¿Cuántas vidas caben en una noche?
Un tipo uruguayo llamado Mario Benedetti, solía decir (según cuentan las buenas lenguas) que cinco minutos bastan para soñar toda una vida. El tipo, por no decir tipazo, sabía lo que decía. Era sabio de narices. Me gusta pensar (haciendo honor a una imaginación que ni siquiera sé si tengo) que cabe la posibilidad de que esa sabiduría del uruguayo se cruzase en algún punto con cabezas pensantes en busca de ideas, que inspirase a otros cuantos tipos para crear. Algo. Lo que sea. Las palabras tienen ese poder. Fantasear, por ejemplo, con la idea de que uno de esos tipos fuese Woody Allen, y su película Midnight in Paris la consumación de esa inspiración; donde sí, noventa y cuatro minutos bastan para soñar muchas vidas.
Es posible que nunca sepamos qué luces se encendieron en Allen para dibujar Midnight in Paris. Puede que en su caso, el proceso funcione al contrario del resto de los mortales y las luces estén permanentemente encendidas. Quién sabe. Sin embargo, poco importa. Ante las maravillas, entre las que Midnight in Paris se encuentra, sobra cuestionarse el cómo. Además (a veces) saber de más, mata el encanto. Porque nos despega de la idea propia con la que rodeamos todo cuanto forma parte de nuestro mundo.
Midnight in Paris es poesía. Como lo son las canciones de Billy Joel o los cuadros de Van Gogh. Sí. La poesía no solo se encuentra en las letras. Ya lo dijo en su día un tal Sabina: «La poesía huye, a veces, de los libros para anidar extramuros». El film de Allen, es una de esas atmósferas outdoor en las que lo poético también habita. Una envolvente, agradable y cautivadora.
Gil Pender (Owen Wilson), un escritor norteamericano de mediana edad viaja con su prometida Inez (Rachel McAdams) a su ciudad favorita, París, con motivo de los negocios que, el padre de esta, tiene en la ciudad. La ciudad del amor, se convierte (para suerte de Gil y pesadilla de Inez) temporalmente en su casa. Allí, en la cuna del impresionismo, Gil se embarca en un viaje nocturno, excepcional y único por el pasado y sus rostros; concretamente por los años veinte de la llamada Belle Epoque francesa. Es la historia que narra Midnight in Paris. Sin embargo, decir eso sea (probablemente) quedarse corto. Sí. Porque, más allá de la trama visible, Midnight in Paris habla de todos nosotros. De todas esas incógnitas que, en este caos incomprensible al que llamamos vida, nos abrazan de vez en cuando; esas «x» recurrentes como el tiempo, el amor y la muerte.
Está claro que vemos películas por lo que nos enseñan sobre el mundo. Por lo que de manera indirecta y sutil, nos dicen de nosotros. En la cinta de Allen, esa realidad se eleva a otra dimensión. Es casi una especia de manual de vida, construido sobre un puñado de frases brillantes, que merecen ser enmarcadas en la mejor pared.
El tiempo, una de las constantes en la historia, se expone de una manera impecable. Sin representaciones típicas ni tópicos selaccionados con la tan repetitiva fugacidad, con ese latino tempus fugit que todos conocemos. Allen, lo conjuga con sensibilidad y nos invita a situarnos en los ojos del protagonista y reflexionar conjugando la primera persona. ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el presente? ¿Cambiaría (como el protagonista de la historia) mi presente por un pasado glorioso? Disfrutar de la cinta es (inevitablemente) aceptar un baile con las dudas.
En el plano del tiempo, Midnight in Paris es también una reflexión sobre la humana costumbre de no conformarse. Algo que, al final, Gil aprende bien. «Adriana, si te quedas aquí y esto se convierte en tu presente, ya verás como pronto empezarás a imaginar que otra época es tu época dorada. Eso es lo que llamamos presente, algo insatisfactorio, porque la vida es algo insatisfactorio». Ese no conformarse con el presente tan nuestro es también, de alguna manera, sentir nostalgia por el pasado que fue. Algo que para nuestro pedante personaje secundario «es la negación de un presente doloroso». La pedantería nunca ha sido un criterio para quitar la razón a quien la tiene. Paul, claro, no iba a ser menos.
Otra de las incógnitas que planean sobre el relato es, inevitablemente, la muerte. Una idea, por cierto, tan recurrida en las llamadas siete artes, que hemos terminado por aborrecer. No por la idea en sí, sino por la visión simplista y poco profunda que de ella (y de todas sus amigas) se suele presentar ante nuestros ojos; como si la realidad no fuese del todo con nosotros. Allen, sin embargo, no podía ser como el resto. Tenía que dotar las ideas de profundidad, realidad y sensibilidad. Tenía, claro, que ser él. ¿Qué sino?
Hay dos momentos de la cinta que conjugan la idea de un modo extraordinario. Por la capacidad (única) de traspasar la pantalla y sacudirnos. El primero, el casi monólogo de Hemingway en el coche; en el que reflexiona sobre la relación de amor y miedo. Una marabunta de palabras que, ordenadas, conforman un todo poético sobre el que es interesante recapacitar. ¿Puede el amor matar el miedo? ¿Es menos amor el que no te hace dejar de temer? Midnight in Paris es bailar con las dudas.
– No escribirá bien si tiene miedo a morir. ¿Lo tiene?
– Sí, lo tengo. Yo diría que es, quizás, mi mayor miedo realmente.
– Es algo que le ha pasado a muchos hombres y a muchos les pasará. ¿Ha hecho el amor con una auténtica gran mujer?
– La verdad es que mi novia es bastante sexy…
– ¿Y cuando hace el amor con ella siente una pasión bonita y veraz y al menos en ese momento pierde el miedo a la muerte?
– No, no suele ocurrirme.
– Creo que el amor que es veraz y real crea una tregua con la muerte. La cobardía viene de no amar o no amar bien que es lo mismo. Y cuando el hombre que es valiente y veraz mira cara a cara a la muerte como cazadores de rinocerontes que conozco o Belmonte que es valiente de verdad, como aman con suficiente pasión apartan a la muerte de su mente. Hasta que vuelve, como lo hace con todos los hombres; entonces es hora de volver a hacer el amor de verdad.
El otro álgido y destacado momento de reflexión, es el que tiene lugar entre Gil y Gertrude Stain (Kathy Bates). Corto, conciso y clavado. «Todos tememos a la muerte y cuestionamos nuestro lugar en el universo. La tarea del artista es no sucumbir al desespero sino buscar un antídoto para el vacío de la existencia».
Con el filme, el director consigue algo meritorio. Juntar de manera lógica a los rostros más destacados de los años veinte y lograr que se entrelacen entre sí y que, lejos de parecerse a la mezcla de agua y aceite, el resultado sea melódico. Que los rinocerontes de Dalí casen con la música de Porter. Que las letras de Hemingway convivan con el arte de Picasso. Y que todo tenga lugar sin categorizaciones ni pisoteos. Una cuestión de geometría perfecta.
Pintado de colores y vestido de comedia, Midnight in Paris es un universo narrativo atípico y brillante, donde el plano reflexivo ocupa casi todo el espacio. Acompañado de una banda sonora, de Motion Pictures, donde destacan temas como You´ve Got That Thing, I Love Penny Sue o Parlez- Moi D´amour; que nos permite acompañar al protagonista en cada uno de sus pasos, sentir la lluvia e- incluso- oler París.
Benedetti decía que cinco minutos bastan para soñar una vida, con Midnight in Paris Woody Allen completa la idea del uruguayo y nos demuestra que en una noche, a veces caben, no solo sueños, sino muchas vidas.
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