NELINTRE
Divulgación

Domigo Badía, alias Ali Bey, espía occidental entre musulmanes

Espía, agente doble, converso al Islam, políglota, traidor, afrancesado, caballero de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalem, botánico, astrónomo, geógrafo, estratega militar, matemático… Mucho se dijo de Domingo Badía, tal vez todo cierto, o tal vez solo parte de ello. Disfrazado de príncipe árabe recorrió los países islámicos hasta La Meca, y sobrevivió. Bajo el seudónimo de Ali Bey se infiltró en las cortes musulmanas en una misión encomendada por Manuel Godoy como ningún occidental había hecho hasta el momento, instigó y recopiló datos de gran valor estratégico y militar. Se ganó la enemistad de los musulmanes por infiel y traidor, de los españoles por afrancesado y de los franceses por español. Genio o grandísimo embustero, dos siglos después de su asesinato aún no se han esclarecido las causas sobre su muerte, ni los porqués. Olvidado por todos los bandos, valga recordar la extraordinaria gesta que inició aquel lejano junio de 1803, cuando recién circuncidado abandonó todo lo que conocía para cruzar el estrecho, cambiar de piel, y asombrar al mundo.

Nacido en Barcelona, en 1767, se decía erróneamente que había estudiado en la universidad de Valencia, título que falseó, junto con su verdadera edad, pues con catorce años consiguió el puesto de administrador de utensilios de la costa de Granada. Al cumplir los diecinueve, el rey Carlos III le nombró contador de guerra y con veintiséis ya era, esta vez al servicio de Carlos IV, administrador de tabacos de Córdoba.

Domingo Badía era un autodidacta: desde niño se llevó mal con los estudios reglados y, teniendo su progenitor una situación económica relativamente ventajosa, dedicó su tiempo a encerrarse entre volúmenes de conocimiento, pero solo los que a él le interesaban. Comenzó dibujando a mano alzada para pasar a la delineación, donde entendió la necesidad de aprender matemática; de ahí se aficionó a la física, geografía y astronomía, hasta que se topó con el problema de la época. Se le terminaron los libros en castellano, catalán, francés o latín con los que instruirse. Tomó un maestro de ciencias orientales y se sumergió en el estudio del árabe.

El mundo se le quedaba pequeño, la rutina funcionarial le asfixiaba, mas los legajos de cuentas entre los que dormía no pudieron impedir que soñara. En 1801 presentó ante la corte el proyecto de un viaje científico a los países interiores de África que llegó a manos de Manuel Godoy, quien interesado tal vez no tanto por el conocimiento científico como por el militar y cartográfico concedió conformidad, y le encomendó una misión. Aseguró la subsistencia de su mujer e hija con una pensión vitalicia de doce mil reales, sabiendo que tal vez no volviera, y le puso en camino.

Ilustración de Carlos Rivaherrera

Primera fase, la organización de la tapadera

«Para esas gentes yo seré un siríaco musulmán, educado en Europa desde muy niño, habiendo pasado mi tiempo en el estudio de las ciencias en Italia, Francia, España e Inglaterra, y retirándome ahora a los países de mi religión. La nobleza de mi familia y mi aplicación a las ciencias, me han adquirido amigos en todas partes… casi he olvidado el idioma patrio, pero conservo las oraciones del Corán aprendidas de niño y siempre practicadas, y poseo las lenguas europeas. Tal es el romance que deberemos vender para lograr el gran objetivo de mi misión y nadie podrá identificar cosa contraria, pues desde Londres tomé el traje musulmán y en Cádiz nadie me conoce sino como tal».

Junto con Simón de Rojas Clemente, flamante catedrático de árabe (también botánico, mineralólogo y maestro en artes) llegó a Londres vía París. Este aún no estaba al tanto del secreto propósito de la empresa y aún recopilaba y catalogaba especies en cuantos jardines y herboristerías de judería visitaban, mientras Domingo conferenciaba en secreto e iba preparando su coartada. Una mañana mandó a su compañero a herborizar por los bosques de Spring-Forest y llamó a un barbero para que le circuncidara. «Fue tan dolorosa operación que al volver Rojas Clemente al anochecer, encontró pálido y casi exánime a Badía, el cual le manifestó lo mucho que había padecido y le aconsejó que de ninguna manera se expusiese a igual tormento y riesgo». Fue durante esta larga convalecencia, tal vez obligado por el dolor a explicarse, cuando le reveló la trama.

Una tarde de junio de 1803, dos hombres con hábito de musulmán llegaron al puerto de Cádiz procedentes de Inglaterra: uno se llamaba Ali Bey, príncipe de los Abassidas, hijo de Othman Bey, nacido en Alepo, en el Scham (Siria); su subordinado atendía al nombre de Mohamed Ben Ali. A finales de ese mes Badía desembarcó solo en Tánger, había decidido dejar atrás a su compañero, pues sobre este ya había caído la sospecha de unos moros de que era un judío disfrazado. Badía escribió a Rojas Clemente por última vez el trece de julio de 1803, en respuesta al requerimiento de este de reunirse en África y reincorporarse a la misión. La respuesta de Domingo fue negativa, escueta y tajante, y por mucho tiempo no se sabría de él en la península.

«Mi querido amigo: ¿es posible que ni aún por esclavo vuestro pueda incorporarme á la empresa del África, sin comprometer vuestra existencia, y el éxito de la empresa misma? ¿Hallaré recursos en la filosofía para tranquilizar mi ánimo, si soi escluido antes de empezarla? ¿Y que satisfacción daría á los que en Europa han sido testigos del entusiasmo conque me preparaba para trabajar en ella? Conoceis bien el valor que nosotros damos á la opinión. No daré un paso sin vuestras instrucciones, y mi sigilo será más que sacramental.

Descansa en vuestra amistad el que más invariable os la profesa, Mohamed Ben Ali».

«Amado Clemente, cada vez veo más dificil la venida de usted aquí. Me duele en el alma de ello; pero lo veo imposible. Adios Clemente mio. Sigilo, y para cambiar de traje, salga usted de Cádiz.

