius y de otros autores se alejan del personaje inicial, superior para mi a estos.

    1. Hola, Juan.
      Yo me refiero (creo, hace mucho que lo escribí) a que el epítome de presentación es un añadido de sus herederos literarios. Desde luego que en los textos se la califica como bárbaro. De hecho, la tesis principal que subyace en el personaje, como se comenta en el artículo, es la de la confrontación civilización/barbarie.
      Muchas gracias por el comentario! :)

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