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«Drive»: intenta ser héroe

Drive (Nicholas Winding Refn, 2011) es la paradoja del héroe: su presencia se legitima en tanto que algo esté muy mal con el mundo y su valor es directamente proporcional al nivel de amenaza con el que debe lidiar en su historia. Su héroe, como muchos otros, no ha elegido serlo y su carácter moral (muy poco desarrollado en la trama) se puede justificar principalmente por una serie de hechos fortuitos y giros del destino antes que por una acción comprometida y coherente. El conductor del film, que es también su protagonista (Ryan Gosling), se hace cargo de tipos igual de alienados y violentos que él, usa los mismos métodos basados en la total crudeza, y posiblemente hasta piense como ellos. Lo que le diferencia (y le redime) es haber conocido a las personas correctas y haber reaccionado en el momento adecuado, lo que más bien ilustra (de forma inquietante, eso sí) la delgada línea entre la redención y la alevosía, entre lo tolerable y lo inconcebible.

Quizás por eso la película de Nicolas Winding Refn funciona más como un experimento moral y un ejercicio sensorial antes que como una narrativa robusta y convincente. La mayoría de personajes están poco desarrollados, el protagonista es parco e inexpresivo, la historia es demasiado lineal (sin que parezca ir a ninguna parte) y, para el tercer acto, resulta demasiado confusa y abrupta para su propio bien. Drive la película, así como la novela de James Sallis, es más de estilo que de sustancia, más de técnica que de contenido, lo cual no evita, sin embargo, que lleve a insinuaciones bastante relevantes. Estamos ante un experimento mental porque los personajes y la trama se acomodan libremente según las pretensiones del director y el dilema moral que decide plantearnos: ¿Cuáles son las verdaderas consecuencias de hacerse un héroe? ¿Cuál es el daño colateral de producir heroísmo, de jugar al mártir?

Seamos claros: Drive no quiere desmitificar al concepto de héroe; en todo caso podemos decir que más bien lo re-mitifica: toma a su protagonista y lo torna un héroe ultramoderno, distanciado de las grandes narrativas del pasado, el héroe como hombre-máquina, atrapado en el círculo vicioso del dinero fácil y el consumismo voraz; un héroe también producido por Hollywood, pero no por sus estrellas de cine, sino por las consecuencias de la escabrosa industria de los dobles de acción y los accidentes de coche. El conductor encarna los extremos de la cultura del espectáculo, la economía sumergida criminal y la mecanización constante de los trabajos (y hasta las vidas) de las personas de a pie: tres fenómenos que se retroalimentan mutuamente y producen una serie de malestares que no hacen sino crecer con el tiempo. Este mito del héroe implica, además, repensar la forma en que los personajes evolucionan, y la distancia y cercanía que existe entre ellos. Implica, en algunos casos, jugar con nuestra expectativa sobre los arquetipos, las idas y vueltas de la trama, el inicio y el clímax.

Pensemos en la relación entre el conductor e Irene (Carey Mulligan), punto medular en el film. A su modo, el encuentro parece subvertir el arquetipo del romance de opuestos, común en el Hollywood clásico. Un doble de acción y chófer de mafiosos se acerca a una madre joven que espera que su esposo salga de prisión. El cliché sugiere un romance, quizás deseo, pero la conexión entre los personajes es totalmente disonante, poco cercana a la expectativa. Irene y el conductor no parecen quererse, sino necesitarse mutuamente como única fuente de compañía. El conductor necesita volver al mundo real e Irene necesita salir de él. Establecen, entonces, una conexión emocional, una suerte de acuerdo tácito, una relación basada en la compañía silenciosa, en no hacer preguntas, en acercarse en el anonimato y la distancia. Es, en ese sentido, una relación muy moderna, una forma de consuelo ante la infinita soledad de la metrópoli y el extremo recelo y descrédito con los que viven aquellos relacionados al crimen organizado. No es un romance, claro, pero no podría decirse qué es.