Soi de usted siempre afectisimo, Ali Bey Abdallah». (sic)

 

Segunda fase, príncipe de oriente

En todas las naciones del mundo los habitantes de los países limítrofes, más o menos unidos por relaciones recíprocas, en cierto modo amalgaman y confunden sus lenguas, usos y costumbres; de suerte que se pasa de unos a otros por gradaciones casi insensibles, excepto en el caso de las dos orillas del estrecho de Gibraltar. Ali Bey deja escrito el impacto que le supuso la inmersión en el mundo árabe, cómo en las apenas dos lenguas y dos tercios de distancia que separaban los dos continentes sentía la misma separación que podría haber percibido entre Francia o China. En sus palabras: «tocando los dos extremos de la civilización, palpando una diferencia de veinte siglos».

Se instaló en una habitación de paredes y suelo blanqueado con yeso, que amuebló con algunas esteras, un colchón, varios almohadones y un tapiz. Abandonó el hábito berberisco (más occidentalizado, si se puede decir) para tomar el hhaik y las pantuflas sin talón que se acostumbraba en el Marruecos. Se rasuró la cabeza, excepto un mechón de la coronilla, y el resto de las partes del cuerpo para librarse de lo que el santo profeta había llamado «horrible impureza». Fue al baño público para hacer sus abluciones y dejarse ver. Una vez digno, ya a mediodía, acudió a la mezquita para hacer la santa obra de oración del viernes.

En las semanas siguientes dedicó los días a repetir estas obligaciones y a deambular y pasear por la plaza africana en las tardes. Al oscurecer se encerraba en su cuarto para registrar todas y cada una de las observaciones que había realizado, no solo las de carácter militar o relativo a fortificaciones, sino también cualquier otro dato que le pudiera servir de utilidad en el futuro: el precio de una tela en el mercado; el número de niños que ese día habían sido circuncidados; los alimentos de que disponían y la forma de ingerirlos; el aspecto de los utensilios de cocina; la forma de defecar y limpiarse; diversiones; ceremonias; y cualquier otra costumbre diferente de las que se hacían en Europa. Años más tarde compilaría todos estos escritos en un libro de viajes que se publicará en Inglaterra, en 1814, con el sencillo nombre de Travel of Ali-Bey, y que se convertirá en el compendio de usos y costumbres de los musulmanes de la época más extenso y concreto hasta el momento.

Al servicio del emperador

Sid Abderrhaman Aschasch era el gobernador de Tánger y Tetuán: cuenta Badía que era un asno entre sus súbditos, un analfabeto que quedó impresionado ante la predicción de un eclipse que Ali Bey concretara para el diecisiete de agosto de ese año, lo que le sirvió para ganarse la atención de este. Cuando en octubre la batería de artillería de Tánger anunció la llegada del sultán Muley Soliman (Sulaymán), emperador de Marruecos, esta relación le valdrá una entrevista con el regente.

Se presentó en la alcazaba con veinte fusiles ingleses con sus bayonetas; dos mosquetes de grueso calibre; quince pares de pistolas inglesas; varios millares de piedras de chispa; dos sacos de perdigones para cazar; un arnés de cazador; un barril de la mejor pólvora inglesa; piezas de muselinas bordadas; frioleras de joyería; un quitasol; confituras y esencias, con que agasajar e impresionarle. Le recibió recostado en un colchón, rodeado de almohadones, y le mandó sentar en una escalera. Tras una pomposa presentación le preguntó si contaba con instrumentos para hacer observaciones y le mandó a buscarlos. En las noches siguientes acudió puntual a las citas con la majestad de Marruecos, para entretenerle haciendo observaciones astronómicas con el anteojo de larga vista, enseñándole a usar las tablas logarítmicas que había traído de Londres, mostrándole el invento de la botella eléctrica y el de medir la temperatura y cuantos otros había traído consigo de occidente. Cayó en gracia al sultán, con quien compartió el pan negro, símbolo de amistad, y entró en su servicio personal.

Con este nuevo estatus viajó a Fez, de aspecto «tan desagradable como el resto de las ciudades de África, pues sus edificios parecen arruinados, todos apuntalados, sin apenas ventanas y siendo las que hay del tamaño de un pliego ordinario, sus puertas igualmente mezquinas y groseras y calles por las que no se puede andar sin llenarse de lodo hasta las rodillas». Pasó en la ciudad el ramadán y, tras entrevistarse con eruditos y recoger las anotaciones habituales sobre las defensas de la región, partió a Rabat para, con la excusa de parlamentar con Sidi Matte Moreno, único sabio del imperio que poseía conocimientos astronómicos, tomar nota de las baterías de su puerto. Así hizo lo mismo en Marrakech, Mogador, Mezquinez y cuantas plazas fuertes había en el país. Valiéndose de su amistad con el sultán era hospedado y agasajado, se le habrían las puertas de las mezquitas y, dada su fama de estudioso y secretario del emperador, a nadie extrañaban las constantes preguntas que realizaba, ni que escribiese todo ello en sus informes.

«Mi llegada a Marruecos (Marrakech) causó la más viva alegría al sultán, quien me envió en prueba de su afecto la provisión de leche de su propia mesa. Algunos días después se dignó hacerme donación absoluta mediante un firman, una escritura, de una casa de recreo llamada Semelalia, con bienes raíces que consistían en tierras, palmeras, olivares, huertas, y otra casa grande en la ciudad». Desde esa base hizo Ali Bey constantes viajes por el Atlas, hasta Tarudant y Agadir en dirección al atlántico, y hasta el río Daar al sur. Su plan funcionaba a la perfección, había superado las expectativas que tenía puestas en aquella peligrosa empresa, hasta que un pequeño incidente estuvo a punto de delatarle.

En enero de 1805, tras predecir un eclipse de luna, acudieron el sultán y numerosos pachás a observar el acontecimiento en su casa. El emperador iba a partir al día siguiente para un largo viaje, pues una de sus pocas funciones era el recorrer sus dominios constantemente, y le ofreció un regalo inesperado: dos mujeres. Quiso rehusar el presente pero estas ya habían salido del harem y devolverlas habría causado repulsa. Encargó a su amigo Muley Abdusulem que se hiciera cargo de ellas, pero esto causó cuchicheos y estupor en la corte, nadie se explicaba la razón de la ofensa que estaba cometiendo. Las mujeres eran una blanca llamada Mohhana y una negra por nombre Tigmú. Finalmente Alí Bey se lo pensó mejor. Mandó preparar una habitación independiente en la casa de la ciudad, que se adornara y se proveyera de azucar, café y alimentos, y depositó una caja con con telas, algunas joyas y una bolsa con varias monedas de oro. Les hizo entrega de la llave de la casa en presencia de sus sirvientes y de la directora del Harem, y partió en busca de la caravana del sultán para decirle que saldría en peregrinación a La Meca.

