Crónicas del olvido: vida de un luchador republicano o la historia de El Bueno, el Feo y el Malo
En el verano de 1966 el Ejército español levantó en el valle de la Mirandilla (Burgos) un enorme cementerio con más de cinco mil tumbas vacías que habría de servir como escenario del spaghetti western El Bueno, el Feo y el Malo. El tiempo hizo su labor y durante medio siglo, sepultó el ficticio camposanto bajo veinte centímetros de tierra. Recientemente, una asociación de fans de la película de Sergio Leone rescató del olvido este lugar donde se rodó la mítica escena del duelo final entre el Rubio, Tuco y Sentencia. La historia de esta recuperación se narra en el documental Desenterrando Sad Hill, dirigido por Guillermo de Oliveira.
Quisiera yo a través de estas páginas desenterrar, devolver a la vida, rescatar de las garras del tiempo y el olvido al Bueno, pero no al de la película (Clint Eastwood), sino a un hombre bueno de verdad, un asturiano de Ibias al que la historia reservaba un papel protagonista. Me liga a él un hecho intrascendente: compartimos lugar de nacimiento y sus fotos, ya de mayor, me recuerdan a mi abuelo Ramón, que murió joven y enfermo, que tenía por costumbre referirse a todas sus nietas como «Rosas» y que habita mi memoria tocado con boina y siempre elegantemente vestido con su único traje, a lo anarquista de aquel entonces (aunque él no era anarquista).
Volviendo al otro Bueno, nació en el ya lejano año de 1919 en el pueblo de Marentes y respondía al nombre de Manuel Fernández Arias. Fue un asturiano de La Nueve, vanguardia de las tropas aliadas en la liberación de París durante la Segunda Guerra Mundial. Fue esto, entre otras muchas cosas, pues vivió mil veces y tomó mil caminos, haciendo que su biografía encierre lo esencial de la historia del siglo XX.
Manuel el Bueno cogió su fusil con dieciséis años y se fue al frente a luchar por la República y contra aquellos que querían destruirla. Cuando Asturias cayó en manos de los golpistas, fue hecho prisionero y pasó el resto de la guerra en un largo peregrinaje por campos de concentración y batallones de trabajo con una bayoneta apuntando a su cabeza. Terminada la Guerra civil española, huyó a Francia «riscando» los Pirineos y, una vez allí, no tardó en presentarse como voluntario para luchar contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Dentro de este conflicto, luchó en África contra Rommel y participó en el desembarco de Normandía. No obstante, las gestas de este hombre cansado de batallas estaban lejos de haber terminado, pues su vida, como la de todo héroe, fue un viaje largo y lleno de aventuras. Así, formando parte de La Nueve, entró en París en 1944. Fue una entrada más cómica que triunfal, pues llegó a la Ciudad de la luz y el amor con el tronco inmovilizado por una gran escayola que las enfermeras y sus compañeros habían pintado de fiesta con mensajes de esperanza y libertad. Y ¿cuál era el afán de este héroe vestido de escayola cuando entró en París con la cabeza levantada por el entusiasmo? ¿La gloria, el reconocimiento, una corona de laurel? Nada más lejos de la realidad: su sencillo y entrañable deseo no era otro que ver la catedral de Notre Dame, pues de niño un vecino le había regalado a él, que no había ido a la escuela, pero a quien su padre había enseñado a leer, la novela de Víctor Hugo Nuestra Señora de París, a la que Manuel se refería como «la historia del jorobado» (el Feo).
Terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1945, Manuel, como tantos otros en el exilio, «quería volver a Asturias con la libertad […], porque con la libertad se respira mejor», pero las potencias vencedoras, en lo que puede considerarse el primer acto de la Guerra Fría, adoptaron una política de no intervención y abandonaron a los españoles en las frías manos de aquel hombre bajito y siniestro (el Malo), de voz atiplada y ridículas maneras, cuyo bigote ni siquiera apuntaba al cielo como el de Dalí, sino directamente al infierno.