Notemos, además, que la película jamás intenta redimir por completo al protagonista. La primera parte le presenta como un criminal de poca monta, pero con cierto corazón ante la vecina y su hijo, y la segunda parte muestra su constante desesperación frente a la supervivencia, la venganza y la necesidad de protección. Ninguna alcanza para desprender al conductor de los actos terribles en los que está involucrado. El ejercicio de diseccionar al heroísmo le sienta bien porque casi nunca hay una respuesta concluyente: el conductor parece actuar de forma automática, y no parece haber tiempo (ni interés) en deliberar o establecer un juicio moral ante lo que hace. La ética del conductor está totalmente mecanizada y responde a estímulos en concreto, respuestas preprogramadas, sin mucha cabida a la tensión o el descrédito, siendo la audiencia quien debe darle sentido a sus acciones. En consonancia la violencia se filma de forma exaltada, de cierta belleza surrealista (se dice que Winding Refn le pidió ayuda a Gaspar Noé para filmar cierta escena en particular) y refleja la contradicción permanente en la cabeza del héroe, adormecida por distintos estímulos, entre ellos, la velocidad de la carrera y los efectos de la vida nocturna.

Eso nos devuelve a pensar en el estilo. Como decía antes, Drive también es un ejercicio sensorial, que moviliza la puesta en escena hasta la hipérbole para conseguir ciertos efectos en el espectador. Nunca se aleja de su peculiar empaque serie B, de cine de género y matiné sabatina, y se torna una película plástica, de sintetizador, de colores manufacturados e irreales, de música electrónica y synthpop; una película que, entre lo retro y lo ultramoderno, se torna atemporal. Hay quienes creen que Drive implica el retorno al cine negro, pero lo cierto es que su estilo tiene más en común con novelas Pulp modernas, dado que, lejos de quedarse en la melancolía del film noir, la historia se concibe desde la disonancia y disociación propias del siglo XXI. El director puede a veces apelar al exceso y quedarse estancado en él, haciendo énfasis en las luces de neón, los colores brillantes, el ruido de los motores, las teclas del piano eléctrico, el ritmo pausado (casi hipnótico) de escenas que parecen filmadas en cámara lenta, salidas de un trip muy lúcido.

El Los Ángeles (LA) de la película sirve exactamente para esos fines. Es el LA que hemos visto en otras piezas noir o de thriller, la ciudad de los tonos anaranjados, los colores fosforito, un aura de placidez y de violencia. La mirada de Drive incide en el bajo mundo y echa un vistazo al circuito oculto que mantiene la ciudad viva, el corazón y las arterias de la metrópoli: el plató de un rodaje de cine, el taller mecánico, los dinners que abren cada veinticuatro horas, los clubes de desnudistas y los restaurantes chinos donde se refugian los mafiosos. La cinta pone especial atención a esos círculos agrupados y caóticos, el submundo californiano que engendra personajes como el conductor, el esposo criminal de Irene o el espeluznante Bernie Rose, mafioso local interpretado con precisión por Albert Brooks. Cada personaje parece salido de una cultura híbrida, que entremezcla el glamour hollywoodense con el bajo mundo citadino, que utiliza los escaparates para esconder redes violentas de criminalidad y control. Es la intersección entre los dos LA, reflejada en las letras color rosa palo que son salpicadas a modo de título sobre la pantalla, con el plano general del skyline de la ciudad como fondo.

Este es un ejercicio sensorial por la obsesión que tiene el director con la relación entre montaje, fotografía y música, que se retroalimentan constantemente para aumentar la constante disociación del protagonista. Las partituras de Cliff Martínez evocan esa misma sensación artificiosa y producida en masa, violentamente, unas tonadas de sintetizador ensambladas y empaquetadas sin mayor intervención, la música ideal para reflejar el dilema del hombre-máquina que protagoniza la cinta. Abrir con Nightcall, con las voces robotizadas, ayuda a fijar esta sensación de extrañeza y distancia ante la modernidad, este miedo a la imposición tecnológica y mecánica que se afianza constantemente, y que altera las formas de expresión de personajes como el conductor, envueltos en su propia fantasía electro-gótica.

Drive se manifiesta, entonces, desde un estilo rebelde y una forma única de entender al heroísmo y sus implicaciones en el cine y la cultura pop. Su protagonista funge de excusa y la historia se soporta ante astutas decisiones técnicas, manipulaciones de estilo y el pastiche con las películas del pasado. La historia de un conductor criminal supuestamente enamorado y los miles de obstáculos en su camino se expresa en una película muy consciente de sus intereses y limitaciones; explota lo primero y compensa lo segundo, se apropia del cine tipo exploitation y le da un formato de autor, estetiza la violencia y la consagra hasta tornarla un sueño muy lúcido, conjugando el sonido y la imagen para producir un Los Ángeles fantasioso, casi siempre trágico, pero a veces dotado de esperanza. Eso es filmar con estilo.

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