Muley Soliman aún no había hecho la santa peregrinación, ni ganas tenía. Como la religión no exigía que se realizase personalmente, sino que se podía pagar a un peregrino para que la hiciese en su nombre y de este modo tener igual mérito a ojos de la divinidad, encargó la empresa a Ali Bey. Le regaló una tienda de tela con franjas de seda y dispuso todo lo necesario para el largo viaje.

Salida del imperio de Marruecos (Marraquech, Argel, Trípoli)

«Entonces envié a decir a Mohhana que se cubriese, pues deseaba hablarla. Mohhana, le dije, hallándome a punto de marchar para levante, no os abandonaré si quereis seguirme; pero si gustais quedar sois libre de hacerlo. Ella contestó que quería seguir a su señor. Volvile a repetir: pensad bien lo que decís, pues no es cosa para hecha dos veces. Mohhana añadió: Si, señor, os seguiré por todo el mundo hasta la muerte, do quiera que vayais. Sois, concluí, mujer apreciable, yo os protejeré. Disponeos a marchar». Era la primera vez que se veían o hablaban.

Mandó construir un darbucco, que era una estructura de madera para acomodar al asiento del camello, con lecho de almohadones y un dosel cubierto con telas para que viajara cómoda. Tigmú viajaría caminando a su lado durante el día, pero de noche podrían compartir una tienda para que se hicieran compañía. El 30 de mayo de 1805 partió de Fez. El sultán le había entregado varias cartas de recomendación para el dei de Túnez , el dei de Argel, y el bajá de Trípoli.

Tras semanas atravesando el desierto, y tras sobrevivir a una tormenta de arena en la que a están a punto de perecer, llegaron a la costa de Laraiseh el trece de octubre. Contrató la cámara de popa de una corbeta, embaló y cargó a bordo sus equipajes, acomodó a sus acompañantes, y esperó en puerto a que el pachá del lugar fuera a despedirle, como era costumbre. De repente aparecieron dos destacamentos de tropa que desembarcaron a la gente de Ali Bey, mientras un tercero le rodeaba y ordenaba embarcarse solo y partir inmediatamente, pues tal era la orden del sultán.

«Entonces vi claramente la mala fe del sultán y del bajá, quienes hasta el último instante habían ordenado se me hisciesen los mayores honores por las tropas y el pueblo, mientras meditaban el golpe que debía herirme profundamente; pues miraba yo con tanto interés la suerte de las personas que me eran afectas, como la mía propia. Despedazado el corazón por los gritos de algunas personas de mi comitiva, devorado por la rabia y desesperación, el vómito desembarazó mi cuerpo de enorme cantidad de bilis. Me condujeron a la cámara y allí me metieron.»

A punto de naufragar (de Tripoli a Nicosia)

Al llegar a Trípoli quedó encerrado en la embarcación durante tres días, hasta que se le anunció la orden de presentarse ante el bajá Sidi Yussuf. Sabía que el pachá Salauí de Laraiseh había escrito contra él y que había perdido el favor del sultán de Marruecos, pero este era otro reino. Para ganarse el favor del gobernante charló largo con él, renegando del imperio al oeste, de su amistad con el gobernante y rechazando ser protegido de Mulay Solimán. No olvidemos que bajo los ropajes de Ali Bey aún respiraba Domingo de Badía, el espía, que se sirvió de las tretas de agente secreto para salir del paso. No teniendo el de Trípoli nada en contra del barcelonés, y siendo este un reino donde había más presencia europea que en Marruecos, más tolerante con el extranjero, cuya capital contaba con sinagogas e incluso una capilla cristiana servida por cuatro frailes de la tercera orden de Roma, le dejó ir.

Desconocemos con precisión si descubrió su tapadera en Libia, pues durante su corta estancia en la capital siguió acudiendo a las mezquitas y llevando el hábito de Ali Bey, mas siguió tomando las observaciones astronómicas, orográficas y militares que acostumbraba. Se entrevistó con varios cónsules europeos y descubrió que la sociedad era mucho más abierta que en Marruecos: el jefe de la marina tripolitana era inglés, conoció a un relojero suizo, un español constructor de buques y un médico maltés. Había renegados occidentales entre las primeras dignidades del Estado, se permitía el libre culto y los matrimonios entre miembros de diferentes religiones, e incluso los esclavos tenían un sueldo. El propio Sidi Yussuf hablaba francés y sabía leer latín, era un hombre instruido y solo tenía dos esposas.

En enero de 1806 partió de la ciudad en un bajel de mercaderes, cuyo destino final era Alejandría. Tras proveerse de víveres y agua en la isla de Sapientza, al sur de Grecia, llegaron a Modón, que en aquellos tiempos estaba bajo sometimiento turco. Vueltos a la mar se encontraron con una tempestad que duró varios días, que casi hace naufragar el buque. Para colmo, el agua se pudrió y los tripulantes y pasajeros comenzaron a enfermar y morir, mientras el capitán pasaba las jornadas borracho en su cámara, pues no deseaba beber agua para no enfermarse. A duras penas consiguieron llegar a Chipre, el veinticinco de marzo, donde desembarcó y se despidió del bajel y su lastimoso aspecto. Casco haciendo aguas, velas hechas pedazos y aún veinte almas enfermas, a punto de espirar.

Volvió a embarcar una semana después para, aprovechando su estancia en las islas griegas, recopilar los acostumbrados datos militares de su secreta empresa. Salió de Nicosia para visitar Citera, Idalia, Chirigna, Larnaca, Limassol y Pafos. Le impresionaron las catacumbas de Amatunta y las ruinas griegas que encontró por doquiera que mirara, «construidas en época en que el arte había ya degenerado, colosales, coloridas y pintadas al fresco». Satisfecho con lo oportuno de la casualidad que le llevara a esos lugares, con varios cuadernos repletos de dibujos, latitudes, longitudes y declinaciones magnéticas, contrató un bergantín que lo llevara a Alejandría, donde arribó el doce de mayo de 1806.