Muerto el sueño de traer a Asturias la libertad, Manuel Fernández Arias se instaló definitivamente en Francia y allí llevó una vida común y corriente hasta su muerte, ocurrida en Guingamp en 2011; su recuerdo, como el decorado de Sad Hill, se cubrió con varios centímetros de tierra y la lápida del olvido.
Así pagamos las generaciones futuras el sacrificio hecho por este hombre bueno, de vida heroica y entregado al ideal, que, como decía Bertolt Brecht, «comió su pan entre batalla y batalla y durmió su sueño entre asesinos»; un hombre que luchó por la libertad y contra el fascismo, que se levantó y habló a la Historia; un luchador al que no mató la guerra, sino el olvido y cuya labor, sumada a la de otros hombres y mujeres como él, permitió que los hijos y nietos de mineros y campesinos pudiésemos divisar en nuestro horizonte algo más que el negro carbón y una afilada hoz.
Repartidos los papeles protagonistas, queda saber cuál representamos nosotros como sociedad en este drama histórico. Nosotros somos los que olvidan, los que no recuerdan los nombres ni los hechos, los que enseñan mal la historia, los que dedican sus calles a hombres como el general Yagüe, el Carnicero de Badajoz. Somos los que no reconocen a sus héroes y heroínas, somos los sepultureros encargados de enterrar sus huesos y calaveras en la fosa común del olvido.
Pero no todo está perdido. No mientras haya quien recuerde a estos hombres y mujeres, quien desentierre su memoria, quien lleve flores a sus tumbas o saque a pasear sus esqueletos en las clases de Historia, en las tertulias de los bares o en los cuentos a sus hijos. Su recuerdo aún no está roto, sólo ajado.
Sirvan estas palabras para rendir un sencillo y sincero homenaje a los Buenos, a los que temblaron de miedo pero aun así empuñaron sus fusiles, a los que pelearon por sus ideales cuando eso suponía entregar la vida a cambio, a los que vivieron tiempos sombríos, a los que no se apartaron de las luchas del mundo, a los desheredados, a los que no aguantaron más y decidieron marchar juntos, a los que se levantaron movidos por el hambre, a los que afilaron la navaja contra el amo. En definitiva, a los anónimos hacedores de historia.
Como decíamos de niños corriendo y sin resuello en aquel juego del escondite: «por Manuel Fernández Arias y por todos sus compañeros».
Estimada Ana Belén, mi nombre es José A. Campos y pertenezco a la Asociación Histórico Cultural C. La Nueve, de la que nuestro entrañable Manuel Fernández fue Presidente de Honor hasta su fallecimiento. Le conocimos, junto a Royo en los actos de agosto de 2004 e inmediatamente pensamos en ofrecerle tal nombramiento, que el aceptó. En los años que siguieron y aprovechando las temporadas que el visitaba su tierra, los miembros de la Asociación que podíamos, nos escapábamos a Asturias a pasar un día con él. Su enorme calidad como ser humano y su visión de la vida, forjada tras su dura existencia, nos hacían pasar las horas de animada conversación. Tuvimos el honor y el placer, en el año 2010, de ofrecerle un homenaje en su localidad natal de Ibias, organizando una pequeña exposición. A menudo le llamaba por teléfono a Francia y nos tirábamos largos ratos de una conversación, casi familiar, de la que siempre salia reconfortado. Manuel se nos fue, pero todos los que le conocimos en la Asociación le recordamos muy a menudo y comentamos sus vivencias. Hoy en día, el vehiculo histórico que usa la Asociación se llama «Caporal Belmonte». Es uno de nuestros homenajes públicos a una gran persona.
Ah, se me olvidaba. Manuel no pertenecía a La Nueve. Dronne le ofreció un puesto en la misma, pero él ya estaba en la compañía de armas de Acompañamiento del Batallón, donde un tercio de sus hombres eran españoles y Manuel no quiso dejar a sus amigos, ademas combatían juntos. Despues de la guerra los españoles de ese mismo batallón se reunían juntos, fueran de la compañía que fueran.