Egipto (Alejandría, El Cairo, Guiza)

«No sería difícil formar una biblioteca entera de viajes a Egipto y descripciones de aquel país. Siendo ya bastante conocido, lo es mucho más desde que lo ha visitado un ejército francés acompañado de un cuerpo de sabios, cuyas luces y esfuerzos reunidos durante tres años han apurado sin duda cuanto podía llamar la atención del observador. Tal vez nada queda ya que decir sobre la patria de Sesostris; mas ¿podrá uno hallarse en esta tierra célebre, y alejarse de ella como sombra fugitiva y muda, sin pagarle cuando menos el tributo de admiración?».

Domingo Badía quedó embriagado por aquella inmensa ciudad de más de un millón de habitantes, mareado al pensar que antes de la llegada de los árabes esta era aún más imponente, con cuatro mil palacios, igual número de baños públicos, cuatrocientos mercados y cuarenta mil judíos tributarios.

Tras seis meses de estancia en Alejandría, salió en una embarcación llamada djerme hacia El Cairo, remontando el Nilo, previa escala en Rosetta para cambiar de buque y abordar una cancha, más apropiada para la navegación del río según la costumbre, con la que llegaron a la milenaria capital a mediados de noviembre.

Nada más enviar carta a Seid Omar el Makram, que además de jefe de los scherifes era una suerte de príncipe independiente, recibió visitas de los dignatarios de la ciudad, que al igual que en todas las otras poblaciones que había visitado desde que llegara a Tánger e iniciara su misión, querían agasajar a ese sabio llegado de Occidente para que les contara sus historias. No dejaba de ser una novedad, un entretenimiento para esos grandes hombres ahitos de todo cuanto pudieran desear y Ali Bey, interesado por las puertas que esta posición le abría, se dejaba querer. Mas, cúal fue su alegría cuando escuchó anunciar la visita de Muley Selema, hermano de Muley Soliman, el emperador de Marruecos.

Selema era hermano mayor de Soliman, pero en Marruecos no existía el derecho de primogenitura, ninguna ley regulaba la sucesión al trono más que la fuerza. El padre de ambos había sido Mohammed III y un tercer hermano, Al-Yazid, se había rebelado contra el rey, obteniendo el trono en 1790. A su muerte solo dos años más tarde el reino se dividió entre los cuatro hermanos que aún vivían, pero Soliman les declaró la guerra y comenzó a anexionarse sus territorios. Tras poco tiempo reinando, y tras ser derrotado dos veces, Muley Selema renunció a su trono y se exilió a El Cairo, donde «se estableció abandonado de su hermano, y viviendo a expensas de los scheihs de la ciudad». Estaba al corriente de cómo Ali Bey había sido despedido de Marruecos, así que aplicando esa máxima de el enemigo de mi enemigo es mi amigo, trabaron pronta y profunda amistad, y gracias a los contactos que puso a su disposición consiguió entrevistarse con el bajá Mehemed Alí, a todos los efectos el verdadero príncipe de Egipto.

La situación política del país era confusa. Supuestamente estaba bajo dominio turco, pero el gobierno de Constantinopla no contaba en el país más que con cinco mil efectivos, insuficientes para dominar el extenso territorio y mantener la sumisión. Elfy Bey y su ejército de mamelucos y renegados controlaba varias provincias, con base en el desierto de Damanhur. Alejandría gozaba de un estatus especial, no siendo ni ciudad egipcia ni turca, y para colmo las influencias francesas e inglesas no ayudaban a estabilizar la situación. De resultas a todo esto: «El soldado tiraniza; el pueblo bajo sufre; pero los grandes no se resienten en manera alguna, y la máquina anda como puede».

En estos tiempos de Domingo Badía la meseta de Guiza distaba unos veinte kilómetros de las puertas de la ciudadela de El Cairo. En la necrópolis estaba establecido un grupo de árabes rebeldes, pero a pesar de lo peligroso de la excursión Ali Bey no podía salir de Egipto sin contemplar los monumentos de los que tanto había leído y comprobar, dada su mente científica, si la admiración universal era justificada.

Consiguió llegar, escoltado y con las armas prestas, hasta unas colinas a los pies del Uadi desde donde poder observar. Justo el día anterior los arnaútes de la ciudad les habían arrebatado doscientos camellos en una emboscada y no estaba el horno para panes. A pesar de la distancia, gracias a su telescopio acromático y al anteojo militar de Dollond pudo formarse una idea de las dimensiones de los monumentos, a su entender imposibles. Asombrado y convencido de que ciertamente eran las mayores masas colosales que existían, las observó durante horas mientras escuchaba los relatos de sus acompañantes, que contaban cómo estas, construidas en el año ochocientos cincuenta antes de Cristo y llamadas El Haram Firaum, contaban con un complejo sistema de galerías que se extendían subterráneamente por todo Egipto.

Naufragio en el mar Rojo (Suez, Djeddá)

Terminado el ramadán el once de diciembre, dio las necesarias disposiciones para continuar con su viaje. Consiguió cartas de Mehemed Alí para sus corresponsales en Suez, Djedda y la Meca, mayor protección en esos territorios que el mayor de los ejércitos occidentales y, despedido de sus amistades, se internó en el desierto integrado en una caravana de cinco mil camellos: «Como la caravana iba muy despacio, siguiendo siempre la misma dirección, yo pasaba a la cabeza, acompañado de dos criados que me ponían una alfombra y una almohada al lado del camino, y me sentaba durante más de tres cuartos de hora que tardaba en desfilar; luego volvía a subir a caballo, y llegando a la frente como antes, repetía tres o cuatro veces la misma maniobra, así no se me hacía tan pesado el camino».

Llegados a Suez, miserable ciudad de apenas quinientos musulmanes y con un pésimo puerto, se embarcó en una dao que, rumbo sudeste, atravesaría el brazo de mar que llamaban Bahar el Akkaba. Tras nueve jornadas, fondeados sobre un islote entre escollos en las islas Hamara, se levantó una terrible tempestad: en apenas unos minutos les alcanzó un huracán que hizo pedazos los cables de las áncoras, arrastró el buque hacia unas rocas e hizo zozobrar la embarcación. Ali Bey saltó hacía la única chalupa, «y doy orden de alejarse de la dao: pero un hombre que tenía a su padre aún a bordo la detenía por medio de una cuerda del barco, gritando: ¡Abuya! ¡Oh, padre mío! Respeté por un momento este arrebato de amor filial, pero sordo a mis voces, le dí un puñetazo que le obligó a soltar».

Mientras se alejaban de las rocas, se dio un conato de motín, que se sofocó rápidamente tras arrojar al cabecilla rebelde por la borda. Domingo Badía se ató al timón, prácticamente desnudo, sin saber a dónde ir, entre vómitos y sangre, cantando los golpes de remo, hasta que después de tres horas comenzó a clarear y avistó tierra.

Los quince sobrevivientes exploraron el territorio para confirmar que se encontraban en una isla desierta, nada más que un montículo de arena sin agua ni vegetación, ni una roca. Les estaba entrando la desesperación cuando vieron dos buques. Uno el que habían abandonado, otro que le había prestado socorro y gracias al cual la embarcación sobrevivió. Se embarcaron y por fin, el trece de enero, llegaron a Djeddá, en la costa de Arabia.

La Meca

Salió de Djeddá a camello, internándose en el desierto. Yendo en dirección noroeste, dejando Mokha a la derecha, hizo noche en El Hhádda para por fin, el jueves por la noche, veintitrés de enero del año 1807, catorce del mes dulkaada del año 1221 de la hégira, llegar a las puertas de la santa ciudad de La Meca. Habían pasado quince agotadores meses desde que saliera de Marruecos en su peregrinación, casi cuatro años desde que emprendiera, a las órdenes de Godoy, esta misión.

«Habiéndome quitado las sandalias, pasé por aquella bienaventurada puerta que se halla junto al ángulo septentrional del templo. Ya habíamos atravesado el portico o galería; estábamos a punto de entrar en el gran patio, donde se halla situada la casa de dios, cuando nuestro guía nos detuvo, y con el dedo vuelto hacia la Kaaba, me dijo con énfasis: Schuf, schuf el Bëil Allah el Haram (Mirad, mirad la casa de dios la prohibida).

La comitiva que me rodeaba, el pórtico de columnas que se perdía de vista, el inmenso patio del templo, la casa de dios cubierta de alto a bajo con su tela negra y rodeada de lámparas, la hora intempestiva y el silencio de la noche, y nuestro guía que hablaba delante de nosotros como inspirado; todo esto formaba un cuadro imponente, que jamás se borrará de mi memoria».

Tras besar la piedra negra, Hájera el Assuad (piedra celestial, según la tradición, un aerolito que el arcángel Gabriel entregó a Abraham y que de acuerdo a las creencias islámicas descendió a la tierra más blanco que la leche, pero los pecados de los hijos de Adam lo volvieron negro. Abraham y su hijo Ismael la colocaron en la esquina oriental cuando terminaron de construir la nueva Kaaba) comenzó a dar las vueltas y realizar los rezos que la tradición exigía, diferentes a cada ciclo hasta terminar con el séptimo beso, para pasar luego al Makám Ibrahim (casa de Abraham) donde tras una nueva oración se acude al pozo Zemzem para saciarse de las mismas aguas que tomó el profeta. Terminó el ritual con la procesión a la colina de Merua, representación de los siete viajes entre los lugares sagrados, y al finalizar el ceremonial, como era tradición, acudió a un barbero para rasurarse la cabeza.

Siendo absolutamente objetivos, dos europeos habían pisado la Meca antes que Domingo Badía: el romano Ludovico Bartema, en 1503, y el cautivo inglés Joseph Pitts, en 1680. Pero teniendo en cuenta que, en su relato, Bartema explica su encuentro con dos unicornios, y que Pitts era un prisionero sin voluntad, la primera crónica veraz y rigurosa de la Meca se debe al español Domingo Badía. También le debemos la más antigua estimación geográfica de la ciudad, así como mapas, planos y croquis que tardaron mucho tiempo en ser igualados. De hecho, sir Richard Burton, que se coló en la ciudad medio siglo después, alude constantemente a los logros de su predecesor Ali Bey. Igualmente valiosas son sus notas sobre la sagrada piedra negra de la Kaaba y el templo de Abraham, sobre la tumba del profeta Mahoma, la ciudad de Medina y, en particular, sobre los wahabíes, secta de la rama suní hoy dominante en Arabia Saudí y cuyo nacimiento se produjo en aquel entonces.

El dos de marzo de 1807, tras realizar las oraciones de despedida delante de los cuatro ángulos de la Kaaba, el pozo y la piedra negra, Domingo Badía salió del templo por la puerta Beb-lùdáa y dio por terminada su peregrinación. Caminó a Djedda, donde se embarcó en un buque que lo conduciría a Ienboa. Tenía vivísimos deseos de pasar a Medina, donde se guarda el sepulcro del profeta, para fijar su posición geográfica y tomar nota de las defensas de la ciudad, mas el paso era aventurado puesto que los wehhabis, que dominaban esa región, habían prohibido entrar en el territorio.

Los wehhabis

Salió de Iemboa a lomos de un dromedario, dirección sudeste, adentrándose en el desierto. Tras agotadoras jornadas, faltando apenas quince leguas para llegar a Medina, su convoy fue asaltado por unos wehhabis. Era conocida la noticia de que tenían gran enemistad con los turcos, y que solían degollar a cuantos se encontraban camino de La Meca, y eso fue lo primero sobre lo que los interrogaron. Exigieron dinero después y les desplumaron, mas no considerándolo suficiente pago les hicieron desnudar, amontonar sus pertenencias para ser inspeccionadas, y aguardar. «Dirigímonos al paraje indicado. Al momento hice pedazos una caja que contenía los insectos recogidos en Arabia, y arrojé lejos las plantas y fósiles que reuní. Entregué algunos duros que llevaba en mi maletilla. Tragué una carta de Muley Abdsulem, la cual podía comprometerme a los ojos de aquellos fanáticos. Mis criados ocultaron bajo piedras el tabaco que les quedaba, pues también estaba prohibido». Tras varias horas llegaron dos que decían ser enviados del emir, que exigieron a Badía quinientos francos por su libertad, una fortuna. Tras comunicar que nos lo tenía, quedaron todos prisioneros.

Al día siguiente regresaron para exigir cuatrocientos francos, negociaron finalmente doscientos, pero seguía sin tenerlos. Alguna duda les removía, pensó, pues a esas alturas lo habitual es que ya los hubieran decapitado a todos, cuando comunicaron que le llevarían ante el emir para que decidiera sobre sus vidas. Era el tres de abril de 1807.

Tras dos días de viaje en cautiverio, superada la ciudad de Hamara, les sacaron del camino hacia detrás de una duna: exigieron el pago de veinte francos a cada turco, quince a cada conductor de camellos. Ali Bey les entregó los últimos tres duros que escondía en su escritorio, y fueron liberados junto con la mayoría de sus pertenencias, menos cinco que no quisieron o pudieron pagar. Dijeron de estos últimos que serían conducidos ante el emir. Tras una hora de camino, ya libres, se oyeron, a sus espaldas, «cinco truenos con un cielo limpio sin nubes».

Prosiguió el grupo su regreso a Iemboa, frustrada la posibilidad, por propio instinto de supervivencia, de alcanzar Medina. Alcanzaron a una caravana en la que viajaba un tefterdar, un tesorero que Domingo Badía había conocido en La Meca. Contó que los wehhabis habían destruido todos los adornos del sepulcro del profeta, donde nada quedaba absolutamente; que habían cerrado y sellado las puertas del templo, y Saaud se había apoderado de los inmensos tesoros acumulados allí en el transcurso de tantos siglos. El tefterdar aseguró que solo el valor de las piedras preciosas era superior a toda estimación, y que pese a llevar la caravana un conducto del propio Saaud al ser expulsados, al salir de la ciudad se les había impuesto, al igual que les ocurriera a ellos, una contribución exorbitante de tres mil francos.

No podía imaginar Domingo Badía que aquella corriente salafista que seguían los en aquel momento bárbaros wehhabis terminaría convirtiéndose en la rama mayoritaria del sunismo en Arabia, y que gracias a la financiación de escuelas coránicas extenderían su influencia y creencias por tantos países musulmanes. El wahabismo era minoritario en aquellos tiempos de Ali Bey, mas la alianza del imán Muhammad ibn Ábd al-Wehhab (de donde toman su nombre el wahabismo) con el fundador del primer Estado árabe Muhammad bin Saud (de donde viene la palabra saudí) en 1744 sería provechosa. Al Wehhab le dio a Ibn Saud una legitimidad religiosa en su conquista de Arabia, mientras que Ibn Saud creía que su campaña para restaurar la pureza del islam justificaba la conquista del resto de la misma. Juntos fundaron el emirato de Diriyah y plantarían el germen de una corriente que en apenas dos siglos cambiaría el mundo árabe.

Despedida del mar Rojo, vuelta a El Cairo.

Tras otro complicado viaje en barco, llegó a Gadiyàhia el quince de mayo, donde dijo adiós a aquel traicionero mar. Montado en un camello se unió a una caravana, con la brújula orientada hacia Suez. «Echó a andar a las cinco de la mañana toda la caravana, compuesta de cuarenta camellos, sesenta hombres y tres mujeres. Es de notar que jamás he viajado con musulmanes, ya sea por mar o por tierra, que no haya encontrado mujeres: verdad es que entonces la circunsprección prescrita por la religión respecto a ellas hace que se las mire como fantasmas animadas, o como fardos puestos sobre un camello o en un roncón de la casa».

Llegaron a Tor y se internaron en las tierras de Ssador, desierto de Faran ahora, llamado entonces Del Estravío por los cristianos, pues aunque bordea la costa sur de la Península Arábiga desde la que se atisba África, a pocos kilómetros, la abundancia de dunas en el litoral hace que muchos peregrinos se hagan al interior para sortearlas (fatal error, pues estas son cambiantes e huidizas, y una tormenta de arena en el lugar equivocado provocaba la desaparición, frecuentemente, de numerosas caravanas).

El once de julio de 1807 llegó a Suez atravesando la milla de brazo de mar que separa África de Asia, la misma que atravesó Moisés y sobre la que tanto se ha especulado, escrito y narrado, por tantos que no la han visitado. Se despidió de la caravana que lo trajera de Gadiyàhia para unirse a otra acampada a las afueras de la plaza, junto al Birsuez, o pozo de Suez. Salieron a las cuatro y media de la mañana del día siguiente, dirección noroeste, y hacia la tarde llegaron a un desfiladero: había pasado ya la mayor parte de la caravana, cuando Domingo Badía oyó gritar «¡A los ladrones! ¡A los ladrones!». Desenfundó la espada y, junto con diez mercenarios turcos que escoltaban, hicieron espantar a treinta salteadores beduinos que habían cortado la cola de la caravana. Reorganizado el convoy se apostó en un alto para observar la retaguardia, y pudo ver que estos no eran más que una avanzadilla de casi cien que aguardaban a más distancia. Habían tenido suerte, la caravana consiguió salir del valle y entrados en el desierto, sobre un llano, montaron un campamento seguro.

Redoblaron la guardia y cambiaron la ruta, y por fin el catorce de junio al amanecer, tras días de jornadas emprendidas a las dos de la mañana y acabadas a las cuatro de la tarde, llegaron a El Cairo.

Hacia Jerusalén (Desierto, Gaza, Jaffa, Ramlé)

El Cairo, tras la batalla de Heliópolis y la victoria francesa bajo el mando del General Kleber sobre los otomanos e ingleses, era ahora una plácida posición gala. Bonaparte, para ganarse las simpatías de los egipcios, se dirigió al pueblo con una proclama en que alababa los preceptos islámicos y manifestaba su intención de liberarles del yugo mameluco y otomano. Al mismo tiempo, creó con los sabios en El Cairo el Instituto de Egipto, desde el que modernizó la administración pública del país, emprendió una serie de obras públicas destinadas a mejorar la calidad de vida y mostró los avances tecnológicos de Europa. Napoleón promulgó leyes para acabar con la esclavitud y el feudalismo y para preservar los derechos de los ciudadanos con el beneplácito del Diwan, la asamblea de notables.

Domingo Badía, Ali bey, admirado ante la civilización de aquellos moros no imaginaba que en aquellos mismos momentos, su patria vivía tiempos convulsos. Tan alejado de Occidente, desde aquella tarde de junio de 1803 en que partiera de Cádiz, nada sabía de la caída de aquellos a quienes debía su empresa. Inmerso entre los árabes, se informa en El Cairo francés de cómo, en palabras del historiador Víctor Muiña Fano, «en España se había montado un cristo de cojones»: la brecha en la sociedad española tras la invasión napoleónica, la ventana a la modernidad apenas catada y el fin confirmado del imperio en América le hicieron reflexionar, dudar, de si sus lealtades aún tenían sentido, de si alguien siquiera en su patria sabría de su misión, su arriesgada empresa. ¿Merecía la pena seguir adelante? ¿Seguía prometido a un rey sin reino?

Sintió que en aquellos años el orden político del mundo había cambiado. Los ingleses acababan de desembarcar en Alejandría y habían lanzado dos ataques sobre Rosseta. En El Cairo se respiraba alarma y desconfianza hacia el extranjero, las ciudadelas estaban atestadas de prisioneros. Ante tal perspectiva, recogió sus pertenencias y, un tres de julio de 1807, partió hacia Jerusalén.

Tras ocho jornadas transitando por el desierto, unido a una caravana de doscientos camellos, comenzó a escasear el agua. Al sol del mediodía su caballo cayó desplomado, muerto súbitamente. Montó su camello, donde llevaba la carga, y comprobó que de los ocho odres de agua que guardaba le habían robado la mitad. Montó en cólera, descabalgó e interrumpió el paso del convoy, tiró de su sable y lo alzó violentamente. Salvaron las gentes en derredor porque rápidamente se echaron a tierra, de rodillas y con los brazos alrededor de la cabeza. Aún airado, nervioso, quiso envainar pero el acero se extravió y se le hundió nueve líneas en el muslo.

La caravana se detuvo un día para aguardar a que se limpiara y curara la herida. Para colmo, esa noche su camello se tendió para no levantarse. Parecía que la fortuna le volvía la espalda, tal vez la oscura situación de España le hacía ver la situación más negra de lo que en realidad era. Si algo bueno se puede extraer de estos sucesos, es que nunca jamás en lo que restó de viaje le volvió a faltar, por hurto, una gota de agua.

Pararon en Djenadel, donde el pozo apestaba a insalubre, como todos los que habían encontrado en aquel desierto, mas tuvieron la suerte de encontrarse con una gran caravana de Gaza, a la que se unieron. A cada jornada se hacía sentir más la falta de agua. A la izquierda de su paso se adivinaba el mediterráneo y algunos lagos, pero le advirtieron que eran salados y entre arenas movedizas. Por fin, exhaustos llegaron a Khanyunes, la primera población de Siria al norte de Egipto (en aquel momento). A pocas horas atravesaron el torrente Wadi, a cuyo cruce se encontraban las puertas de Gaza. El diecinueve de Julio salió de la ciudad por un camino entre olivares. Acostumbrado ya a los viajes por el desierto o peligrosos mares, aquel camino entre cultivos, caseríos, gentes amables y bien alimentados le reconfortó. Entendió que aquellas tierras eran un vergel generoso y porqué se le había llamado, tantos siglos atrás, la tierra prometida. «Vi muchas mujeres por primera vez en años, y entre ellas lindísimas, todas con la cara descubierta. Pregunté si eran cristianas: respondiéronme que eran musulmanas, y que las Fellahis o mujeres del país no se cubren el rostro. ¡Qué relajación de costumbres! Pareciome pasear por Europa».

El Kods (la santa Jerusalén)

«Todo cuanto terreno vi de la Palestina o tierra de promisión, desde Khanyunes hasta Jaffa, es soberbio. Es un país compuesto de colinas redondas y undulantes, y de tierra grasa semejante al cieno del Nilo, con la más rica y bella vegetación».

Hasta aquel jueves, veintitrés de julio de 1807, ningún cristiano había penetrado jamás en el templo musulmán de Jerusalén, o si acaso nunca se había recogido descripción de ella: Haram, en árabe, significa templo, lugar consagrado por la presencia de la divinidad y la religión solo reconoce dos, este y el de La Meca. Djamaa es el nombre dado a las mezquitas, que literalmente significa «lugar de la asamblea», y mientras que en estas últimas no hay precepto canónico que impida la entrada de los infieles (aunque no estén bien vistos en ellas), la entrada de cristiano, judío o ateo en uno de los dos templos es castigada con la muerte.

Construido sobre el mismo suelo que ocupó el templo de Salomón, el Beit el Mokaddes e Scheriff (la casa santa principal de Jerusalén), tiene acceso a sus mil por mil quinientos pies de planta a través de nueve hermosas puertas arcadas que la rodean excepto por el lado sur, pues este comparte cierre con la muralla de la ciudad tras la que cae el precipicio del torrente Cedrón. Al otro lado de la vega se alza el barranco que asciende al monte Sión. Más que una única construcción, el recinto debería considerarse como un conjunto de mezquitas, patios, estanques y jardines integrados en un solo bloque, construidos y restaurados a través de siglos y que, contra lo que pudiera parecer, guardaban una bella armonía entre sí.

Tras varias jornadas visitando el templo, Domingo Badía comenzó a recorrer los lugares santos alrededor de la capital de la cristiandad: así, saliendo por la puerta suroeste, se encontró con el sepulcro de David, guardado bajo una construcción de apariencia griega, y algo más allá bebió de la fuente de Nehemías, única de la ciudad. Desde la cima del Monte de los Olivos, bajo el cual dicen están enterrados setenta y dos mil profetas atisbó, a distancia de cuatro o cinco leguas, el salobre mar muerto. Descendiendo topó con una iglesia cristiana, pequeña pero bien cuidada, donde se guardaba la huella de Cristo. Más allá, siguiendo el cauce del Cedrón, estaba el sepulcro de María, la madre del profeta. A pocas horas de camino hacia el sur se hallaba la tumba de Abraham, en Hebrón, pasando Belén. Esta aldea que viera nacer a Jesús era conformada por unas quinientas familias cristianas, siendo su centro un convento habitado por frailes de tradición griega, romana y armenia. Cabe decir que aún en un país musulmán, y aunque no se mezclaran más que para comerciar, los cristianos eran respetados, así como sus iglesias y ermitas. Los musulmanes hacen oración en todos los lugares consagrados a Jesucristo y su madre María, excepto en el sepulcro de Cristo, pues creen que este no murió sino que fue elevado a los cielos en vida, condenando a Judas a morir crucificado en su lugar.

Badía salió de la ciudad con destino a Nazaret, para lo cual primero tenía que desandar sus pasos hacia Jaffa, donde se embarcaría hacía el norte del país. Hizo escala en San Juan de Acre, famosa por su defensa contra los franceses, de inexpugnable puerto, desde la cual emprendió camino hacia el este. Ali Bey se sentía enfermo del estómago desde que visitara La Meca, y frecuentemente tenía ataques de tos sangrante, vómitos y debilidades que le obligaban a interrumpir las jornadas y guardar reposo. Tomaba un emético, devolvía abundante bilis y a continuación se hidrataba e ingería tónicos hasta restablecerse. Debido a esa afección tardó el doble de lo previsto en realizar esta travesía, llegando el siete de agosto a la que dicen fue la casa de Joaquín y Ana, padres de la virgen María. Era esta ciudad, capital de Galilea, habitada por una diversidad de gentes, en su mayoría católicos y turcos. Se hospedó en un convento, supuestamente construido sobre el lugar donde el arcángel Gabriel se le apareció a la virgen.

Conoció noticias recientes de Jerusalén, donde supo que el antiguo muftí (los muftíes era unos líderes religiosos que hacían las veces de alcaldes, intérpretes de la sharía y jueces, cuya palabra sienta ley) había reunido a los beduinos y entrado en la ciudad, atacando a su paso los conventos en que oficiaban frailes y asediando finalmente la ciudadela.

 

Al norte, Siria y Turquía

El diecinueve de agosto de 1807 salió a caballo hacia Canaa, lugar de la conversión del agua en vino, para cruzar después el monte Tabor y alcanzar el mar de Galilea. Galopó en huida hasta el pueblo de Tiberiades, pues a la distancia le perseguía un grupo de beduinos con no buenas intenciones, que se retiraron al llegar a las primeras casas. Al anochecer, habiendo llegado ya al cauce del río Jordán, se unió a una caravana. Iría más lento, pero seguro.

La caravana no seguía el camino directo hacia el norte. Habían corrido las noticias de que el bajá de Damasco había movilizado a sus tropas y se dirigía hacia Jerusalén para tomar la ciudad, y de habérselos topado les habrían embargado los camellos para bagajes. Tardó el doble de jornadas de lo previsto en llegar a la ciudad del jazmín, la capital de Siria.

«Cuando un viajero se acerca a Damasco, cree ver delante de sí un vasto campamento de tiendas cónicas elevadas varios pies sobre el plano del terreno; pero al aproximarse más, reconoce no ser aquellas tiendas, sino una infinidad de cúpulas que guardan cuatrocientas mil almas. Como el invierno es lluvioso en aquel país, si las casas tuvieran terrados llanos sería necesario reedificar cada año las habitaciones, en lugar de que con la forma que les dan los conos elevados, cayendo el agua sobre superficies casi perpendiculares, no puede perjudicar. Dichas cúpulas se hallan revestidas de una capa de marga rojiza bien pulida, lo cual les da una hermosa apariencia».

El treinta de agosto, aprovechando la partida de una caravana, salió hacia Alepo previo paso por Palmira, Homs y su río Orantes. Se desvió al oeste para registrar las defensas del puerto de Latakia y tras Hama llegó a Halab (Alepo), de gran población cristiana. Se dirigió a Antioquía, donde tomó un barco por temor a los salteadores de Kuchuk Ali que infestaban las tierras entre Mersín y Alejandreta. El tres de octubre desembarcó cerca de Tarso, junto a la llanura donde Alejandro venció a Darío. Era este un país habitado por turcomanos, y le sorprendió cómo conforme se alejaba de Arabia se relajaban las costumbres. «Las mujeres visten camisa blanca, un jubón con mangas ajustadas, un zagalejo de algodón blanco y un pañuelo alrededor del cuello. Llevan el rostro descubierto y, aunque musulmanas, ignoran al parecer que la ley no permite semejantes libertades». Pero el imperio otomano es un coloso compuesto de tártaros, árabes, griegos católicos, cismáticos, coptos, drusos, mamelucos y judíos que no se parecen nada entre sí. Aquel era otro mundo.

Tras atravesar Turquía a pie, el veintiuno de octubre cruzó el Bósforo en una chalupa y se presentó en la casa del Marqués de la Almenara, embajador del rey en Constantinopla. Más de cuatro años después de partir de Cádiz volvía a Europa. Cruzó la puerta de la embajada y dejó allí a Ali Bey, volvía a ser Domingo Badía.

¿Y ahora qué?

El dos de diciembre de 1807, Badía partió para Bucarest, en Valaquia. «Al salir de Constantinopla deseaba todavía extender el círculo de sus conocimientos por medio de nuevos viajes; mas aun no se había decidido hacia qué país se dirigiría. Dejó sus papeles a un amigo, autorizándolo a publicarlos pasado cierto tiempo, y partió indeciso si, llegado a Bucarest, se encaminaría al occidente, al oriente o al norte». Las últimas palabras de su libro de viajes, reunidas en cuatro volúmenes y más de mil doscientas palabras, hablan del clima del Danubio y las rentas de Valaquia.

De ahí viajó a Viena, Munich y París, y llegó a España en julio de 1808. Carlos IV había abdicado, Godoy ya no gobernaba, y el país estaba ocupado. Estando en Bayona, la invasión francesa de España le persuadió de exponer sus ideas a Napoleón, quien se mostró interesado y ordenó traer sus papeles desde Madrid. Al igual que otros muchos afrancesados, Badía pensaba que la dominación gala aportaría a España aires de progreso y renovación que tanto necesitaba este atrasado país, y para ello se puso al servicio de José Bonaparte, quien le nombró Intendente General de la Provincia de Segovia.

La verdadera identidad de Ali Bey se mantuvo en secreto hasta 1814, cuando se publicó la primera edición de su viaje en francés, pero no fue hasta 1836 que se editó la traducción de su obra al español. En esta obra, como buen ilustrado y con una amplia cultura, realiza numerosas observaciones de carácter científico sobre botánica, astronomía, geografía o zoología, todo ello acompañado de ilustrativos dibujos realizados por él mismo.

Domingo Badía murió en Damasco cuando estaba iniciando su nueva misión, reformar la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, congregación cristiana que subsistía agobiada por la presión y la animadversión de los turcos. Había ya adoptado una tercera personalidad, pasando a llamarse Hajji Ali Abu Utman, que significa «el peregrino Alí». Sobre su muerte quedan más conjeturas que certidumbres: en su última carta, escrita una semana antes al cónsul francés en Trípoli escribió: «…el Sr. Chaboceau me trajo un paquete de sobres de ruibarbo torrefacto. Tomé uno que me causó un efecto terrible. Seguí por honradez hasta el cuarto, pero ello bastó para colocarme a dos dedos de la muerte». Más de dos siglos después, su desaparición sigue siendo un misterio.

Publicaciones relacionadas

Un comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba